domingo, 19 de diciembre de 2010

Morir en la orilla

A mis compañeros de Cuatro y CNN+

El entierro fue tardío y divertido. Comenzó ya de madrugada y se prolongó entre copas, calor humano y música ochentera. A mí me ya me va costando salir de noche pero a veces lo heroico es encontrar el momento para regresar a casa. Ilustres y antiguos compañeros, veteranos de destacadas noticias, hoy en otros medios de comunicación, se acercaron a darnos el pésame; prometemos no olvidarles, en unos días les mandamos el curriculum.

“Cuando se acabe el mundo, CNN estará allí para contarlo”, aseguró hace años su fundador, Ted Turner. Nosotros no lo haremos, salvo que acabe en los próximos días. En la era de la TDT, de las pantallas interactivas, de las audiencias segmentadas, de los noctámbulos gatos chillones y de Bob Esponja, PRISA, el grupo más importante de comunicación en español, apaga su televisión informativa ante la previsión de pérdidas. Es duro de aceptar, habrá que declarar especie protegida el “24 horas” de RTVE.

CNN+ nació en enero de 1999 en un parto de alto riesgo, con los nervios de punta y los sistemas informáticos colgados. Creció poco e incluso encogió, sufrió épocas de penuria y postergación, y sin embargo sobrevivió. Dudo de que fuera concebida para ser económicamente rentable y, objetivo cumplido, creo que casi nunca lo fue. Sí se pretendió que tuviera influencia; pienso que también se había conseguido.

El 14 de marzo de 2004, tras la derrota en las urnas, algunas voces del PP y de la derecha mediática nos acusaron de haber orquestado las manifestaciones de la jornada de reflexión contra la guerra de Irak y la versión oficial de los atentados del 11M. Era una afirmación falsa pero, dada nuestra precariedad de medios, resultó incluso halagüeña. Aquel 13 de marzo no habíamos previsto en principio cubrir la extraña y anónima convocatoria que llegó a un teléfono móvil. Frente al silencio de la competencia, reaccionamos con rapidez para sacar al aire las imágenes que empezó a servir en directo la agencia internacional APTN. ¿Conspiración? No. Sus cámaras, y las de otros medios, estaban en la calle Génova preparando el despliegue de la noche electoral. Ese día, y muchos más, pudimos pecar de bisoñez, de precipitación, pero como siempre intentamos responder a los retos con profesionalidad.

Casi 12 años ha durado nuestra aventura entre dos milenios. En este tiempo las empresas de medios entraron en Bolsa, estalló la primera burbuja tecnológica, surgió el euro, el dinero derribó fronteras, se esfumó en una recesión global, la información se convirtió en instantánea en el laberinto de Internet. También nosotros fuimos cambiando entre madrugones, madrugadas, sonoras broncas y ruidosas risotadas, agitados y agotados por horas de tensión al límite… Sí, me duele este final, por la propia tele y por nosotros, porque sigo pensando que el periodismo puede ser el oficio más bonito, pero, parafraseando a Vargas Llosa, me pregunto cuándo empezó a joderse como profesión. “Fuera hace mucho frío”, le escuché decir una vez al primer director general, Paco Basterra. Hace días que estamos helados. En fin, años de guerras, atentados, elecciones y temporales nos dejaron muchos titulares pero no desmintieron la constatación de que, siempre que llueve, acaba escampando.

CNN+, el canal en el que he aprendido tanto de tantos buenos periodistas, cerrará el viernes 31 (si antes no se acaba el mundo). Morirá a orillas del Año Nuevo, durante una noche de fiesta que algunos viviremos con el disgusto atado a las tripas. Es probable que la frecuencia se ocupe temporalmente con un canal de vídeos musicales. Propongo empezar con “Bailaré sobre tu tumba”, de Siniestro Total. Feliz 2011, amigos. Sigan informados, será lo mejor para todos.

domingo, 12 de diciembre de 2010

El viernes aciago del señor Mapache

A mis compañeros de "Cara a cara"

Hay días torcidos que no se enderezan ni aunque nos quedemos en la cama. Bien lo sabe el señor Mapache, desgraciado protagonista de una de las historias favoritas de mi hija Candela. En un entretenidísimo libro infantil ilustrado (“Funniest Storybook Ever”), este personaje de Richard Scarry sufre una jornada de pesadilla en la que sucesivamente se le estropea el grifo, quema la tostada, se le pincha una rueda del coche, pierde su sombrero, choca contra una farola, es multado, sableado por un amigo, expulsado de un restaurante y, de vuelta a su casa inundada, sólo puede cenar pepinillos en vinagre antes de que la cama se rompa al acostarse sobre ella.

El viernes venía de nalgas. Me levanté cansado, había dormido mal. A las ocho de la mañana me quemé una mano al apoyarme –qué estupidez- sobre la placa de vitrocerámica todavía caliente. No aprendo. Dos semanas antes, a la misma hora, en idéntico escenario, ya me había rebanado un dedo al arremeter, cuchillo de sierra en mano, contra una tostada rebelde. En ambas ocasiones murmuré un cagamento (para que los niños no amplíen vocabulario), intenté espantar los malos presagios y continué sirviendo desayunos con la displicencia del padre determinado a derrotar otra vez al reloj.

Después de arreglar a la carrera la casa, intenté sentarme a escribir. Habitualmente me relaja. Pero, extrañamente, no encontré la inspiración ni las ganas. Me distraje un rato con las risotadas de la pequeña Icíar. Dio igual, seguía tenso. Cuando llegué a la redacción de CNN+, el programa en el que trabajo, “Cara a cara”, estaba totalmente perfilado. Aún así, en la reunión –ay, esa boquita- confesé mi aprensión hacia los días fáciles. Tenía dudas sobre la fiabilidad de la señal de la ceremonia de entrega de los Nobel, que íbamos a retransmitir a las cuatro y media.

Poco antes de las dos del mediodía nos avisaron de la ausencia por enfermedad de la actriz invitada a la entrevista. Cambiamos de tema, pero el abogado que nos iba a explicar las reclamaciones a los controladores aéreos se excusó sobre las tres y media alegando un compromiso sobrevenido. Tras un intenso gabinete de crisis, recurrimos a la gentileza de un gran periodista, Alfredo Relaño, que accedió a nuestro “secuestro-express” para comentar en el plató los casos de presunto dopaje en el atletismo. Cuando, a las cuatro y media, arrancó la entrega de los Premios Nobel comprobamos que, profecía autocumplida, el sonido de la traducción se perdía a ratos. Lo superamos sin traumas. Pero el viernes seguía puñetero.

Pasadas las seis, a mitad de programa, se conoció el cierre inminente de CNN+. (“Está pasando, lo estás viendo”). Primero rumor, luego confirmación empresarial. En la redacción era imposible sustraerse a la tristeza, en el control cundía el desánimo, en el plató Antonio San José y Leticia Iglesias preguntaban con gesto serio a Relaño sobre la detención de Marta Domínguez. Absolutamente profesionales hasta el final, entrevistaron posteriormente al creador del nuevo logotipo de PRISA. La cita, fijada con una semana de antelación, se produjo en el peor momento. La próxima desaparición de nuestra tele ensombreció la cena festiva que habíamos reservado por la noche. Comimos un entrecot exquisito –no pepinillos-, recordamos algunas anécdotas sabrosas, celebramos nuestro esfuerzo, brindamos por el futuro. De madrugada, al acostarme exhausto y destemplado sentí, como el infortunado señor Mapache, que la cama temblaba bajo el peso de un presente que ahora es pasado. Pero, menos mal, ya era sábado.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Informe desde España

De: Embajada en Madrid
A: Departamento de Estado
Confidencial

La adjudicación del Mundial 2018 a Rusia ha provocado una decepción pasajera en España. El país se encuentra atrapado entre el infierno de los mercados y el temor a la congelación económica. El presidente Zapatero ha excusado su presencia en la Cumbre Iberoamericana para transmitir que mantiene el timón en la lucha contra la crisis. Sí se desplazó brevemente a Zúrich para defender candidatura ibérica al Mundial. (Prioridades: crisis, fútbol, agenda exterior ¿o fútbol, crisis, agenda exterior?).

Zapatero ejerce en la práctica como ministro de Deportes. Es la única gestión que le proporciona éxitos –y fotos sonrientes - con cierta regularidad. Traer el Mundial a España –y al vecino Portugal- le hubiera dado unos días de (peligroso) optimismo. Pero perdió. La FIFA, se lamenta aquí la Prensa, ha preferido los dineros de Putin (el macho alfa). Lógico. Dinero aquí, ahora mismo, no hay mucho. Oportunidad para especuladores (estaré atento para mandar informe).

El gran triunfador español de la semana ha sido Pep Guardiola. Es el entrenador del Barcelona, el equipo favorito de Zapatero (y del juez antiamericano Garzón) y, curiosamente, apoyó la candidatura victoriosa de Qatar al Mundial 2022. Jugó allí antes de retirarse. Lo evidente es que en el emirato sobra dinero y falta fútbol. Habrá que construir estadios. Oportunidad para inversores.

Al principio de la semana, en el partido entre los dos equipos más importantes de la Liga de soccer, el Barcelona venció al Real Madrid por 5 a 0. Era un encuentro lleno de rivalidades deportivas y con trasfondo político (remitiré informe detallado, ahora me centro en lo importante). Los jugadores del Barcelona, hábiles, bajitos y escurridizos –como los españoles del tópico-, guiados por Guardiola, emboscaron a los bien plantados futbolistas del Real Madrid. (Otro día mando informe sobre “Viriato”, un héroe local que lucha contra el Imperio Romano. A muchos españoles, sospecho que izquierdistas y trasnochados, no les gustan los Imperios; estaré atento).

En realidad, lo que les encanta a los españoles es discutir, enfadarse (y a veces hacer luego las paces para poder enfadarse más adelante). En el partido citado jugaban casi todas las estrellas de la selección campeona del mundo. Un defensa del Real Madrid, Ramos, acabó a patadas y empujones con las estrellas del Barça. Otro del Barcelona, Piqué, se burló de los rivales por la goleada. Luego todos coincidieron en que son cosas del fútbol. (Cualquier día Zapatero dirá de la crisis: son cosas de la economía).

El que no se enfadó, por una vez, fue el entrenador del Real Madrid, Mourinho. A él, que es portugués, también le encanta enfadarse, pero no hacer las paces. Se le considera el mejor entrenador del mundo, probablemente el mejor pagado. Pero cuando perdía 2-0, quitó a un atacante, (¿para aguantar el resultado?) y se refugió en el banquillo. En la rueda de Prensa afirmó muy serio que la derrota no había sido difícil de digerir. Oportunidad para psiquiatras. Por cierto, algunos seguidores madridistas, que habían viajado a Barcelona convencidos de las posibilidades de victoria, acabaron insultando a sus propios jugadores. En este país falta espíritu deportivo. También patriotismo.

A los españoles les gusta debatir sobre el patriotismo. Pero no lo practican. Oportunidad para psicoanalistas. Los controladores aéreos, bien pagados y enfrentados con el Gobierno, han iniciado una huelga encubierta que ha cerrado los aeropuertos al comienzo de un larguísimo fin de semana (“puente”, lo llaman aquí). Decenas de miles de personas se han quedado tiradas en tierra, con billete y sin vuelo. La gente se encuentra enfurecida. El Ejecutivo mantiene el pulso. Zapatero ha entregado el tráfico aéreo a los militares y amenaza con mandar a la cárcel a los huelguistas. (Oportunidad para controladores). Los medios de comunicación recuerdan los despidos que ordenó nuestro presidente Ronald Reagan en una situación similar.

En plena crisis, la gente se encuentra entre desconcertada y enfurecida, aunque todavía no hay signos de un posible regreso de Aznar. Dijo al anterior embajador que sólo en caso de emergencia nacional. Tal vez si se suspende la jornada de Liga. (Tengo entradas para el Real Madrid-Valencia). Estaré atento.

P.D. Desde hace días, el Gobierno intenta apagar la polémica por la difusión de nuestras gestiones sobre el caso Couso, los vuelos de la CIA y el cierre de Guantánamo. El asunto, gracias a los controladores, saldrá pronto de las portadas. Oportunidad, perdón por la broma, para periodistas.

viernes, 26 de noviembre de 2010

La burbuja de Duscher

Aldo Duscher es un centrocampista veterano, un jugador de equipo. Tras haber pasado en la última década por el Depor, el Racing de Santander y el Sevilla, el argentino se incorporó en agosto con la carta de libertad –es decir, sin coste aparte de su sueldo- al Espanyol de Barcelona. Su cromo, sin embargo, es de los más cotizados en la colección Panini de la Liga. Figura en el apartado de “Últimos fichajes” y hace dos semanas se pedían por él 3 euros en un mercadillo de Valladolid. Los futbolistas fáciles de encontrar, incluso los campeones de nuestra selección, se valoran en el Rastro igual que en los sobres: a 10 céntimos.

