martes, 27 de octubre de 2009

El Peligro Populista

"Váyase, señor González", repetía el PP. Y efectivamente se fue. En marzo de 1996. Porque lo decidieron las urnas. Que, como el cliente, siempre tienen la razón.

El Gobierno socialista, lastrado por el agotamiento de su proyecto, extenuado por la crisis económica y erosionado por sus propios escándalos, daba paso a una derecha que se retrataba europea, moderada. Moderna. Con una idea centralista de España, con nuevas prioridades en el exterior, con promesas de eficiencia empresarial.

El PSOE perdió el poder por el paro y la corrupción. Razones más que suficientes. ¿Por el GAL? No, nuestra tradición democrática no daba para tanto. A la mayoría de la población, más que la guerra sucia, le indignaba que el dinero destinado a tan noble fin fuera perdiéndose por los bolsillos de algunos responsables de la seguridad.

El adiós a Felipe González se presentó como el epílogo al pelotazo. Corrían los 90 y el estribillo se repetía cada mañana al pasar las páginas del periódico. "A los políticos lo único que les preocupa es robar". Asomaba el fantasma populista.

Han pasado trece años y medio. El Gobierno de Zapatero boquea con el agua al cuello, incapaz de liderar la respuesta a la crisis. El tsunami que hundió los beneficios del ladrillazo ha situado el paro en niveles de plusmarca continental. Y los planes modernizadores de la primera legislatura han dado paso al vacío.

Al Ejecutivo le respaldan una idea imprecisa de modernidad y cierta ética social que alimentan todavía la fe titubeante de la izquierda. Y le asiste la buena suerte. Porque las irregularidades han arraigado en la otra orilla. Donde más duele. En el entorno de aquel proyecto regenerador que encarnó Aznar. Han sorprendido al PP, además, a destiempo. Los abusos siempre son más sangrantes en medio de la crisis.

"Que dimita Zapatero por el paro", solicitó hace unos días Francisco Camps, señalando al cielo para disimular sus lamparones. "Otros también lo hacen, pero nosotros somos víctimas de una persecución", le corean semanalmente los líderes del PP. Y mientras aumentan las imputaciones, dejan caer sin pruebas esa fórmula, "escuchas ilegales", que intenta remitirnos a los usos más turbios del felipismo.

Regreso al pasado. En sentido contrario. El PP, como en su día el PSOE, cuestiona ahora a los periodistas, a los policías, a los fiscales, a los jueces, a aquellos sectores cuya integridad idolatró cuando, por suerte para todos, desenmascaraban la corrupción. Rajoy extiende la sospecha para empequeñecer las manchas. ¿Y qué hay de lo suyo? Un estruendoso silencio de meses acompañado de fondo por adjudicaciones presuntamente amañadas, dudas sobre la financiación del partido, los sobreprecios que pagamos todos…y un destino inevitable: los tribunales. En este caso, como en todos, con una exigencia: castigar ilegalidades. Con un límite: no deslegitimar ideas.

Aroma de viejos tiempos. El paro crispa las relaciones entre grupos sociales y multiplica el recelo al extranjero. Los escándalos renacen en numerosos municipios, bajo múltiples siglas, vinculados a las recalificaciones tramposas de la supuesta prosperidad. "Todos los políticos son iguales". De nuevo el viejo estribillo.

Frente a las corruptelas de cargos públicos, la estrategia populista del descrédito general practicada hasta ahora principalmente por el PP es peligrosa. Mirando atrás, ya sabemos que la aventura de Gil acabó con su cuadrilla en la cárcel y Marbella en bancarrota. Mirando a Italia, comprobamos que el remedio agravó la enfermedad.

Berlusconi llegó por primera vez al poder en 1994. Como respuesta al desencanto. Esgrimía la contundencia de sus beneficios empresariales para barrer las suciedades de la política. Quince años después, entre somatenes, blindajes y velinas, contemplamos con estupor que su gestión ha debilitado las instituciones, que sólo ha refundado sus propios negocios.

martes, 20 de octubre de 2009

El globo pinchado

La imagen en directo es instantaneidad, calor, emoción. A veces drama, como en los atentados del 11-S. A la propia brutalidad del ataque terrorista se unió el hecho de que, por primera vez en esta era global, fuimos testigos de la matanza. Al principio desconcertados, como si una escena de película hubiera escapado sin permiso de la gran pantalla. Después sobrecogidos, cuando las informaciones periodísticas nos confirmaron que, lamentablemente, todo era demasiado verdadero. Debajo de aquellas torres, y aunque no los veíamos, más de dos mil muertos perfilaban el rostro siniestro del horror.

Otras veces la televisión es desasosiego y estremecimiento. En noviembre de 1985 asaltó nuestras conciencias la agonía de la niña colombiana Omaira. La erupción del volcán Nevado del Ruiz la había dejado malherida y sepultada, pero consciente para contar, en primer plano y con serenidad conmovedora, su tragedia ante las cámaras. Junto a su resistencia también se quebró la esperanza. El rescate no llegó a tiempo.

