domingo, 30 de diciembre de 2012

Cap. XI: Año uno, empate a cero

‘No estamos donde quisiéramos estar’. Mariano, desconcertado por la sinceridad de su propia afirmación, se echó hacia atrás, miró al fondo de la sala, se tranquilizó al sentir sobre el pecho y la espalda la elástica de Casillas, ajustada bajo la camisa, la corbata y su chaqueta oscura.  Detuvo como pudo, todavía en frío, las primeras preguntas. Atornillado a la línea, fue despejando las malintencionadas menciones a los datos negativos. Contra las promesas pasadas, las realidades presentes, no-hay-que-engañarse; contra las realidades presentes, los pronósticos voluntaristas, hemos-cambiado-el-rumbo. Contra los pronósticos voluntaristas, la apelación a los valores, pido-comprensión-y-solidaridad. Y para rematar, rememorando el manualillo de Zapatero, el último condimento. Una pizquita de optimismo, coño, que somos españoles: 'Saldremos'.   

El presidente regresó a su despacho, al lugar donde sí quisiera estar, reconfortado y dispuesto a evaluar con Superlópez sus poderosos recursos persuasivos. Sobre el escritorio, la foto de Ángela Merkel, radiante y juvenil, retratada con el chándal de Mourinho. En la tele, Rubalcaba saltaba con el pie derecho sobre el alambre, retorcía la cintura enhebrando evasivas sobre las disensiones y disquisiciones del PSOE. Quizá porque el runrún de críticas internas le recordaba al desierto que dejó atrás o tal vez por practicar la alta política que predica puntualmente desde hace 37 años Su Majestad, Mariano le envió un mensaje privado de ánimo –‘Alfredo, aguanta, será mejor para todos’- antes de interrogar a su asesor de comunicación. ¿Cómo lo has visto?’ ‘Hemos salvado el empate, seguro’.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Cap. X: Prejubilados, mediopensionistas


Ahí estaban. Ubicuos hasta el hastío. Hoy en las portadas, mañana calentando las tertulias más combativas. Para mortificarles con su fructífera prejubilación. Orondo y satisfecho, uno. Afilado y apocalíptico, el otro. Felipe y Aznar. Arrugas de gurú, tono profesoral, generosas nóminas. Sus capas de superhéroe, sólo visibles para los sucesores, se habían vuelto transparentes. Galones de guerras ganadas; las derrotas, enterradas en la memoria selectiva de sus seguidores. Mariano arrojó los periódicos sobre la pila de carpetas con la etiqueta de  ‘urgente’ y escribió por Twitter un mensaje privado. ‘Alfredo, que han venido, están de nuevo aquí…’ Rubalcaba ni siquiera contestó. Una amable militante de Murcia le había amarrado del brazo al entrar en el mítin, y no paraba de recordarle lo atractivo que era cuando ejercía, con camisa rosada, como portavoz del gobierno de González.  

El pasado regresaba, grandilocuente y engorroso, para repartir nostalgia por los periódicos, para regalar desolación en las movilizaciones de una España a duras penas apuntalada. Médicos en huelga por sus pacientes, belicosos profesores de mani con los alumnos, abogados enfrentados a las tasas, jueces ansiosos por sentar cátedra contra los indultos del ministro. ‘¡Soraya, ayúdame, que atacan las clases medias…!’. Tan sobresaltado se despertó Mariano de la cabezada que, acaso por consolarse, masculló: ‘Pero estos no eran los nuestros…’ Todavía con la camiseta de Casillas y la frente sudorosa, reclamó desde la puerta del despacho la encuesta semanal, temeroso de haberse convertido para la eternidad en el indestronable líder del Partido Impopular.