Ignoro por qué la editorial eligió a Duscher y a algún otro pelotero de media cualificación para convertirlos en estrellas del mercado secundario; prometo enterarme. Pero, como reza la ortodoxia del libre cambio, el alza en su precio se debe a la aparente escasez. Según la leyenda de los vendedores callejeros, rarísima vez salen en los sobres (60 céntimos por 6 cromos). Panini, no obstante, guarda un as en la manga. Los sirve, en un pedido máximo de 40 unidades distintas, al precio de 0,15 céntimos y con una tardanza de unos quince días. Así son las reglas del juego.

La colección de la Liga, que hacen mis hijos –aclaro: yo sólo superviso- , supone un examen de larga duración para la paciencia paterna. El álbum llega a casa regalado con un periódico a mediados de agosto y, debido a los movimientos entre los equipos, los últimos cromos no se imprimen antes de finales de octubre. Al menos pasamos tres meses entre sobres, repes, bajas, “colocas” y fichajes. Aunque hay un truco para acortar los plazos: el mercadillo.

Tres veces he acudido este otoño con mis hijos a la Plaza de Quintana, en Madrid. Lo hicimos, en primer lugar, para cambiar con otros niños. Y conseguimos un buen puñado de jugadores, 20 ó 30. Luego, por simple avaricia o espíritu práctico, les ofrecí gastar su paga semanal de 1 euro (no más chuches, por favor) comprando en los tenderetes más cromos de a 10 céntimos. Me negué a adquirir los caros aludiendo a dos principios ¿complementarios?, ¿quizá contradictorios?: “no todo se consigue con dinero” y “tranquilos, puedo lograrlo más barato”. En todo caso, invertimos sobre seguro y no incrementamos el enojoso montón de los repetidos.

La última ocasión, hace casi un mes, teníamos un objetivo ambicioso: quedarnos a falta de 40 o menos unidades (obviamente, las difíciles) para pedirlas a la editorial y acabar con este engorroso asunto. En la plaza ya había pocos niños y un doceañero, avezado aprendiz de negociante, ofrecía por los corrillos sus servicios de mediación para adquirir algunos “fichajes” y “colocas” a cantidades asequibles. Los padres, lo presiento, andábamos ya entre aburridos y desesperados. Un progenitor con dos churumbeles menores de 4 años despreció nuestros generosos ofrecimientos de intercambio desinteresado e insistió en pagarnos 15 repetidos que no tenía. Contra todos los principios, mis hijos y yo nos encontramos con 1,5 euros en la mano que rápidamente gastamos en un tenderete.

Entre trueques y compras, regresamos a casa satisfechos por el éxito de nuestra estrategia. Editorial Panini hará el resto (a 0,15, como digo, por cada jugador más gastos de envío). Pero desde entonces me asaltan inquietantes tentaciones. ¿Y si esas decenas de cromos repetidos que andan tirados por casa realmente valen un puñado de euros? ¿Y si los ofrezco a 5 céntimos, hundiré el mercado callejero? ¿Y si hago varios pedidos, con nombres distintos, de unidades difíciles para venderlas luego a 1 euro, qué beneficio puedo obtener? ¿Y si me endeudo, avalado por el valor de mi cartera de “fichajes” y “colocas”, para hacer crecer el negocio? Esta semana Irlanda se ha convertido en el segundo país europeo que, tras años de burbuja, necesita un rescate. Los mercados acosan a España y, lo que es más angustioso, nosotros no hemos recibido aún la ansiada estampita del esforzado Duscher.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Palabras huecas, elocuentes silencios

Nueve días han pasado desde que Marruecos desmanteló por la fuerza el campamento de Agdaym Izik, en las cercanías de El Aiún. Y ni los enfrentamientos, ni los saqueos, ni siquiera las denuncias e intoxicaciones han conseguido acallar el espectral silencio que sepulta la causa saharaui. En medio de una inactividad culposa, apenas se han escuchado en la comunidad internacional palabras equívocas de rechazo genérico a la violencia. Un lamento a media voz, esgrimido desde Madrid hasta Washington, que elude cuidadosamente cualquier condena a Marruecos. Y una realidad evidente: a nadie le interesa otro Estado fallido en el Norte de África.

Este silencio internacional se ha construido sobre una falacia. “Tenemos que conocer los hechos y no las opiniones”, reitera un día tras otro nuestra ministra de Asuntos Exteriores. Desde el desalojo no ha logrado que, precisamente con ese fin, Rabat
haya admitido la presencia en el Sáhara de periodistas españoles. Peor aún, en este tiempo las únicas palabras meridianamente claras han sido los ataques y acusaciones de tergiversación formuladas por los mandatarios marroquíes contra la Prensa de nuestro país. Una visión que Trinidad Jiménez, según repite sin alzar la voz, no comparte. Gracias por la confianza.

Explicaciones vacías también las de Alfredo Pérez Rubalcaba, asegurando que Rabat ofrecerá todos los datos necesarios acerca de la sospechosa muerte en los enfrentamientos de un ciudadano español. Faltaría más. Tras entrevistarse con el ministro marroquí del Interior, el vicepresidente ha aventurado que un reducido grupo de informadores podría ser pronto admitido en visita colectiva y guiada al Sáhara. A buenas horas. Después de la reunión, ambos han comparecido por separado. Discrepar de Cherkaoui en público podía significar, sin duda, un momento incómodo; coincidir con él, un riesgo inasumible.

Sorprendido por la tormenta en el desierto, cercado entre el desencanto de la izquierda y las aceradas críticas de la oposición, el Gobierno se mantiene de perfil, señalando los valiosos intereses que justifican unas relaciones bilaterales sin sobresaltos. Una opción nada ética, poco estética, aparentemente práctica, pero que no incluye ninguna garantía de reciprocidad, como prueba la constante invocación por Marruecos de la soberanía de Ceuta y Melilla.

¿Y los derechos humanos? ¿Y el futuro estatus de la antigua colonia española? ¿Dónde quedan? ¿A quién le importan? Si el ejecutivo de Zapatero no ha sido capaz de respaldar con firmeza a los periodistas españoles, de haber obtenido ya datos concluyentes sobre la muerte de uno de sus ciudadanos, resulta improbable que preste atención a la suerte de los saharauis, olvidados desde hace 35 años. Mohamed VI, confiado en los silencios ajenos, se ha pronunciado. Muchos, también en Madrid, sin dejar de hablar, callan.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Todo por la pasta

Noviembre. Puente de Todos los Santos. Tiempo de cementerios. Y de renteros. Mi abuelo Alejandro fue, veinticuatro horas cada día, médico de pueblo. Mi abuela Pilar, doña Pi, terrateniente, según la broma familiar. Había arrendado algunas parcelas heredadas en la provincia de Segovia y, todos los años, cuando ya se había recogido la cosecha, pasaba a cobrar la renta. Fui con ella muchas veces, primero como acompañante, después como chofer, las últimas incluso con derecho a opinar.

En la carrera de Geografía e Historia había estudiado el reparto desigual de la tierra, el éxodo rural y hasta las expropiaciones forzosas de la Segunda República. Pero, al mismo tiempo, me veía ejerciendo –por 5.000 pesetas- de incómodo aprendiz de recaudador. Los reparos disminuyeron al conocer la reducida cuantía de la renta y desaparecieron el día que, trabajando como becario en la redacción de Deportes de Canal Plus, comprobé que nuestros arrendatarios estaban abonados a esa misma cadena de pago que yo era incapaz de costear para mi piso compartido en Madrid.

El estilo castellano imprimía un desarrollo austero y ritual a la visita. Comenzaba con el repaso por ambas partes de los acontecimientos familiares, con mención especial a las desgracias y los testimonios sentidos, sinceros, de condolencia (“cuánto le echamos de menos…)”. Tras degustar una pasta empiñonada cortésmente ofrecida por los renteros, la obligada pegunta por las nuevas generaciones concluía con una breve reflexión: “cómo pasa el tiempo”. En total, unos quince minutos de existencialismo y algún nudo en la garganta, casi siempre por el tentempié.

Pausa. Vaso de agua y silencio espeso. Hasta que la palabra convenida daba paso al capítulo económico. “Bueno…”. Los escarceos iniciales concluían en tablas. “¿La concentración parcelaria…?” “Va muy despacio”. “No os quejaréis de la cosecha de este año…” Los agricultores recordaban que el aumento del volumen había venido acompañado de la contención de precios. Doña Pi replicaba aludiendo a los carísimos alimentos del supermercado. “Pues a nosotros solo nos lo pagan a… “. Luego, todos a una, también yo –que una vez recogí patatas para pagarme una fiesta-, echábamos la culpa a los intermediarios, esos aprovechados. Quince segundos de alto el fuego.

Nuevo silencio, carraspeo empiñonado, tensión dramática. “Entonces, ¿qué…?” Amagos de esgrima. “Usted dirá…”. “No, di tú cuánto…” Fijación de posiciones. Y al ataque. “Yo creo que este año… ” “Pero es mucho…” “El año pasado no subimos y prometisteis que…” “Si en casa no tengo más que…” “Anda, que siempre decís lo mismo…”. Y así, peseta a peseta, euro a euro a partir del 2000, hasta llegar en cinco minutos a una cantidad aceptable para todos que era satisfecha a tocateja e inmediatamente guardada en el bolso mi abuela. Sonrisas forzadas, firma de recibo, fin de la batalla sin muertos ni heridos graves. Tregua hasta el año siguiente. “¿Quieren otra pasta?”. “No, gracias, pero otro vaso de agua…” (todavía con restos entre los dientes). “¿Mejor una copita de anís?” Mi abuela respondía rápida por mí. “No, que es el chofer”. La mirada escrutadora de los demás, tratándome como a un niño problema. “Anda, pide a Doña Pilar que te suba la propina…”

Hubo una época en que los descendientes treintañeros contemplábamos divertidos, sin inmiscuirnos, el tira y afloja entre las respectivas cabezas de familia. Ellas se conocían de décadas, dominaban los códigos de la negociación. Varias veces sugerí facilitar el procedimiento aplicando el IPC y pagando mediante transferencia. Nada que hacer, ni una concesión a la modernidad. Las mayores preferían su anual cara a cara.

Un año, la arrendataria insistió en enseñarnos el caballo que estaba criando su marido. El potro nos recibió brincando, resoplando y en evidente estado de erección. “Pues si que está hermoso, sí”, apuntó mi abuela sin descomponer el gesto mientras yo trataba de ahogar una risotada. En otra ocasión, nos obsequiaron con un conejo. Me lo entregaron vivo, atado por las patas, sin libro de instrucciones. “Luego lo matas en casa, ¿sabes cómo se hace?... ” Doña Pi, que dominaba la técnica del cate en la nuca, guardó silencio. Y yo debí esbozar una sonrisa de indisimulable estupidez, porque en cinco minutos trajeron al animal desolladito. “Como no te veía con muchas ganas…” Casi siempre la renta se completaba con un saco de patatas que cargábamos esforzadamente en el maletero. “No sé cómo lo voy a bajar cuando lleguemos a casa…”, comenté una vez antes de la despedida. Les debí parecer enclenque. “¿Quieres otra pasta?, ” Dudé, quizá el empiñonado tuviera superpoderes. Tragué saliva. “No, de verdad, gracias…” . Señoritos de ciudad….

sábado, 30 de octubre de 2010

El Rey burlón

El 3 de julio de 1976, dos días después de la dimisión de Arias Navarro, el Rey llamó a Adolfo Suárez al Palacio de la Zarzuela. Franco había muerto meses atrás, pero España se encontraba todavía atenazada entre el autoritarismo inmovilista de cuarenta años y el miedo a que la ruptura abrupta hacia la democracia diera paso a otro baño de sangre. Cuando aquella tarde de sábado, de maniobras en el alambre, Suárez entró por fin al despacho de don Juan Carlos, no vio a nadie. El joven político se quedó desconcertado unos segundos, hasta que el Jefe del Estado apareció a sus espaldas, saliendo de su escondite detrás de la puerta, para pedirle que asumiera la presidencia del gobierno. No consta que el monarca dijera “cú-cú”, pero la anécdota aporta un seductor toque humano a un instante trascendental para la transición.