De vez en cuando las noticias nos regalan un drama con final feliz. Hace unos meses, en enero, pudimos ver cómo los ocupantes de un avión que había amerizado sobre las aguas heladas del río Hudson salían ordenadamente de su metálico caballo de Troya para reconquistar la vida. Fue una odisea afortunada, con héroe y supervivientes. Como en los casos anteriores, parecía un episodio de ficción. Pero la realidad era tan potente y sus emociones tan auténticas que nadie se preocupó de si las cámaras estaban grabando.

Vivimos en la era televisiva de los “reality shows”. Programas que presentan como verdadero lo que en rigor es una ficción creada a partir de circunstancias reales. Da igual que los participantes se dediquen a cantar, a bailar o a marear las horas retozando en un jacuzzi. Lo fundamental es que estén sometidos a una tensión reconocible para el espectador. La realidad es, en teoría, el ingrediente principal. Pero se condimenta con aditivos y colorantes para hacerla menos monótona y más digerible. Y se sirve aliñada con una salsa que enmascara el sabor original: todos los participantes saben que están siendo grabados, escrutados, evaluados. Al final, curiosamente, esta ficción aparentemente real acaba pariendo una realidad distinta. Miles de personas se implican, con sus emociones o con su dinero, en el desenlace de estos programas cuya rentabilidad se mide en términos de beneficios. Contantes y sonantes.

Otras veces la ficción y la realidad se entrelazan y se retuercen hasta confundirnos. En abril de 1996, el actor argentino Mario Vedoya, que representaba en Madrid “La tuerta suerte de Perico Galápago”, amenazó una tarde con lanzarse al vacío desde lo alto del desaparecido Teatro Olimpia. No estaba a gran altura, no ocultaba su condición de cómico, pero su trágico gesto llamó la atención de los paseantes y desembocó en una rápida movilización de policías y sanitarios en la Plaza de Lavapiés. Al día siguiente, consciente del revuelo causado, nos contaba con cierto cinismo que él nunca había pensado en quitarse la vida y atribuía el episodio al personaje que encarnaba en la obra. Quería protestar por la crisis del arte escénico y acabó cosechando un incomparable éxito de público en su representación gratuita al aire libre.

La televisión duplica la farsa. Y la retransmisión en directo la multiplica. Porque nos creemos en primera fila y no lo estamos. Hace una semana asistimos conmocionados a la increíble aventura de un niño de Colorado que volaba a la deriva en un globo aerostático. La historia fue generando, con el paso de los minutos, una gigantesca oleada de emoción. Tanta, que los medios de comunicación, incluso con reservas, no pudimos dejar de recogerla. Al final, ya lo sabemos, el niño estaba en el desván. Nunca hubo drama. Sí sorpresa, angustia, pánico, alivio y una sensación final de engaño. Es cierto, quizá hubo engaño, pero ¡qué bien lo pasamos! La emoción, muy real, salvó a la ficción. Y todo eso conformó una noticia.

Unos días después el guión permanece abierto: la Policía va a acusar a los padres, actores aficionados, de presunto fraude. Sospecha que urdieron el montaje para promocionar un “reality show”. Y puede funcionar. Porque en el “número cero” amplificado por los informativos los protagonistas no fueron, como parecía, el chaval travieso y su atribulada familia, sino los sentimientos de los espectadores. Por cierto, ¿estamos seguros de que no nos grabaron?

martes, 13 de octubre de 2009

Con f de fútbol, con F de Félix

Santiago Saiz IV cazó un balón perdido en el centro del campo, dejó atrás al resto de los jugadores y de un derechazo batió al portero, todavía sorprendido. Fue el pasado viernes. “Marqué un gol, papá”. Su primer tanto. “Bueno, fue en propia”. El aprendiz de “Pichichi” se sentía tan contento que no podía entender a sus compañeros. “Algunos me llamaron tonto”. Le da igual. Quiere ser delantero. Tiene hambre de gol.

Santiago IV nació hace 6 años. Félix Antonio González, periodista, pintor, poeta y sobre todo amigo, murió hace 15 días. Se conocían, charlaban, les gustaba bromear. El escritor dedicó unos ripios al bebé nada más enterarse de su llegada al mundo. “Te he querido antes de abrir tu secreto, me ha nacido lo más parecido a un nieto”.

Hace meses, cuando Félix ya estaba atado a su sillón por una enfermedad pulmonar, Santiago dibujó para él un barco de piratas. Y el abuelo adoptivo lo puso en el despacho. “Ahí está tu cuadro”, le decía cuando iba a visitarle. El niño también tiene colgado en su habitación un cuadro del amigo pintor. “La Oración del astronauta”. En su planeta de ilusión, suele responder que de mayor quiere ser “futbolista o astronauta”. Quizá estaba en la Luna cuando pescó esa pelota perdida que convirtió en gol.

