Un lunes cualquiera, mientras me afeitaba, me di cuenta de lo que ya no iba a ser en la vida. Ni estrella de la NBA, ni aventurero con látigo seductor, ni siquiera prolífico narrador de epopeyas deslumbrantes. Me costó asumirlo. Pero otro día, tal vez jueves, cuando regresaba del trabajo, empecé a calcular todos los deseos que estaba a tiempo de cumplir. Y eran bastantes, o al menos suficientes. La crisis de los 40, lo llaman los expertos.
Yo, como tantos otros, dejé la juventud cuando empecé a calibrar qué ocurriría el día de mañana. El miércoles, el presidente del Gobierno envejeció de golpe una década. Con arrugas en la frente, ojeras abultadas, los labios apretados y la mirada perdida, Zapatero retornó al escaño después de rectificar y recortar cuantiosas partidas de su política social. Tras horas de aguacero dialéctico a la intemperie, de regreso a La Moncloa, se escudriñó en el espejo y, detrás de los sueños rotos, no encontró el futuro. Hay días en los que uno no está para nada.
El líder del PSOE aterrizó en el poder joven e inocente. Luchó por convertirse en pacificador -con la ley y la palabra- del País Vasco, en vertebrador de las Españas posibles, en garante de los derechos de las minorías, en escudo de los débiles, en profeta laico, en promotor de un orden internacional más equitativo. Hasta llegó a imaginar que repararía las deudas del pasado sin reabrir las heridas. En el ocaso de Blair, algunos presentaron a Zapatero como la estrella emergente de la izquierda europea.
Estos días el presidente del Gobierno no se reconoce a sí mismo. Le comprendo. Me ocurre cada otoño, cuando me pregunto quién es ese señor, con muchas canas y algún kilo de más, pero parecido a mí, que aparece retratado posando en la playa con mi familia. Hoy el campeón de la igualdad, el pródigo repartidor de regalos fiscales se descubre en los periódicos como un voraz recaudador a sueldo de los mercados, un explotador de funcionarios, maltratador de abuelitas desvalidas y azote económico de niños aún sin concebir.
Para mayor desesperación, Zapatero no comprende tampoco lo que sucede a su alrededor. La derecha critica crecida, qué esperaba, el injustificable retraso en las medidas que había exigido. La izquierda, simplemente, le repudia. Y del exterior, mejor no hablar. Un día ya lejano, el jefe del Ejecutivo aseguró que estaba convencido de que podía gobernar casi cualquiera, seguro que ahora él mismo preferiría ser otro cualquiera.
El idealismo ayudó a Zapatero a consolidarse en el poder, pero su optimismo irracional por poco nos arrastra a la quiebra. Se evaporaron los embriagadores brotes verdes: el presidente del Gobierno ha chocado esta semana de frente con la realidad. Adiós a la juventud, adiós a los sueños, es hora de hacer números, de ajustar cuentas con su vida. Pero despacito. Porque a su destino permanece todavía ligado el nuestro.
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