Esta escena, inverosímil si no hubiera sido relatada posteriormente por Suárez, aparece recogida en las crónicas políticas sobre la época. Pero ¿cómo representarla en una película sin caer en el ridículo? La realidad y la ficción pueden coquetear y a veces conjugarse por sí mismas de forma caprichosa y casi absurda, pero no siempre resisten la mezcla en el crisol de la creación literaria y cinematográfica. Incluso en ocasiones -¿verdad, Sánchez Dragó?- son prostituidas como mera excusa tramposa para aventar un escándalo eludiendo las responsabilidades.

Hace una década, Javier Cercas recuperó el interés de nuestras letras por la Guerra Civil con “Soldados de Salamina”. El autor enhebraba de forma admirable un episodio contrastado de las postrimerías de la contienda con el relato de su propia frustración, retratándose como un escritor novel que no persigue sin éxito la obra soñada. Su original mirada convirtió dos historias reales en una elogiada ficción. Las críticas más puristas, que también las hubo, se centraron precisamente en su decisión consciente de insinuar que saltaba la frontera entre lo real y lo imaginado. Pero los enredos de la vida le hicieron un guiño a Cercas. El personaje esencial para enlazar las dos historias de su libro era Roberto Bolaño, hoy aclamado de forma póstuma por haber convertido los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez en epicentro del esplendor narrativo de esa gran aventura inconclusa que supone “2666”.

Cercas fue reincidente. En el experimento y en el éxito. Hace dos años publicó “Anatomía de un instante”, que aúna el escrutinio del periodista con la intención del escritor. Como es sabido, el autor detiene y rebobina la secuencia en imágenes del golpe de estado del 23-F para reconstruir la actuación de sus principales protagonistas. Aunque en esta ocasión, quizá por la extrema delicadeza que exige el manejo de materiales y personajes vivos, el escritor extremeño se mostró exquisito a la hora de aclarar hasta dónde llegaban los hechos comprobados, dónde comenzaban las conjeturas y cuál era su interpretación personal. Con todo, Cercas no escatimaba críticas, bien fundadas, al Rey ni a Suárez. Se manchó las manos con el barro de la realidad, pero elevó sobre ella una mirada distinta y honesta.

Esta semana, Telecinco ha emitido “Felipe y Letizia”, una serie de dos capítulos acerca del romance entre el Prícipe de Asturias y su esposa. Todo un reto porque, al igual que en la última obra de Cercas, los protagonistas son reales, en este caso muy reales, los hechos, suficientemente conocidos, y además el desenlace no admite variaciones. El problema es que la voluntad de verosimilitud, de limitarse a ilustrar los hitos de esta historia ha acabado sepultando la mirada del creador.

Edificar la ficción sobre los cimientos de la realidad resulta ya difícil sobre el papel, pero la potencia descriptiva de la imagen significa una amenaza añadida para la credibilidad. Cuando los actores no se parecen a las personas que interpretan, nos defraudan; cuando consiguen componer el personaje, corren el riesgo atarse a él, cayendo en la imitación. Y sin una relectura creativa, sin nuevas revelaciones, los matices conocidos se reducen a brochazos. Para nuestro disfrute, hemos visto al Rey de España (Juanjo Puigcorbé) desayunando en chándal gris. A ratos distante, otros contrariado, también solemne. Demasiado en su sitio.

La trampa final radica en que no parece haber ficción creíble sin diálogos. Descartada la posibilidad de arriesgar o de inventar, el guión se desangra en conversaciones quizá posibles y sin duda sorprendentes. Don Juan Carlos, campechano y socarrón, va sembrando sentencias que oscilan entre lo cósmico (“tenemos muchos problemas: Irak, Afganistán, el cambio climático…), lo cómico (“lo bueno de este oficio es que en el fútbol vas al palco”) y hasta lo tópico (“Sofía, qué testaruda eres; si fueras española, serías aragonesa”). Si la acción se hubiera situado junto a Suárez en aquel momento fundacional de la democracia, nuestro monarca de ficción sin duda habría dicho “cú-cú”.

sábado, 23 de octubre de 2010

¿El Gobierno de la remontada?

Buscaba Zapatero un gobierno que comunique mejor. Puestos a pedir, sería preferible que gobernara mejor. Lo básico, le guste o no, ya lo hemos entendido, aunque no acabemos de comprenderlo. Él no es culpable de la crisis económica internacional, pero sí de la evidente falta de reacción que ha situado el paro en cifras de récord mundial. Como el diálogo social acabó en silencio, el ejecutivo recortó los derechos laborales para animar a los empresarios. También metió tijera a los que tenía a mano, funcionarios y pensionistas. Así que básicamente tendrá que convencernos de que no le quedaba otro remedio, de que, por el bien de todos, escogió el mal menor.

Ante los micrófonos, el presidente ha colocado a su galáctico de la dialéctica: Alfredo Pérez Rubalcaba. Veterano de batallitas felipistas, idea rápida y verbo afilado, repetirá, insistirá hasta grabarnos a fuego su mantra: “¿qué hace el PP?”. El ministro del Interior encarna también un deseo secreto de Zapatero. Con años de retraso, su frustrado diálogo con ETA parece haber dado fruto. De las esperanzas sembradas entonces, con la implicación del PNV, ha crecido la todavía insuficiente contestación interna a la banda terrorista. Ahora, ante la falta de alegrías económicas, el presidente puede sentir la tentación de precipitarse en una negociación que le catapulte en las urnas. Sería un error: el tiempo juega contra los asesinos.

Para suerte de los periodistas, tendremos Rubalcaba por partida triple. Ya lo vimos el jueves en su toma de posesión como vicepresidente y portavoz. Recibió las carteras junto a su alter ego, el ministro de la Presidencia, el dialogante Jáuregui, y delante de su propio retrato, recuerdo de su último paso, hace década y media, por Moncloa. Curioso, tiene pasado y no le pesa.

Trinidad Jiménez, otra estrella ascendente, también exhibe superpoderes. El jueves despidió a Moratinos, tomo posesión de la cartera de Asuntos Exteriores y, sin despeinarse ni dejar de sonreír, se desplazó a supervelocidad al Ministerio de Sanidad para dar el relevo a Leire Pajín. Ese sprint por Madrid simboliza su propia carrera en los últimos diez años. Buena imagen, capacidad de gestión, superresistencia y supertalante para afrontar encargos envenenados. Hace un par de semanas, Tomás de Parla le atizó con la kriptonita, ahora Zapatero ha acudido a rescatarle.

Valeriano Gómez goza, mejor todavía, del don de la ubicuidad. Por un lado, aportó informes para la elaboración de la reforma laboral. Por otro, como miembro de UGT, participó el 29-S, sin quitarse el traje, en la manifestación de los sindicatos contra esa legislación. En los próximos meses tratará de inspirar y tutelar la reforma de las pensiones: básicamente consiste en elegir si trabajar más tiempo o bien recortar nuestras prestaciones. De él se espera que busque el consenso y hasta que lo consiga. Cintura, es evidente, no le falta.

Otro giro oportuno, en este caso desde la izquierda desunida de Anguita que hacía la pinza a González, ha llevado a Rosa Aguilar al departamento tres-en-uno de Medio Ambiente, Rural y Marino. La ex alcaldesa de Córdoba salió de IU al integrarse en el ejecutivo andaluz y, pese al nuevo ascenso, no se plantea ingresar en el PSOE. Para qué, de independiente tampoco le va tan mal. El viernes, con absoluto sentido de la normalidad, aseguró que no llevaba la cartera al Consejo de Ministros porque pesa mucho. Ella sabrá, con tanto viaje…

Como el Gobierno de las reformas y sus cuentas austeras imponían algún recorte, aunque fuera cosmético, Zapatero ha amontonado en un ministerio las competencias de Sanidad, Políticas Sociales e Igualdad. Al frente, Leire Pajín, cuya cualidad más reconocida es tan valiosa como efímera: la juventud. Esperemos que no aplique perspectivas de género a la enfermedad, aunque a algunos la mera mención de la paridad y de mujeres con poder ya les ha puesto malos. Señor León: suspendido en Igualdad y Ciudadanía, don Mariano decidirá –Dios mediante y con mucha calma- si puede presentarse en mayo.

El presidente ilusionista vaticinó tres días antes de la remodelación que en año y medio el PSOE podía dar la vuelta a las encuestas. En la cúpula del PP, por el contrario, tienen la convicción de que sólo ellos pueden perder los comicios. Parece complicado, pero para el impávido Rajoy no hay nada imposible.

sábado, 16 de octubre de 2010

¡¡¡Viva Chile, mierda!!!

No me gustan los uniformes militares. Especialmente el de la Armada que, por un sorteo inmisericorde con mis raíces castellanas, lucí durante 9 meses. A Frank Sinatra, suelen decir las chicas, el traje de marinerito le sentaba fenomenal; a mí, bastante peor: parecía un champiñón, hasta mi abuela Pilar lo reconoció. (Creo haber destruido todas las fotos). Nunca me han gustado las armas, los desfiles siempre me dejaron frío. Lo malo de no ser suficientemente canijo es haber hecho la mili; lo bueno, que siempre marchaba al final del pelotón.

El martes llevé a mi hijo Santiago a la celebración de la Fiesta Nacional. Lo hice sin apriorismos ideológicos, prefiero que, poco a poco, vea de todo. Como a tantos niños, le atraen los caballos, los tanques, los camiones y los aviones de guerra. Pero él no era, ni con mucho, el más entusiasta. La señora mayor que amablemente le situó junto a las vallas se esmeraba en animar a todos los participantes. “¡Viva la Guardia Civil, los más guapos…!”, “¡Viva la Legión, los más guapos…!”, “Viva los marineros, los más guapos…!” A mí, más que guapos, me resultaban bien parecidos. Idénticos: casi diría que pasaban y volvían a pasar los mismos, pero con distinto uniforme. Todo sea por recortar gastos.

Estábamos situados al inicio del recorrido, lejos de la tribuna. Rodeados por familias enteras, pertrechados algunos padres con escalerilla, los pequeños ondeando su banderita rojigualda. Jóvenes de cráneo rasurado, patillas afiladas y gafas Ray-Ban. Ni rastas ni pantalones cagaos, quizá menos inmigrantes que otros años. Cerca de nosotros, un oficial vestido de gala se cuadró entre el gentío y permaneció, impertérrito y bizarro, en posición de saludo, durante la interpretación del himno. Desistí de hacerle una foto, temí que la interpretara como una burla.

Esperamos aburridos media hora, mientras el acto se desarrollaba frente a las autoridades. De vez en cuando, un grito intentaba calentar el ambiente: “¡Zapatero, dimisión!”. Invariablemente el eco de varias gargantas lo coreaba cuatro o cinco veces, hasta que languidecía entre las sonrisas cómplices y algo incómodas del público. Yo estaba en alerta, aguardando a que Santiago disparara una pregunta inoportuna. “Papá, ¿qué gritan?, ¿no les gusta Zapatero?, ¿qué significa dimisión?”. El interrogatorio se produjo tres días después. “Hijo, hay gente a quien le gusta Zapatero y otra mucha a la que no”. “¿Y por qué?” “Porque, como todos, hace cosas bien y otras mal”. Contesté a la gallega, sin querer emponzoñarle con nuestras fobias de adultos, sintiendo ya en mis pies las llamas eternas del infierno de los relativistas.

Desde nuestro sitio, no presenciamos los abucheos en el homenaje a los caídos por España. Ahí sí me mojo: fueron bochornosos. Los símbolos (el himno, la bandera, las coronas de flores, incluso las autoridades en los actos institucionales) merecen, como el propio desfile, un silencio respetuoso. Por simple educación, sin necesidad de protocolos ni de renunciar al espíritu crítico. Porque, al final, los gritos y pitidos del “tea party” patrio oscurecieron la parada militar, seguida con esporádicos “Viva España” y más simpatía que entusiasmo.

El auténtico sentimiento nacional se me apareció de noche, con el tanto de Llorente a Escocia, la enésima victoria de una selección que, a fuerza de convicciones, ha desinhibido nuestros complejos colectivos. El miércoles, al amanecer, el orgullo me atrapó por las tripas. Ascendió desde el fondo de una remota mina en el desierto de Atacama y se desbocó gracias a un milagroso rescate. ¡¡¡Viva Chile, mierda!!! En ese país desgarrado anteayer por una dictadura, el presidente de derechas y el líder de los mineros sepultados por las lamentables condiciones laborales se dieron un abrazo y entonaron el himno a viva voz. Sin desfiles, uniformes ni abucheos. Es cierto, estaban viviendo una circunstancia excepcional. Pero vaya lección de unidad.

sábado, 9 de octubre de 2010

Nobel a la gran novela

El jueves se presentaba soso. Las noticias parecían arrastradas por el lodo tóxico del día anterior: el entrenamiento de etarras en Venezuela, las dudas sobre la recuperación económica, la problemática reforma de las pensiones. Qué aburrimiento. A la una se fallaba el Nobel de Literatura. El jefe de la sección de Cultura, Luis Felipe Torrente, ya había conseguido el teléfono de la traductora de ese autor africano al que iban a galardonar. Una cámara aguardaba cerca de las grandes librerías de Madrid para grabar, en algún estante recóndito, las obras del escritor recién elevado al Olimpo literario.