Todos los viernes, el pequeño deportista despistado se calza las botas multitacos y se marcha con Martín, Álvaro y Pablo a entrenar. Disfrutan como auténticas estrellas del balón y me hacen recordar mis tardes infantiles de fútbol. Fue a mediados de los 70. Cuando Santiago II, mi padre, y Félix Antonio, más hermanos que amigos, me llevaban al viejo Estadio José Zorrilla. A un sitio especial, la cabina de Prensa.

En un ambiente de puros y de coñac ellos charlaban de fútbol, de la vida. De vez en cuando, Félix me preguntaba el dorsal de algún jugador. Me hacía sentir importante mientras le buscaba las vueltas al partido. Al día siguiente escribía en el periódico una larga crónica en clave de humor, “Los tres pies del gato”, que firmaba con el seudónimo de Corebo. Yo no entendía cómo le había dado tiempo a fijarse en tantas cosas. Siempre lo pasábamos bien; alguna vez incluso disfrutamos del juego.

A Félix Antonio le gustaba el fútbol. Pero le interesaban más las personas. Con su sensibilidad de poeta, fue un exquisito contador de pequeñas historias. Cuando yo tenía 9 años, uno de los amigos del colegio, Juan Zapatero, se marchó a vivir a Madrid. Otro de los inseparables, José Pablo, nos puso de acuerdo para que, en su último recreo, Juan marcara todos los goles de nuestra clase. La historia, firmada por Félix, saltó al periódico. “Santi pasa a Zapa… y gol”. Aunque curiosamente, meses después, todos juntos, de nuevo liderados por José Pablo y con Juan casi de regreso, dejamos las clases de flauta y nos pasamos en bloque al equipo de baloncesto.

“Lo más importante es tener amigos”, suelo repetirle a Santiago IV. Él, afortunado, tuvo además tres abuelos. Dos de sangre, Santiago II, al que no llegó a conocer, y Jesús. Y uno adoptivo, Félix Antonio. Los tres eran periodistas; los tres, cada uno a su manera, soñadores de lo cercano; los tres, con un insobornable sentido del humor. Los tres han muerto. Porque la vida, como el fútbol, es así. Y aquí seguimos. Porque la pelota, como en el fútbol, nunca deja de rodar. A la espera de que la cace un niño que anda por la Luna y que, según cuenta su tripleta de divertidos cronistas, es un defensa peligrosísimo.

martes, 6 de octubre de 2009

El precio de los sueños

Sobrevivir y soñar. En estos valores se basa “Lloviendo piedras” (1993), una película de Ken Loach que describe cómo dos parados crónicos de Manchester, expulsados de la cobertura social, se enfangan en diversas chapuzas para sacar adelante a sus familias. El drama acaba de dibujarse cuando uno de ellos, sin dinero y sin mayor perspectiva que ir tirando, se endeuda para comprar un traje de Comunión a su hija.

Soñar. El pasado. Hace unos días José Luis Rodríguez Zapatero y Alberto Ruiz-Gallardón se abrazaban decepcionados en Copenhague tras sufrir una tremenda sobredosis de realidad. Pese a los deseos, a la dedicación y a las influencias, las costumbres del COI no cambian fácilmente: los Juegos de 2016 se celebrarán en Rio de Janeiro.

Sobrevivir. El presente. Mancharse las manos. Zapatero aparca su ministerio de Deportes, el que más alegrías le proporciona, y regresa a los dramas que personifican los protagonistas de Ken Loach: paro crónico, contracción del consumo, déficit creciente, recesión prologanda. Depresión.

Sobrevivir. El presente. Mancharse los pies. El alcalde de Madrid guarda las maletas, olvida una temporada sus viajes al extranjero como embajador de la candidatura y baja a las calles. Debajo de las alfombras asoman los marrones. Obras, atascos, basuras. De la gloria olímpica a esa tarea tan monótona que se llama la gestión de la vida diaria en la ciudad. Rutina.

Sobrevivir. El presente. Echar cuentas. Dos políticos, problemas comparables, una solución común. Subir impuestos. Y unas preguntas incómodas, silenciadas. ¿Podían permitirse Madrid y España los Juegos Olímpicos de 2016?, ¿quién y cómo iba a financiarlos? ... Poca gente se las hizo. Y a ninguno nos importaba la respuesta. En el país de la fiesta, si no hay dinero, al menos que corra la ilusión. Aunque tengamos que endeudarnos. Como Florentino Pérez o como los obreros de Ken Loach.

Soñar. El futuro. Las grandes competiciones son rentables, pero no necesariamente en términos económicos. Quizá en 2016 no haya favelas en Rio de Janeiro. Estarán en otra parte. Por desgracia. Y aún así, Brasil saldrá ganando. Beneficios intangibles. Y por tanto incalculables.

Soñar. El futuro. ¿Madrid 2020? ¿Por qué no? La derrota no ha disipado la ilusión. Y puede que en unos años hasta los obreros de Ken Loach curren en una ETT y puedan comprar a plazos un traje de Comunión para su hija. De segunda mano o de bajo coste. Da igual. En Copenhague hemos ganado lo más valioso: tiempo.