La patria está en los zapatos. O en unas gastadas botas de rugby. Hace un par de décadas, los atletas del balón oval, todavía amateurs, representaban a la selección del Estado al que pertenecía el equipo donde jugaban esa temporada. Así que, al final de su carrera, algunos trotamundos habían sido internacionales sucesivamente por varios países. Su patria consistía en empujar juntos, en repartir los esfuerzos. Todavía hoy, los rugbiers con tres años de residencia pueden representar ya al país de acogida. Un trienio y otro escudo para la colección.
La patria puede ser un regalo. Nacionalización a la carta, por vía de urgencia y en despacho oficial, debido a inaplazables aspiraciones deportivas. Ocurre, hay que ver, incluso en estados donde la Policía pide los papeles en la calle a los extranjeros, donde el Gobierno amenaza con dejarles sin atención sanitaria, donde no recordamos el fichaje de ningún científico extranjero. Y a veces nos parece necesario. El palmarés importa.
La patria se resume en la camiseta y su cultura. En la del Barcelona, que agrupa en su cantera a talentosos jóvenes de numerosas nacionalidades. En la del Athletic, limitada a las emergentes estrellas vascas, aunque a efectos futbolísticos, se extienda a La Rioja natal de Llorente. También en la elástica española, empeñada desde hace cuatro años en regalarnos triunfos y festejos. El fútbol es la fábrica global de símbolos.