Mario Vargas Llosa. Qué decir. Un reconocimiento inesperado por demasiado esperado. Una maravillosa sorpresa que rescató del tedio a los informativos y que estúpidamente me hizo sentir por un rato algo menos ignorante. Me encanta leer, acostumbro a ojear los suplementos literarios, pero nunca había oído hablar de alguno de los escritores premiados en los últimos años. Y no lo digo con petulancia ni afán de epatar, sino como reconocimiento de mis propias limitaciones. Por una vez muchos pudimos debatir cuál era nuestra obra favorita.

Descubrí a los autores hispanoamericanos en la adolescencia. Primero a García Márquez y a su telúrico elenco de José Aurelios y Aurelianos. De ahí salté, picoteando, a Vargas Llosa, a sus visitadoras, a sus militarones. Luego a otros. Si la vida nos coloca habitualmente ante cósmicas disyuntivas –Coca Cola o Pepsi, Madrid o Barça-, la gran literatura sortea las fronteras y nos permite idolatrar a varios talentos sin temor a ser acusados de traición.

García Márquez y Vargas Llosa, antiguos amigos, exiliados en las Letras, distanciados por la vida, un orgulloso liberal y un izquierdista irredento, ahora igualados en el Nobel. ¿Por qué elegir? Dos escritores y maestros del periodismo, uno del reportaje, el otro de la opinión y de la crítica. Narradores irrepetibles que han coloreado para la fatigada Europa la sórdida realidad de las dictaduras hispanoamericanas: mariposas amarillas, espadones ensimismados, sátrapas sátiros, prostitutas alegres y también tristes.

Leo bastante, todo lo que puedo, y no doy abasto. Leo de forma desordenada y asistemática, contagiado a veces por la esclavitud del cánon, salpicado otras por los impulsos de la moda y el diluvio de las novedades. Leo de forma compulsiva cuando me atrapa una historia original, real e imaginativa, engarzada sobre el ritmo de su prosa y la sonoridad de las palabras. Leo para aprender, para sorprenderme, para disfrutar las vidas que no he vivido, pero que algunos grandes fabuladores han soñado por mí. Leo como homenaje a los noveles, a los consagrados, a los maestros, a los Nobeles.

Sí, el jueves acabó bien, incluso para el resto de los candidatos: aprenderán a no desesperar. Fue un día feliz para Luis Felipe, que pudo felicitar telefónicamente a Vargas Llosa antes de solicitarle un par de entrevistas. Enhorabuena a todos. Por la reparación de la injusticia, por la alegría del galardón a la lengua española, por la simpatía hacia un Premio Nobel que, demasiado humano, temió haber sido objeto de una broma pesada. Brillante giro argumental para la historia de una vida dedicada a la gran literatura.

domingo, 3 de octubre de 2010

Cambiar de culo, salvar el mundo (y II)

Soy periodista, me considero razonablemente de izquierdas y el 29-S fui a trabajar. A la puerta de mi empresa, un puñado de compañeros nada coercitivos invitaban cortésmente a los esquiroles, mayoritarios, a que repensáramos nuestra postura. Nadie, que yo sepa, dio marcha atrás; tampoco hubo insultos ni incidentes. El colegio -público- de los niños abrió como cualquier otro día aunque faltaron profesores. Quizá por miedo, a primera hora de la mañana había menos gente en la calle, también numerosos sitios para aparcar. Los comercios estaban abiertos y el supermercado, por una vez, vacío.

Flota en los días de huelga un sentimiento de triste desconcierto en el ambiente. Me pregunté varias veces si estaba haciendo lo correcto. No lo dudo: el abaratamiento del despido justifica la protesta. Pero ante la crisis, lo siento, lo realista es apretar el culo y, si hace falta, trabajar más. Mi abuela Pilar solía decir que yo era de buen conformar. Nunca supe si era una crítica o un terrible elogio castellano. Al abuelo Alejandro, por el contrario, le gustaba presumir de que, a los 9 años, ya era el delegado de mi clase. Lo fui varias veces más, incluso en COU, pero la Universidad, donde sólo estaban organizados los radicales, me desmovilizó. Me he hecho mayor y, al tiempo, más individualista, intentando mantener la conciencia crítica y los prejuicios alejados. Algo de alma debe quedarme, espero.

Al final, la huelga, como era previsible, triunfó sobre todo en las fábricas y allí donde la estructura laboral facilita la conciencia y la presión sindicales, donde el trabajador es un mero número, ni siquiera un nombre. Pero el problema, más que el paro del miércoles, son los parados, especialmente los que no tienen formación. No sólo se ha hundido la construcción, la industria tradicional camina hacia la extinción. Apreciamos a los mineros porque les consideramos doblemente excepcionales: por un lado, gladiadores contra su destino; por otro, prisioneros en un sector subvencionado. Quizá para eso existe el Estado, para lanzar un salvavidas donde la rentabilidad hace aguas.

El 29-S no sepultó a los sindicatos, pero evidenció su creciente distanciamiento de la sociedad. El Gobierno se apresuró a asegurar que no habrá marcha atrás en la reforma laboral. Ni se siente derrotado, ni quiso cantar victoria en la guerra de cifras. A la mañana siguiente, Cándido Méndez y María Teresa Fernández de la Vega se saludaron de forma educada al coincidir en la Cadena SER. Ambos se invitaron mutuamente a repensar sus planteamientos. Ninguno rectificó, tampoco hubo insultos ni incidentes. Flotaba en el ambiente la nostalgia de las complicidades desaparecidas.

Será difícil que recuperen la amistad con la reforma de las pensiones. El Ejecutivo ofrece diálogo, faltaría más, pero cualquier propuesta de viabilidad futura pasa por retrasar la edad de jubilación o por reducir las prestaciones. Hace ya meses que Zapatero, obligado por Europa y mirando a los mercados, cambió su rostro socialdemócrata por otro neoliberal. Sacrificó sus principios “por responsabilidad” para financiar el rescate de la economía española. Con los presupuestos casi aprobados, esta semana superó el mal trago de la huelga. Ahora, mirando a las urnas, el presidente funambulista busca un plan para salvar al PSOE del naufragio en los sondeos. Un guiño simbólico (¿el laicismo?, ¿la memoria histórica?, ¿el fin de ETA?) que le permita seducir otra vez a tantos votantes de izquierda que van a seguir en huelga mucho más allá del 29-S.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Cambiar el mundo, salvar el culo

Mi primera huelga, a los pocos meses de ingresar en la Universidad, me dejó huella. Y eso que he olvidado el motivo concreto, relacionado con la reforma de las carreras de Letras. Un día de invierno, a principios de 1987, los delegados propusieron parar, se aprobó a mano alzada y pasaron días, una semana, un mes, dos meses, tres meses… de tardes sin clases, de asambleas inacabables y disputados recuentos de manos alzadas, de sesudos análisis socioeconómicoideológicoeducativos, de órdenes del día y cuestiones de orden, de alguna manifestación callejera, de temprano entusiasmo y posterior aburrimiento, de absoluto desconcierto.

El paro concluyó cuando, allá por abril, comenzó a correrse la voz de que íbamos a perder el curso. Los alumnos de quinto, pendientes ya de su futuro laboral, consiguieron someter a votación –“la asamblea es soberana”- la continuidad de la “inmovilización”. Y triunfó el “no”. Éramos jóvenes, estudiantes, todos de Letras, muchos de izquierdas. Aunque había llegado mayo, París quedaba lejos. Volvimos a la biblioteca. Salvamos el curso.

No sé ahora, entonces en la facultad se respiraba una propensión a la huelga que sólo iba disipándose al final de la carrera. En segundo o en tercero, estuvimos a punto de desertar temporalmente porque no había calefacción en el aula. Recuerdo los pasillos espectrales del 14-D y, cómo ya en quinto, primavera del 91, no quisimos saber nada de un paro estudiantil para protestar contra el inicio de la Primera Guerra del Golfo. Estados Unidos, al frente de una coalición internacional que incluía a España, atacó a Irak como respuesta a su invasión previa de Kuwait. Entre tantos tanques y frente a semejantes tormentas de arena, ¿íbamos nosotros a cambiar el mundo?

A la Universidad, además de un impagable grupo de amigos, debo mi primer contacto con el mundo real. Yo procedía de un buen colegio privado, al que sigo agradecido, y de su microcosmos. Pero en Filosofía y Letras, conocí, pasé apuntes, trabé amistad con compañeros que de repente desaparecían porque habían entrado en alguna fábrica, iniciaban una sustitución en una oficina o marchaban a una campaña agrícola. Mataban por un aprobado, y sin embargo sacar nota era para ellos un lujo prescindible. Continúo admirando su mérito.

Han pasado veinte años y en España, con todos los respetos, hay cada vez menos obreros y más trabajadores, más mezcla de clases y menos lucha. No hace tanto, nos soñábamos acomodados, progresistas, protegidos y con vacaciones en el Caribe. Ahora tenemos miedo de quedar a la intemperie. Las movilizaciones sindicales, que tantos derechos conquistaron desde el siglo XIX, no nos ayudan a entender un futuro que se anuncia complejo e individualista.

La España democrática ha entrado en la crisis de los cuarenta. Adiós al idealismo. Desde Europa, al optimista Zapatero le rompieron los sueños, le hicieron ver las amenazas, le trazaron las reformas. No pudo negarse. Los sindicatos también se han topado, demasiado tarde, con la realidad. Ahora necesitan plantarse para sobrevivir. No se movilizaron cuando el paro se multiplicaba, no ayudaron a cambiar el mundo, ahora se juegan el culo. Como todos los trabajadores, por desgracia.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Ligeros de equipaje



No soporto las bolsas de plástico en el coche. Suelen aparecer de forma traicionera y tardía, envueltas en una sonrisa familiar, cuando creo que ya he acomodado todos los bultos. Entonces me enojo, resoplo, maldigo mi suerte. Pero acabo tirándolas a los pies del copiloto. Y pago mi debilidad. Durante el trayecto, seguro, se juntan, se retuercen, se reproducen. A la hora de descargar ya se han multiplicado, están llenas de cachivaches, incluso hay algunas rotas. ¿De dónde salieron? Quizá sea una neura de la edad o un trauma infantil, qué importa. Nunca daré marcha atrás. El equipaje cabe en la correspondiente maleta o es prescindible. Cuestión de principios, cuestión de espacio, cuestión de tiempo.

Cinco veces, cinco, he cargado hasta los topes el vehículo familiar durante las cinco semanas, cinco, del verano que ha concluido. Además de maletas varias, mochilas playeras, cuna de viaje y silla infantil de paseo, en el viaje de regreso transportábamos hacia Madrid un par de balones, cubo y pala, una caña de pescar (gentileza de Marta), un piano de juguete (qué detalle, María Luisa) y hasta un paisaje de Sicilia (herencia de Alfonso). Con pericia y picardía pudimos olvidar en el pueblo dos churros de piscina (gracias, Lola). Pero lo conseguí: ni una puñetera bolsita.

Cada familia tiene sus propios demonios. Y el de los Saiz de Apellániz es el equipaje. Siempre fuimos de coche pequeño: 127, Ritmo, Seat Ibiza. Y nosotros crecíamos (poco). Mi padre bufaba, cigarrillo en la boca, cuando nos veía aparecer con nuestras maletas para pasar agosto en Fuentecén. Llevábamos hasta el radiocasette. “Parecemos el circo Price”, decía. Pero, de milagro o por experiencia, tras la frase mágica fabricaba huecos, apilaba bultos y con el gesto todavía torcido y las ruedas delanteras a dos palmos del suelo, ponía rumbo al pueblo.

Su espíritu prudente, hay que reconocerlo, tampoco facilitaba las cosas. Porque el maletero vacío ya contenía de serie un paraguas, toalla y bañador, botas chirucas, la reglamentaria manta de cuadros, un puñado de mapas anticuados y hasta el capote y la muleta. Elementos suficientes para deslumbrar a los amigos en las noches de fiesta. Pero nada más. Porque nunca nos sorprendió una vaquilla merendando a la orilla del río. Una pena, estábamos preparados. De sobra.

“Que no falte de nada” ha sido nuestra consigna viajera. La maleta de mi hermana fue bautizada como “el hipopótamo” debido a sus desmesuradas dimensiones. Mi bolsa alargada de tenis era “el chorizo”; yo solía cargarla sobre el hombro derecho, como un caracol asimétrico. Todavía hoy, mi hermano viaja en ocasiones a lomos de una enorme mochila. Cualquier día, en un ataque de debilidad o de modernidad, se convertirá a la rueda.

Con el carnet de padre dan el de porteador. Y el de acomodador, y el de aparcacoches, y muchos más. Lo asumo con resignación. Fiel a los genes, intento transmitir el legado a mis hijos: ni un chisme de más, por favor. Luego, al enésimo intento, cierro por fin el maletero y conduzco orgulloso de mi triunfo, concentrado en la carretera, convencido de que mi obsesión geométrica les será útil en el futuro. Hasta que la líquida y escurridiza realidad me desborda. “Papá, quiero vomitar, ¿tienes una bolsa?... ”

martes, 24 de agosto de 2010

Tánatos contra Google

"España es diferente" gracias a mi tío abuelo Eustaquio. O eso aseguraba él. Le recuerdo ya mayor, sentado en su butaca, mal cubierto con una bata, y explicándome cómo en los sesenta envió a un concurso su lema para promocionar los encantos de nuestro país en el extranjero. "Luego la frasecita salió mil veces por ahí, todavía se sigue usando para muchas cosas, y nunca me han dado nada".

La anécdota siempre me hizo gracia. A él, ninguna. Casi cuarenta años después de la exitosa campaña publicitaria, Eustaquio me contó que había escrito a Manuel Fraga para quejarse de la injusticia cometida con su nunca recompensada ocurrencia. El ex ministro de Turismo (1962-1969), que entonces presidía la Xunta de Galicia, le respondió que era demasiado tarde para dar curso a su solicitud. Yo, como periodista, no puedo garantizar la veracidad de su reclamación, pero sí su genuina indignación al hablar del asunto.

No fue su única queja. Otra tarde compartió conmigo su enfado porque en la radio había escuchado que un señor de Sabadell era el único acertante de 14 en la quiniela del domingo. "Es mentira, yo también he acertado, porque siempre marco esa combinación; lo que ocurre es que mi hermana olvidó sellar el boleto". Por un momento temí un estallido de cólera contra la bendita Pilar. En absoluto. Eustaquio despachó su indolente frustración contra el afortunado, por presuntuoso, y se quedó tan ancho. Guardaba un as en la manga. "En la jornada de vuelta, pondré los mismos signos". Él sí que era diferente.

El tío Eus fue, quién lo diría, un hombre de acción. Luchó en la Guerra Civil y como oficial de la Armada navegó por medio mundo. En la madurez, un terrible accidente de automóvil le amarró a las tierras de Valladolid. Con el tiempo volvió a andar, gracias a un bastón y al cuidado de sus hermanas; también logró hacer una vida normal. Un día se encerró en casa. Echaba de menos Madrid, su fútbol y su casino militar. Decidió olvidarse del tiempo y del espacio, perdió la razón y, con barba de náufrago, se tumbó a esperar la muerte. Hace dos años y medio -"¿pero hemos pasado ya el 2.000?"- los sobrinos conseguimos rescatarle -y también a su hermana Sagra- de su lastimoso abandono.

Eustaquio Domínguez Álvarez ha muerto, bien atendido, en la madrugada del 24 de agosto. Había nacido en noviembre de 1917, más o menos cuando en la lejana Rusia los bolcheviques asaltaban los palacios del zar. Durante su existencia consciente se sucedieron la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y la caída de la Unión Soviética. "Ay, qué pronto se pasa la vida", repetía para redondear sus recuerdos. Y remataba su convicción silabeando por lo bajinis, intentando dominar el tembleque de sus manos: "qué-pron-to-se-pa-sa-la-vi-da".

Esta tarde, como estúpido homenaje, he intentado localizar en Internet los orígenes del "España es diferente" que atormentó a mi tío. No he encontrado ningún dato revelador, más allá de hipótesis o referencias genéricas. A continuación he introducido su nombre en el buscador. Nada. De repente me he interrogado por la ausencia de rastros en la Red de la mayoría de los habitantes de la era predigital. Así que, antes del entierro, le he escrito estos párrafos. Serán su modesta -y legítima- posteridad. Tánatos contra Google (y Eustaquio).

jueves, 12 de agosto de 2010

Tánatos en agosto

Mi abuela paterna Carmen murió dos veces. Después de una vida llena de achaques, en su vejez superó dos fracturas de cadera, neumonías varias y hasta la ingestión ¿accidental? de su propia medalla -cadena incluida- y la deposición posterior sin consecuencias más dañinas que los codazos y chascarrillos de los compañeros de residencia. Su aparato digestivo debía tener una resistencia sobrehumana, labrada durante años de adicción al medicamento.

En su cuesta abajo acabó ocupando la habitación más cercana al botiquín, algo así como la antesala del más allá. Las monjas instalaban en esas camas, con permiso de los familiares, a los enfermos desahuciados. Pero mi abuela, casi consumida, se resistía a saltar a la eternidad. Amablemente fue cediendo el paso a media docena de inquilinos. No le gustaría ese siniestro sistema de turnos. Es comprensible.

Un día avisaron a mi hermana de su fallecimiento. Cuando llegó afligida al geriátrico, una monja le informó de que, oh sorpresa, la buena de Carmen estaba viva: se había movido cuando iban a lavar y cubrir su cadáver. Tánatos tuvo que insistir, hasta que finalmente se la llevó en pleno verano. Fue hace 11 años. Su muerte me sorprendió en el Norte de Francia, allí le rendí homenaje dedicando a su memoria y a su sorprendente salud la contemplación de una apoteósica puesta de sol.

Una década antes, más o menos, mi abuelo materno Alejandro también había muerto dos veces. Pero peor. La primera, cuando le diagnosticaron una dolencia, en principio leve, de corazón. Le recomendaron que saliera menos, que no bebiera vino, que eliminara la sal de las comidas. Como médico de pueblo había curado casi todo durante 40 años, pero ya jubilado no pudo superar la anunciada llegada de la ancianidad. Falleció apenas un mes después, arrastrado por la tristeza. Ese día, el 4de agosto de 1989, sentí la primera pérdida de un ser cercano. Como diría Vargas Llosa, la vida empezó a joderse.

Ambos, Carmen y Alejandro, murieron en pleno verano, la estación de la plenitud. Su recuerdo me asaltó hace unos días al dar el pésame a un amigo, Luis, cuya madre falleció en los albores de agosto. Ambos comentamos cómo la muerte de nuestros mayores, aunque sea en el ocaso, nos deja doblemente vacíos: con su ausencia se va también la memoria de nuestras raíces. Es así. Un jueves cualquiera, la parca resucita, en la cama o en la playa, y nos obliga a mirar otra vez de frente a la vida, a hacernos esas preguntas que habitualmente preferimos evitar.

Otras veces son nuestros hijos quienes las plantean. El miércoles la pequeña Candela, de 5 años, disparó sin avisar. "Papá, cuando sea el año 3.000, ¿cuántos años tendrás?". Intenté ganar tiempo y no encontré salida. Así que opté por una sinceridad tramposa. "Más de mil, Candela". Me lo preguntó con una sonrisa, justo cuando cruzaba el ecuador de las vacaciones e iniciaba otra cuenta atrás, espero que menos trágica. "Algún día moriremos", decía la canción de Loquillo. Pero no os angustiéis, os lo ruego. Ya he aprendido a programar el blog.

domingo, 1 de agosto de 2010

Brindis al sol

De los toros me gusta el rito. Y también la banda sonora. El bullicio en los tendidos, la expectación ante la salida del astado, los murmullos de desaprobación – “¡presidente, está cojoooo!”-, el enojo contra el picador, los aplausos en el brindis, la impaciencia del respetable -“¡músicaaa, que habéis entrado por la cara!”-, el pasodoble que se interrumpe, el rumor cuando el animal se cuadra, el estallido de palmas o pitos que culmina la estocada. El silencio tenso, emotivo que subraya entre oles las buenas faenas.

Mi padre quiso ser torero. Derrochaba actitud, sueños, pasión. Durante años me llevó a capeas y tentaderos, de vez en cuando se animaba a dar unos pases, pero nunca consiguió contagiarme su afición a la fiesta. Lo mío era el balón. Ya de joven, preferí otros festejos. Recuerdo su cara de espanto cuando le conté que iba a correr los encierros de Roa. Era un farol. A las ocho de la mañana, después de una noche de cachondeo con poco arte y menos ritual, yo no tenía valor para acercarme a otra cosa que no fuera mi cama.

He ido a la plaza una veintena de veces. Algunas, pocas, he llegado a apreciar la magia de un instante artístico. El sol sobre el albero, las exclamaciones del diestro citando al bicho, la banda municipal. El peligro. La sangre, por supuesto. No me considero un aficionado. Como periodista me apasionaron las irrepetibles crónicas de Joaquín Vidal. Hoy sólo me interesan la integridad de Esplá, la valentía de El Cid y la quietud suicida de José Tomás. Nunca he entendido de cordobeses, Cayetanos ni Julianes. Pero hace unas semanas –perdón por citarme- comprobé divertido que otro artículo de este blog, “La cornada”, había sido enlazado a un portal taurino hispanoamericano (www.tauromaquias.com).Cosechó un merecido silencio.

Esta semana, entre sonoras ovaciones y sentidos abucheos, el Parlamento de Cataluña ha prohibido las corridas de toros en esa comunidad a partir del año 2012. Lo ha hecho a partir de una iniciativa legislativa popular que pretende imponer el respeto a los animales. El procedimiento ha sido impecable: recogida de firmas, debate en comisión, votación en pleno, en algunos casos incluso sin disciplina de partido. Una faena aseada. Vuelta al ruedo.

El proyecto ha salido adelante gracias al propio declive de la fiesta, que lleva años cayéndose como los toros mansos entre la indiferencia general. Al mismo tiempo, han ido arraigando, especialmente entre los jóvenes, los valores de la modernidad ecologista. Pero este debate excede a la comparación entre sufrimientos animales y satisfacciones humanas. Los toros son un símbolo, ese concepto tan escurridizo. Forman parte de nuestro inconsciente colectivo, nos tocan en las vísceras, lejos de la lógica y nos suscitan sentimientos contradictorios. División de opiniones.

No me gusta que se maltrate a los animales. Pero, tal vez mi padre tenía razón, en las corridas hay más, quizá el contrapunto vital entre el placer y el dolor. Es una cuestión de sensibilidad, difícil de medir, mucho más de legislar. No soy aficionado, no comparto la prohibición, tampoco la sufro como un asunto de Estado. Estoy seguro: los toros sobrevivirán si recuperan sus valores, su identidad. Otra palabra equívoca, envenenada, que nos remite a lo que somos y a lo que queremos ser. Sí, identidad. Porque, ante la próxima feria de las urnas, los animalistas han propinado la primera estocada a la fiesta “nacional” (española) junto a los escaños de sol, muy recalentados porque las autoridades “nacionales” (españolas) no supieron lidiar un morlaco manso, resabiado y astifino, de nombre “Estatut”.

miércoles, 21 de julio de 2010

Glorias circulares

Era un catalán de pura cepa. Torso musculado, frente recia y rizo indómito. Se encontró, de forma inesperada, frente a la Reina de España. Había superado embates y patadas, había achicado el bombardeo sobre el área, había marcado de cabeza sobrevolando en un acceso de furia (¡furia!) las torres alemanas. Carles Puyol, apenas tapado por una toalla blanca (¡blanca!), sufrió un repentino ataque de timidez o de pudor protocolario. Con una carrerita, la última del día, se escabulló del primer plano entre las risas de sus compañeros. Escasa vestimenta para tanta grandeza.

Cuando concluyó la semifinal contra Alemania, un magnánimo Puyol trató de consolar a los derrotados. El gigante Schweinsteiger permanecía en cuclillas, presa de obsesivas alucinaciones. A falta de balón, había intentado entretener los minutos contando el número de españoles sobre el césped. Al rato, lo dejó por imposible: se movían demasiado. Eran, además, desafiantes. En los minutos finales y con ventaja en el marcador, tres de ellos, Xavi, Iniesta y Silva, puñetero ardor pitufo, le rodearon, le presionaron y hasta le obligaron a ceder un córner.

España encontró el pasadizo a la final en una esquina. Desde su época en el Real Madrid, a Vicente del Bosque se le acusaba de no preparar las jugadas a balón parado. Sin embargo, contra Alemania y contra pronóstico, la Roja sacó ventaja en un córner ¡ensayado por el Barça! En general, toda la ofensiva española contra Alemania siguió la partitura azulgrana. Toco, me voy, recibo, me giro, oteo líneas de pase, la devuelvo y abro otro hueco. El legado Guardiola. Del Bosque, en su inteligente perfil bajo, cobijó a los artistas en el estilo que transpiran y apuntaló el once con los modélicos pretorianos del Real Madrid.

Pep le regaló el primer halago en Sudáfrica: “España es más que el Barça”. Como algunos no quisieron entenderlo (“la Roja es azulgrana” tituló Sport, frente al “Visca España”, de As), el técnico culé lo ha reiterado en su primera rueda de prensa de la temporada, citando como antecedentes de la victoria en el Mundial a la Quinta del Buitre, al Superdepor de Irureta y al Zaragoza de Víctor Fernández. “El triunfo es de todos”. Y de su fidelidad al libreto que aprendió del Cruyff entrenador.

El triunfo, en términos futbolísticos, ha sido sumar. Sumar esfuerzos y sumar también valores. Siempre el toque, pero también la determinación en la primera fase, la firmeza contra Portugal y Paraguay, el virtuosismo frente a Alemania, la resistencia contra la fiera Holanda. Un ataque impredecible asentado sobre un centro del campo sólido, una defensa consistente, un portero inspirado. Y una dirección brillante, tanto en la lectura táctica de los partidos como en la gestión de un banquillo lleno de estrellas.

Del Bosque reservó desde el primer día un hueco en el once para Iniesta, todavía renqueante. Acertó. El centrocampista, agradecido, le obsequió en la final con una invitación para el Olimpo. Ambos destilan, cada uno en su época, trienios de cantera, una modestia insultante y un espíritu tranquilo. “Si lo sé, no marco”, le espetó Andrés a Zapatero cuando, de visita en La Moncloa, tuvo que ponerse ante el micrófono. Ya había dictado cátedra en el césped, sorteando tarascadas y tirando paredes. Había marcado un gol para la Historia. Pero en el escenario esbozó dos frases de compromiso y salió corriendo entre el cachondeo general. Un catalán adoptivo, de la variante autóctona de Fuentealbilla.

Epílogo: La selección española de fútbol es campeona del mundo. Muchos pensábamos que nunca viviríamos una gesta tan emotiva. Nos equivocamos. Mi generación, tantas veces frustrada en la sempiterna cantinela del eterno candidato injustamente eliminado, no olvidará Sudáfrica. Pero el título sólo significa – casi nada- que este equipo es imbatible dando patadas al balón. No caben otras lecturas. Los virtuosos de la pelota, cada uno con su vida y sus ideas, trabajaron duro, disfrutaron juntos y vencieron. Fueron grandes, muy grandes, y muchos quisimos celebrarlo con ellos. Otros se mantuvieron al margen. Perfecto. Pero no mezclemos a los deportistas en nuestras politiquerías. Por respeto a ellos, por respeto al momento.

viernes, 2 de julio de 2010

España en el diván

“Libertad, amnistía, Estatut de Autonomía”, rezaba el clamor reivindicativo de la sociedad catalana en los confusos meses de la transición. Entre la reforma y la ruptura, soportando el terrorismo y derrotando al golpismo, la democracia fue basándose en el consenso, pero también sobre algunas incertidumbres interesadamente equívocas. A las nacionalidades históricas se les indujo a pensar que eran diferentes; a las demás se les aseguró que, por la vía lenta, llegarían a ser iguales a las primeras. Treinta años después, el Estado de las Autonomías funciona, aunque la crisis económica haya disparado las críticas al despilfarro público en representaciones inútiles, altos cargos, normativas contradictorias y coches oficiales.

Felipe González y Jordi Pujol habían forjado sus armas políticas en la lucha contra la dictadura y conocían por experiencia los inestables equilibrios sobre los que iba ganando solidez la democracia española. Uno trató de “hacer España”, el otro de “hacer Cataluña”. Defendían ideologías distintas, pero guiados por el espíritu práctico que emana del poder, centraron sus diferencias en la gestión, alejándose de debates que consideraban peligrosos.

Aznar, que no había vivido la transición, se propuso la defensa de una España sin complejos. Y aunque las circunstancias electorales le obligaron a hablar catalán en la intimidad durante cuatro años, su mensaje fue calando en las comunidades no históricas. En el año 2000, la mayoría absoluta avaló la rentabilidad del centralismo a ultranza, de su enfrentamiento frontal con unos nacionalismos que también contribuyó a exacerbar.

En este nuevo marco de tensiones, Zapatero quizá, sólo quizá, acertó al abrir desde la Moncloa una segunda oleada estatutaria inspirada por el diálogo. Pero seguro que se equivocó al no fijar previamente sus límites. La idea de alentar las competencias a la carta ha acabado degenerando, entre otras, en una batalla política por el agua de los ríos. En los últimos años, una Carta Magna estática –por las mayorías cualificadas que exige su reforma- se ve obligada a adaptar y adoptar leyes inferiores que la desbordan. No, nuestro país no se rompe, pero cada vez es más difícil de gobernar.

En el caso de Cataluña, el resto de los españoles asistimos al choque público entre la franqueza, a veces antipática, de los independentistas, y los silencios posibilistas
de los nacionalistas moderados y de parte de la izquierda. Tiene razón el PP cuando acusa al PSOE de mantener posiciones ambiguas con los nacionalismos. Pero, pese a los errores de Zapatero, es precisamente esa suma de sensibilidades distintas, desde Bono hasta Maragall, la que hace de los socialistas la fuerza más capaz para articular una España en tensión. Nos guste o no, el nacionalismo está presente en nuestra política desde finales del siglo XIX. No creo que haya que exagerar su importancia, pero ¿es posible ignorarlo?, ¿es conveniente?

Hace unos días, el Tribunal Constitucional refrendó, con relevantes recortes, la mayor parte del nuevo Estatuto de Cataluña. Y regresó el ruido partidista. “Una sentencia para la tranquilidad”, afirmó Zapatero. Para su tranquilidad, sobre todo. Tres décadas después de haber conquistado la democracia, España, también Cataluña, se tumba de nuevo en el diván. Y sin embargo se mueve.

viernes, 25 de junio de 2010

Los tenistas de la marmota

John Isner (estadounidense, 2,06 metros, número 19 del mundo) y Nicolás Mahut (francés, 1,90 metros, número 148) saltaron a la pista 18 de Wimbledon con la intención de imponer su saque. Ambos lo consiguieron. Y gracias a esa igualdad, y a su infatigable resistencia, inscribieron contra pronóstico su nombre en la historia del torneo.

Cuando estos dos tenistas casi desconocidos comenzaron el martes su intrascendente duelo de primera ronda, el Gobierno español rumiaba su soledad parlamentaria para convalidar el decreto ley sobre la reforma laboral. Mientras en el hemiciclo se debatía sobre el despido objetivo, los contratos temporales y la negociación colectiva, Isner y Mahut veían cómo los imparables saques del rival iban elevando de manera acompasada e imparable el marcador. Raquetazo tras raquetazo, se hizo de noche con empate a dos sets. Para entonces, Zapatero, acodado en las abstenciones ajenas, saboreaba una victoria pírrica que le permite de momento seguir adelante en la competición.

Isner y Mahut retomaron su encuentro el miércoles dispuestos a desempatar de una vez por todas el quinto set. Fue una jornada de importantes decisiones. Obama destituyó a su comandante militar en Afganistán, un general lenguaraz que había criticado con bajeza a sus superiores. Y Esperanza Aguirre aceptó la renuncia de su responsable de Seguridad, Sergio Gamón, presuntamente implicado en la organización del espionaje a destacados dirigentes de su partido, el PP. Ni Isner ni Mahut se inmutaron; siguieron encadenando alternativamente aces y juegos hasta que se les echó encima la noche. 47-47 en el quinto set. Por una vez con excusa, (“cariño, no te lo vas a creer”), algún aficionado llegó a tarde a cenar.

Como Bill Murray en su cansino día de la marmota, los tenistas se acostaron con la sensación de estar atrapados en el tiempo. A cientos de kilómetros, en el mundo real, fue una noche trágica. 13 jóvenes fallecieron arrollados por un tren de alta velocidad cuando cruzaban las vías de la estación de Castelldefels. El juego, también la vida, dependen a veces de algo tan estúpido, tan irracional como el azar o la fatalidad. El descuido, la impaciencia, quizá una señal inadvertida, tal vez una apreciación errónea se conjuraron para convertir una apetecible fiesta playera en luto nacional.

Ajenos a la tragedia, inmersos en su burbuja, el jueves por la mañana Isner y Mahut intentaron recomponer la fuerza de sus maltrechas piernas. Su epopeya infinita ya había saltado a las portadas. Ansiosos por recuperar el protagonismo perdido, hasta el Gobierno y el PP desafiaron años de prejuicios interesados y se atrevieron a llegar a un acuerdo para no subir la luz en julio. Seguramente estaban más desesperados que los dos deportistas.

Después de comer, los tenistas de la marmota retomaron, por tercer día consecutivo, su interminable enfrentamiento. Con idéntico ritmo. Juego para ti, juego para mi y así hasta superar las once horas de partido. Hasta que de repente, cómo pudo suceder, Isner rompió el saque de Mahut y ganó. 70-68 en el quinto set. Los espectadores que ambos habían conquistado con su titánico empeño prorrumpieron en ovaciones e incluso Obama y Medvedev se zamparon una hamburguesa a su salud. Pero el triunfo de Isner,¿o fue de Mahut?, despedazó el embrujo. En ese momento el reloj volvió a girar, también para ellos, y en tres minutos fueron eclipsados por otra noticia de alcance. Italia, vigente campeona, había sido eliminada del Mundial de fútbol. Los gladiadores regresaron entonces a la soledad. Si se echan de menos, quizá puedan apuntarse al dobles.

viernes, 18 de junio de 2010

Usar y tirar

Vivir (bien) en el Primer Mundo cuesta dinero, y es posible aunque no lo tengamos. Si no ricos, al menos hasta hace dos años nos sentíamos afortunados. Gozábamos, a crédito barato, de un coche bien equipado, de una vivienda que iba a enriquecernos y hasta de una semanita estival en un placentero “resort” caribeño. Vivíamos embelesados por el sueño legítimo y soleado de la eterna prosperidad.

Como país, llegamos a pensar que nos lo merecíamos. La democracia se había asentado, España había protagonizado décadas de fuerte crecimiento económico y aspiraba a compartir mesa con las potencias del G-7. El Estado tiraba de chequera para engrasar las relaciones con las Comunidades o para ampliar las prestaciones sociales. Y, por supuesto, triunfaba en todo el mundo nuestra manera de vivir.

Hace dos años el hechizo se rompió. Primero, en Estados Unidos. Algunas entidades constataron, antes de quebrar, que habían prestado capitales que no podían recuperar, que habían invertido en proyectos atractivos pero sin fundamento. Y llegó el miedo sin fronteras, y la restricción de los préstamos, y la parálisis de los negocios, y la caída del consumo, y el paro, y la recesión, y el déficit público, y los ajustes y… ¿dónde acabará esto?

El capitalismo, afortunadamente, se impuso hace veinte años a las delirantes dictaduras comunistas. Pero también consagró la desigualdad por el planeta y generó un torrente de migraciones imposible de controlar. Ahora, a escala nacional, sus excesos amenazan al Estado del Bienestar que cubrió las espaldas de sus trabajadores. El dinero público que salió al rescate del sistema ha agudizado el déficit de algunos países hasta cuestionar su solvencia. Llegan los recortes. Adiós a nuestra pulsera “todo incluido”.

Dos palabras destacan entre las distintas recetas para abandonar la recesión. La confianza, la perspectiva ¿razonable? de que la situación mejorará y, por tanto, es conveniente volver a invertir. Y el consumo, el deseo de que los concesionarios, los restaurantes y los hoteles vuelvan a encontrarse tan abarrotados como cuando navegábamos en la ilusión. Invertir, consumir, gastar, dar pedales para no caernos… Pero, ¿con qué dinero?

Hemos perdido la seguridad. Nada es para siempre, excepto la hipoteca. Los trabajadores, como tantos bienes de consumo, nos hemos convertido en un artículo de usar y tirar. Entre fricciones sociales y regates políticos, el Gobierno intenta sacar adelante una reforma laboral que fomente el empleo. Falta hace. Pero, curiosamente, el debate se centra en la indemnización por despido. Es como si la Iglesia, para promocionar el matrimonio, solicitara que se facilite el divorcio.

viernes, 11 de junio de 2010

En el planeta de la pelota

El pasado domingo me puse las zapatillas deportivas para bajar al parque. No es ninguna heroicidad, lo admito, pero nunca lo hago. Quizá cedí al razonable deseo de preservar el calzado más caro, probablemente sucumbí a la llamada tribal del fútbol. Da igual. Me rendí antes de presentar batalla. Porque, sea el día que sea, y aunque me proponga resistir, siempre acabo dando patadas a un balón con mis hijos.

No soy el único padre juguetón, ni siquiera el más entregado. Pero algo tiene este deporte que nos hace sudar con la camisa por fuera, que pone a botar sin pudor michelines ya cuarentones. Habilidades al margen, algo tan sencillo como patear un balón devuelve temporalmente a nuestro espíritu los sentimientos infantiles del esfuerzo, la rabia, la alegría. Adiós a los problemas. En ese rato, el planeta es como una pelota: redondo, despreocupado, perfecto.

Lo bueno del fútbol es que cualquiera, más o menos, puede jugar; lo malo es que siempre hay otro al lado que lo hace mejor. De mi paso por la Universidad recuerdo especialmente el partidillo de los sábados, una tradición que sobrevivió durante casi una década al mal tiempo, los exámenes y las desenfrenadas salidas nocturnas. No nos jugábamos nada, pero era una rivalidad casi ritual entre amigos. Las bromas acababan en el vestuario y sólo reaparecían con las cañas del aperitivo.

Al máximo nivel el fútbol se convierte, sin embargo, en cuestión trascendente, en asunto muy serio. Nos ponemos Mourinhos y, sin gracia alguna, pregonamos que sólo nos importa la victoria. Con gesto solemne y afán erudito, debatimos sobre carrileros a pie cambiado, fueras de juego posicionales, maletines negros y sobrecargas en los abductores. Desempolvamos incluso las rencillas apolilladas para añadir adrenalina, en el sillón o en la barra del bar, al enésimo partido del siglo en lo que va de año. Llegamos a olvidar que detrás del deporte de masas, del gran negocio planetario yace un juego caprichoso, a veces injusto, condicionado por el azar y los errores.

Porque el fútbol, como la vida, es imperfecto. Y también nos atrapa. Si los forofos recitan sin esfuerzo el palmarés, otros aficionados, menos puristas, preferimos la anécdota sabrosa. El “no-gol” del genial Cardeñosa (1978), el fiasco de Naranjito, y el tanto anulado a Francia, en el nuevo estadio José Zorrilla, a instancias de un jeque kuwaití que bajó al césped a protestar al árbitro (1982). La manita a Dinamarca y la mano del dios Maradona (1986), la nariz rota de Luis Enrique (1994), los sudados sobacos de Camacho y los antifaces surcoreanos (2002), el cráneo granítico de Zidane (1998) y hasta su mala cabeza (2006).

España fue durante décadas la eterna candidata sin méritos anteriores. Sinceramente, nunca creí que vería a la selección triunfar en un torneo importante. Pero lo hizo, y de la mejor manera: derrochando alegría. En la gloriosa foto con la Eurocopa, en la festiva celebración al regreso, todos pudimos darnos cuenta de que hasta los jugadores, esos semidioses millonarios ajenos a nuestras angustias, habían disfrutado como niños en el parque.

viernes, 4 de junio de 2010

La guerra perpetua de Israel

“Si quieres la paz, prepara la guerra”, reza una máxima latina de hace 2.400 años. Y aunque el sangriento siglo XX y el multilateralismo han concedido preponderancia a la diplomacia sobre los ejércitos, la intimidación sigue siendo el principio motor de los Estados que se sienten amenazados.

Israel, fundado en 1948 sobre suelo hasta entonces palestino, lleva estampado en su espíritu el estigma de los pueblos perseguidos. También, en paralelo, el temor a unos vecinos árabes hostiles, a los que ha derrotado en sucesivas guerras. De este modo, la superioridad militar se ha convertido en su garantía principal de supervivencia. Cuenta además con el desarrollo tecnológico, el aval internacional a su sistema democrático y la mala conciencia mundial por el holocausto judío.

Es comprensible. Más que en el diálogo, Israel confía en el uso de la fuerza, y lo ejerce a riesgo incluso de enfriar las relaciones con el gran aliado estadounidense. La ocupación ilegal de los territorios palestinos a partir de 1967 yace en el enquistado conflicto de Oriente Próximo, utilizado a su vez como coartada emocional para las barbaridades del terrorismo islamista. Israel y Hamás se odian, pero al mismo tiempo se necesitan y se retroalimentan. Su sangrienta espiral de atentados suicidas y represión desproporcionada roba la voz a los discursos moderados que abogan por la paz, o al menos por la negociación.

En este contexto hay que entender, nunca justificar, el violento asalto militar israelí en aguas internacionales a una flotilla humanitaria que pretendía romper el bloqueo a Gaza. El resultado, ya saben, una decena de muertos, medio centenar de heridos y la detención masiva y deportación posterior, sin cobertura legal, de los ocupantes de los barcos.

Con su desmesurada acción, el gobierno del halcón Netanyahu, pero también del antaño negociador Barak, dinamita otra vez las tibias esperanzas de reiniciar ese proceso de nunca acabar. Un proceso que la mayoría del pueblo israelí, a juzgar por los resultados electorales, siente como impuesto.

Siempre en clave interna, quizá no le interesa otra, el primer ministro Netanyahu intentó explicar el ataque apelando a una razón tan convincente para sus ciudadanos como la condenable amenaza iraní. La amenaza, el miedo, la fuerza. Ese es el mensaje. Israel siempre está listo para la guerra, nunca parece convencido de buscar la paz.

viernes, 28 de mayo de 2010

La cornada

Nada hay más íntimo, me parece, que el momento de la muerte. Y sin embargo algunos han nacido para jugarse la vida ante las indiscretas cámaras de televisión. El pasado viernes el torero Julio Aparicio sufrió una grave cogida en Las Ventas. La pavorosa imagen del cuerno perforando su mandíbula y asomando por la boca salpicó los informativos, los medios digitales y la portada de los periódicos. Con mayor o menor grado de ensañamiento en las repeticiones, entre los periodistas había consenso: era noticia.

Hace unas semanas José Tomás estuvo a punto de morir en la plaza mexicana de Aguascalientes cuando un astado le volteó por un muslo. Al ídolo de los ruedos le salvaron la determinación de sus subalternos y la pericia profesional del cirujano del coso. La noticia tuvo dimensión casi planetaria, hasta la CNN le dedicó su atención. Su percance fue más grave que el de Aparicio, pero menos explícito. Más que las imágenes de la cogida, nos conmovieron entonces los rostros desesperados que rodeaban al herido, el puño que intentaba taponar la hemorragia, las incontables manchas de sangre y sobre todo los detalles de la angustiosa operación.

Piense lo que piense cada uno sobre el futuro de la tauromaquia, ambos sucesos se produjeron en espectáculos públicos y de pago. Julio Aparicio y José Tomás son, seguro, perfectamente conscientes de los riesgos inherentes a su arte. No cabe invocar, por tanto, el derecho a la intimidad para evitar la difusión de sus cogidas. Otra cosa son los reparos que su brutalidad plantea. Pero la sensibilidad no está regulada.

Las dudas aumentan a medida que disminuye la notoriedad de los protagonistas. En los últimos Sanfermines, Daniel Jimeno, de 27 años, murió al ser corneado en el cuello durante un encierro. La cogida no se apreció durante la retransmisión, pero la noticia se confirmó enseguida. En las primeras imágenes que recibimos en CNN+, el mozo yacía en el suelo con la mirada turbadora y extraviada de los que acaban de irse. Después de un breve debate, se decidió difuminar sus ojos. Una hora y media después, las autoridades pidieron que emitiéramos los planos en los que aparecía, de lejos y todavía corriendo, para pedir a los espectadores colaboración en la identificación del fallecido. A la noticia de la muerte trágica, a la imagen impactante, les faltaba ese dato esencial.

Unos días después, otro corredor, Pello Torreblanca, de 44 años, fue enganchado por un Miura a la entrada del callejón. Ante las cámaras, el animal se ensañó con el mozo: lo empitonó, lo volteó, lo corneó en el suelo hasta dejarlo inerte, semidesnudo y extremadamente grave. Mi primera reacción fue, de nuevo, difuminar su rostro. “Si lo ha matado, le tapamos la cara”. Afortunadamente, no hizo falta. Pero la orden, inspirada quizá por el pudor, no tenía demasiado sentido. La audiencia había visto la cogida en directo, y minutos después, repetida desde todos los ángulos posibles. El único interés informativo radicaba ya en la evolución médica del moribundo.

Pello sobrevivió y dos semanas más tarde salió del hospital. Sus instantes dramáticos me suscitaron, además del impacto humano y periodístico, una reflexión inquietante. La imagen de la muerte como ese velo translúcido que un día discretamente ciega y a la vez oculta nuestra mirada.

viernes, 21 de mayo de 2010

Sobre vivir

A Andrés Callejo , lúcido aludopécico

"Hoy jueves, fiesta de la cerveza. Toma 3 y paga 2”. Después de borrar la pizarra, el camarero hunde el vaso en una pila de agua. En el chapoteo, los restos del detergente diluido en cercos, más que limpiar, disipan el aliento espeso del bebedor.

Sobre la barra, los botellines agrupados en tríos han sido despojados con saña meticulosa de sus etiquetas. Yacen pulverizadas, reducidas a virutas, mezcladas con las cáscaras de los cacahuetes y los trozos de palillos despedazados en partes iguales con pulso de relojero. Restos inanimados pero llenos de vida, envueltos lentamente en una hoja de papel de periódico que de repente se arruga, se convierte en una bola, cruza el bar a toda velocidad, choca con el respaldo de una silla y aterriza junto a la papelera. Por poco.

El diario, las hojas arrugadas, las esquinas rotas, ha quedado abierto en la página de los crucigramas. Tachones que subrayan la ignorancia o las fugas de la memoria. Caricaturas, números, letras. Las mismas letras que nos parece ver dibujadas por el humo que asciende tras independizarse del cigarrillo. Iniciales de las chicas que algún día amamos en silencio y nunca nos quisieron. Iniciales que nuestra mente transforma en las curvas rotundas de aquellas a las que quisimos y tal vez una noche tuvimos sin llegar a amarlas.

Humo que como todos los sueños se desvanece al atravesar el ambiente cargado y estrellarse contra el techo en el que se alternan fluorecentes y grietas, grietas de algún modo similares a las ojeras y patas de gallo, grietas emparentadas con las heridas que la vida deja en el rostro y a veces también en el alma. Grietas. Cicatrices. Dolor.

La mirada, que ha perdido el hilo de su propia imaginación desbordada de alcohol, tropieza al bajar con el espejo. Testigo implacable, nos recuerda lo que hace un rato, entre risas y amigos, quisimos ser; fiscal colérico, nos escupe lo que en realidad somos, a las tres de la madrugada, derrotados por el cansancio y la cerveza.

Y solos. Capitanes sin tripulación, náufragos en un barco vacío, fabricado con una servilleta de papel y bautizado con nuestro nombre, empujado al abismo de la pila, atrapado por los remolinos del líquido negruzco que se escurre dando vueltas, empapado e inerte al borde del desagüe. Viaje a la nada que acaba en el cubo de la basura.

La música cesa de golpe, dejando sin acompañamiento al canturreo del borrachuzo que sale del servicio riéndose complacido de su enésima pintada obscena, parida bajo un diluvio de cerveza que le sorprendió amarrado al mostrador. Con el altavoz se apagan también, en un final apresurado, las conversaciones vacías, absurdas y por cierto felices.

Entre el ruido de las sillas arrastradas, y el ajetreo de los platos en la cocina, una sombra lúcida salta la barra, atrapa la tiza, garabatea presurosa unas palabras y se escurre silenciosa entre la verja a medio cerrar. Pisadas sigilosas, sin calcetines, que se alejan. Las manos en los bolsillos, una sonrisa burlona y el aliento que corta la helada de febrero. Mientras, en la penumbra del garito, el dueño y los parroquianos remolones contemplan la pizarra con un gesto perplejo y divertido. “Cuando vivir era una fiesta”.

viernes, 14 de mayo de 2010

Ajuste de cuentas

Un lunes cualquiera, mientras me afeitaba, me di cuenta de lo que ya no iba a ser en la vida. Ni estrella de la NBA, ni aventurero con látigo seductor, ni siquiera prolífico narrador de epopeyas deslumbrantes. Me costó asumirlo. Pero otro día, tal vez jueves, cuando regresaba del trabajo, empecé a calcular todos los deseos que estaba a tiempo de cumplir. Y eran bastantes, o al menos suficientes. La crisis de los 40, lo llaman los expertos.

Yo, como tantos otros, dejé la juventud cuando empecé a calibrar qué ocurriría el día de mañana. El miércoles, el presidente del Gobierno envejeció de golpe una década. Con arrugas en la frente, ojeras abultadas, los labios apretados y la mirada perdida, Zapatero retornó al escaño después de rectificar y recortar cuantiosas partidas de su política social. Tras horas de aguacero dialéctico a la intemperie, de regreso a La Moncloa, se escudriñó en el espejo y, detrás de los sueños rotos, no encontró el futuro. Hay días en los que uno no está para nada.

El líder del PSOE aterrizó en el poder joven e inocente. Luchó por convertirse en pacificador -con la ley y la palabra- del País Vasco, en vertebrador de las Españas posibles, en garante de los derechos de las minorías, en escudo de los débiles, en profeta laico, en promotor de un orden internacional más equitativo. Hasta llegó a imaginar que repararía las deudas del pasado sin reabrir las heridas. En el ocaso de Blair, algunos presentaron a Zapatero como la estrella emergente de la izquierda europea.

Estos días el presidente del Gobierno no se reconoce a sí mismo. Le comprendo. Me ocurre cada otoño, cuando me pregunto quién es ese señor, con muchas canas y algún kilo de más, pero parecido a mí, que aparece retratado posando en la playa con mi familia. Hoy el campeón de la igualdad, el pródigo repartidor de regalos fiscales se descubre en los periódicos como un voraz recaudador a sueldo de los mercados, un explotador de funcionarios, maltratador de abuelitas desvalidas y azote económico de niños aún sin concebir.

Para mayor desesperación, Zapatero no comprende tampoco lo que sucede a su alrededor. La derecha critica crecida, qué esperaba, el injustificable retraso en las medidas que había exigido. La izquierda, simplemente, le repudia. Y del exterior, mejor no hablar. Un día ya lejano, el jefe del Ejecutivo aseguró que estaba convencido de que podía gobernar casi cualquiera, seguro que ahora él mismo preferiría ser otro cualquiera.

El idealismo ayudó a Zapatero a consolidarse en el poder, pero su optimismo irracional por poco nos arrastra a la quiebra. Se evaporaron los embriagadores brotes verdes: el presidente del Gobierno ha chocado esta semana de frente con la realidad. Adiós a la juventud, adiós a los sueños, es hora de hacer números, de ajustar cuentas con su vida. Pero despacito. Porque a su destino permanece todavía ligado el nuestro.

sábado, 8 de mayo de 2010

Dos tipos requetefinos

Hola don Mariano, hola don José Luis. José Luis, que ejercía de anfitrión, quiso enviar una señal amistosa y bajó a recibir a Mariano junto a la puerta del coche. Ambos se saludaron, subieron las escaleras y volvieron a posar ante las cámaras en el umbral del Palacio de la Moncloa. Los dos vestían traje azul, corbata de rayas y, por la felicidad del reencuentro o por recomendación de sus asesores, no dejaban de sonreír, supongo que a sus electores. A mí no me hicieron gracia. Resultan más naturales otros miércoles, cuando intercambian en el Congreso gruesas acusaciones que se estrellan contra el techo del hemiciclo y se disipan sin provocar graves consecuencias ambientales.

¿Pasó usted por mi casa? Por su casa yo pasé. José Luis y Mariano se conocen desde hace bastantes años, pero el roce no ha hecho el cariño. Probablemente se apreciaban más cuando no estaban obligados a discutir a diario. El dedo de Aznar y el inesperado desenlace del dedo de Felipe cruzaron sus destinos y los pusieron, para su desgracia, quizá para la nuestra, frente a frente. Ambos parecen sensatos, intentan transmitir tranquilidad pese a que están atrapados en el vértigo virtual de la inacción. No hacen mucho y, aun así, por difícil que parezca, sospecho que se equivocan con frecuencia.

Esta vez, obligado por un clamor sordo, José Luis se estiró y decidió invitar a Mariano. Ya tocaba, había pasado año y medio desde la última vez. Sus asistentes dicen que hablan a veces. No consta que se escuchen. A Mariano, la verdad, no le hacía mucha gracia la visita. Pero tenía que ir. Si hasta el tío Juan Carlos venía, desde hace meses, llamando a la unidad… Nunca lo confesará, pero el bueno de Mariano siente una morbosa atracción por La Moncloa. Así que aceptó. Y al final del encuentro, ante los periodistas, se ofreció a quedarse a vivir. Por no parecer descortés, José Luis se hizo el sueco.

¿Vio usted a mi abuela? A su abuela yo la vi. Mariano y José Luis, José Luis y Mariano, son dos personas educadas en el viejo orden de provincias. Una de las últimas veces que se citaron, mientras las cámaras les grababan en actitud de profundo y concentrado diálogo, Mariano le contó a José Luis que su abuela tenía más de 100 años, se encontraba bien y vivía en Pontevedra. José Luis pensó en hablarle de su abuelo fusilado en la Guerra Civil pero, qué cosas, no le pareció oportuno para relajar el ambiente. Prudente que es uno.

Ignoro si el miércoles se interesaron por sus antecesores, tampoco parece que se mentaran a los muertos. A juzgar por el resultado, la reunión debió desarrollarse con un clima funcionarial, más propio de comunidad de vecinos. Punto uno. “Hay que ayudar a Grecia”. Acuerdo, nos interesa. Punto dos. “Deberíamos reestructurar las cajas de ahorro, que vamos a tener un lío gordo…”. En fin, si no queda otro remedio… Pacto. Punto tres. Ruegos y preguntas. Silencio tenso.
- España es un desastre, José Luis, el paro, la recesión, el déficit…
- Ya estamos saliendo de la crisis, Mariano.
- Pero José Luis, no seas iluso…
- Mariano, ¡catastrofista, gafe, cenizo!
- Tenemos que hablar de más cosas…
- Cuando vivas aquí, me llamas, y te aconsejo, que Aznar te va a llevar a la ruina.
- Pues eso, convoca elecciones.
- No, que las pierdes…
- José Luis, destacaré que tenemos ideas opuestas, y compararé Grecia y España…
- Yo, Mariano, subrayaré el consenso. Venga, que se hace tarde y ando muy liado con Europa.
- ¿Y el resto de los asuntos: el paro, el déficit, el Tribunal Constitucional..?
- Para la próxima vez. Son demasiadas derramas….

Adiós, don Mariano. Adiós, don José Luis.

viernes, 30 de abril de 2010

Poetas de altura

“Que la vida iba en serio”, escribió Jaime Gil de Biedma y hasta ahora casi nadie ha podido desmentirlo. Apagada la juventud, sentenció el poeta, se alejan los sueños. La edad y las preocupaciones acaban reduciendo a la cordura incluso a los más disipados habitantes del Primer Mundo. En cuanto a los demás, bastante tienen con sobrevivir y evadirse. Así que a falta de aspiraciones propias, a veces depositamos nuestras esperanzas en once futbolistas que, paradójicamente, ya han resuelto su existencia con los pies.

Para muchos aficionados, para tantos entrenadores, algunos tan reputados como Capello o Mourinho, el fútbol es cuestión de vida o muerte. Embarcados en ese trágico dilema, se ven abocados a ganar o a ganar. Como sea. Por puro sentido práctico, por una cuestión de supervivencia. En su balance sólo caben la victoria o la derrota, propia o incluso ajena. La felicidad descansa en el marcador, en la clasificación, en el número.

Pep Guardiola lo ha ganado todo y sin embargo no ha perdido la sensatez. Hace unos meses, preguntado insistentemente por su renovación para la próxima temporada, aseguró que la primera preocupación de la gente es el paro. El miércoles, su lúdico Barça cayó eliminado de la Champions frente al Inter de Milán. Y muchos aficionados, más que un resultado que no fue injusto, sentimos la decepción de no haber visto a sus jugadores hilar versos por el campo. Ellos no disfrutaron; nosotros, tampoco. Pese a tanto sufrimiento, la Tierra, nuestra gran pelota, no ha dejado de girar.

A la hora del partido, mientras las audiencias millonarias permanecían concentradas frente al televisor, un hombre solo y gravemente enfermo yacía sobre la nieve a 7.600 metros de altitud, cerca de la cima del peligrosísimo Annapurna, en la cordillera del Himalaya. El último intento de rescate, en helicóptero, llegó demasiado tarde. Su cadáver permanecerá enterrado en la montaña.

Tolo Calafat pertenecía a la extraña estirpe de los himalayistas. Montañeros que, de alguna manera, viven jugando… al borde del precipicio. Dos años antes había perecido en la misma cumbre Iñaki Ochoa de Olza. Ambos murieron en circunstancias dramáticas, pero arropados por el calor de todos los compañeros y sherpas que, ajenos a cualquier sentido práctico, a cualquier instinto de supervivencia, arriesgaron hasta el límite sus propias vidas para ayudarles. No, la vida no es un juego, aunque a veces podemos elegir las reglas. “Yo no quiero que mis hijos sean abogados, lo que quiero es que sean felices”, afirmó la la madre de Iñaki Ochoa en el extraordinario reportaje que el periodista José Larraza realizó para “Informe Robinson”.

Precisamente, a finales de febrero, Pep Guardiola proyectó ese vídeo a sus jugadores para motivarles después de una derrota. El jueves por la mañana, la eliminación del Barcelona y la tragedia en el Annapurna compartían portada en algunos periódicos. Se acaba una emocionante Liga, comienza un esperadísimo Mundial. Es necesario recordarlo: el fútbol no es una cuestión de vida o muerte. Bien lo saben los poetas.

viernes, 23 de abril de 2010

Samaranch 2010

Tienen los Mundiales, especialmente los de fútbol, un sentido trascendente, casi trágico. Con la tensión al límite, la victoria desencadena el alivio colectivo, la derrota se tiñe a veces de vergüenza nacional. Nada que ver el espíritu festivo de los Juegos Olímpicos. En una celebración de la plenitud vital, miles de deportistas desfilan mostrando al mundo y a sus mamás el orgullo tan especial que sienten simplemente por estar allí.

Los Juegos comenzaron a atraparme en plena adolescencia, en el verano de 1984, cuando una generación de intrépidos baloncestistas –Corbalán, Epi, Fernando Martín…- se alzó con la plata de Los Ángeles. Las grabaciones de partidos de la NBA eran entonces un tesoro al alcance de unos pocos privilegiados. Y sin embargo, en una calurosa madrugada, pudimos ver a nuestros jugadores compitiendo con las estrellas emergentes, todavía universitarias, del basket profesional estadounidense. Sí, perdimos por paliza, pero admiramos cómo Michael Jordan emprendía el vuelo que le llevaría a reinar en el deporte mundial.

Tambien recuerdo el día en que Barcelona fue elegida sede de los Juegos del 92. Coincidió con la apertura oficial del curso universitario en Valladolid, prácticamente mi primer día de carrera. Años después, la fiesta olímpica me sorprendió ya licenciado, haciendo la mili en Madrid. Por la tarde, fuera del cuartel, la magia del deporte compensaba durante unas horas las jornadas de aburrimiento patrio. El gran subidón de Cobi tuvo lugar aquel sábado en el que la inspiración de Guardiola y Kiko se intercaló en la pantalla con el poderosísimo ataque que otorgó a Fermín Cacho la medalla de oro de los 1500. Entre todos, nos levantaron varias veces del sillón.

Viví los Juegos de Atlanta 96 en la redacción de Deportes de Canal Plus, que retransmitía parte de las competiciones. Mis primeras prácticas remuneradas como periodista no fueron deslumbrantes. Como becario, dedicaba las madrugadas a minutar las imágenes de disciplinas tan atractivas como la lucha grecorromana o el piragüismo de aguas bravas. Por fortuna, de vez en cuando, tocaba algún partido del “Dream Team”. Daba igual, lo importante era estar allí, formar parte de ese ambiente especial que flota en las redacciones. Como los auténticos deportistas, todos celebramos, otra madrugada más, hasta el amanecer, el final de la fiesta olímpica.

Supongo que nuestra memoria deportiva, al igual que nuestra vida, se va tejiendo sobre momentos singulares. Los más recientes, Phelps, Bolt y el arrogante órdago de los chicos de Gasol a la NBA en las lejanas canchas chinas. Perdimos, pero sentimos que merecimos ganar, y ya no nos pareció suficiente estar allí. Ese día nos pusimos serios, algo menos olímpicos, queríamos más gloria.

Vivo desde hace una década en Madrid, y me duelen, por mis hijos, las derrotas sucesivas de su candidatura. “Yo ya no estaré”, predijo Samaranch al pedir el voto, hace unos meses, a los miembros del COI. Murió el miércoles, a los 89 años, después de una vida dedicada con éxito a convertir el deporte olímpico en una exorbitante fiesta planetaria.