martes, 24 de agosto de 2010

Tánatos contra Google

"España es diferente" gracias a mi tío abuelo Eustaquio. O eso aseguraba él. Le recuerdo ya mayor, sentado en su butaca, mal cubierto con una bata, y explicándome cómo en los sesenta envió a un concurso su lema para promocionar los encantos de nuestro país en el extranjero. "Luego la frasecita salió mil veces por ahí, todavía se sigue usando para muchas cosas, y nunca me han dado nada".

La anécdota siempre me hizo gracia. A él, ninguna. Casi cuarenta años después de la exitosa campaña publicitaria, Eustaquio me contó que había escrito a Manuel Fraga para quejarse de la injusticia cometida con su nunca recompensada ocurrencia. El ex ministro de Turismo (1962-1969), que entonces presidía la Xunta de Galicia, le respondió que era demasiado tarde para dar curso a su solicitud. Yo, como periodista, no puedo garantizar la veracidad de su reclamación, pero sí su genuina indignación al hablar del asunto.

No fue su única queja. Otra tarde compartió conmigo su enfado porque en la radio había escuchado que un señor de Sabadell era el único acertante de 14 en la quiniela del domingo. "Es mentira, yo también he acertado, porque siempre marco esa combinación; lo que ocurre es que mi hermana olvidó sellar el boleto". Por un momento temí un estallido de cólera contra la bendita Pilar. En absoluto. Eustaquio despachó su indolente frustración contra el afortunado, por presuntuoso, y se quedó tan ancho. Guardaba un as en la manga. "En la jornada de vuelta, pondré los mismos signos". Él sí que era diferente.

El tío Eus fue, quién lo diría, un hombre de acción. Luchó en la Guerra Civil y como oficial de la Armada navegó por medio mundo. En la madurez, un terrible accidente de automóvil le amarró a las tierras de Valladolid. Con el tiempo volvió a andar, gracias a un bastón y al cuidado de sus hermanas; también logró hacer una vida normal. Un día se encerró en casa. Echaba de menos Madrid, su fútbol y su casino militar. Decidió olvidarse del tiempo y del espacio, perdió la razón y, con barba de náufrago, se tumbó a esperar la muerte. Hace dos años y medio -"¿pero hemos pasado ya el 2.000?"- los sobrinos conseguimos rescatarle -y también a su hermana Sagra- de su lastimoso abandono.

Eustaquio Domínguez Álvarez ha muerto, bien atendido, en la madrugada del 24 de agosto. Había nacido en noviembre de 1917, más o menos cuando en la lejana Rusia los bolcheviques asaltaban los palacios del zar. Durante su existencia consciente se sucedieron la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y la caída de la Unión Soviética. "Ay, qué pronto se pasa la vida", repetía para redondear sus recuerdos. Y remataba su convicción silabeando por lo bajinis, intentando dominar el tembleque de sus manos: "qué-pron-to-se-pa-sa-la-vi-da".

Esta tarde, como estúpido homenaje, he intentado localizar en Internet los orígenes del "España es diferente" que atormentó a mi tío. No he encontrado ningún dato revelador, más allá de hipótesis o referencias genéricas. A continuación he introducido su nombre en el buscador. Nada. De repente me he interrogado por la ausencia de rastros en la Red de la mayoría de los habitantes de la era predigital. Así que, antes del entierro, le he escrito estos párrafos. Serán su modesta -y legítima- posteridad. Tánatos contra Google (y Eustaquio).

jueves, 12 de agosto de 2010

Tánatos en agosto

Mi abuela paterna Carmen murió dos veces. Después de una vida llena de achaques, en su vejez superó dos fracturas de cadera, neumonías varias y hasta la ingestión ¿accidental? de su propia medalla -cadena incluida- y la deposición posterior sin consecuencias más dañinas que los codazos y chascarrillos de los compañeros de residencia. Su aparato digestivo debía tener una resistencia sobrehumana, labrada durante años de adicción al medicamento.

En su cuesta abajo acabó ocupando la habitación más cercana al botiquín, algo así como la antesala del más allá. Las monjas instalaban en esas camas, con permiso de los familiares, a los enfermos desahuciados. Pero mi abuela, casi consumida, se resistía a saltar a la eternidad. Amablemente fue cediendo el paso a media docena de inquilinos. No le gustaría ese siniestro sistema de turnos. Es comprensible.

Un día avisaron a mi hermana de su fallecimiento. Cuando llegó afligida al geriátrico, una monja le informó de que, oh sorpresa, la buena de Carmen estaba viva: se había movido cuando iban a lavar y cubrir su cadáver. Tánatos tuvo que insistir, hasta que finalmente se la llevó en pleno verano. Fue hace 11 años. Su muerte me sorprendió en el Norte de Francia, allí le rendí homenaje dedicando a su memoria y a su sorprendente salud la contemplación de una apoteósica puesta de sol.

Una década antes, más o menos, mi abuelo materno Alejandro también había muerto dos veces. Pero peor. La primera, cuando le diagnosticaron una dolencia, en principio leve, de corazón. Le recomendaron que saliera menos, que no bebiera vino, que eliminara la sal de las comidas. Como médico de pueblo había curado casi todo durante 40 años, pero ya jubilado no pudo superar la anunciada llegada de la ancianidad. Falleció apenas un mes después, arrastrado por la tristeza. Ese día, el 4de agosto de 1989, sentí la primera pérdida de un ser cercano. Como diría Vargas Llosa, la vida empezó a joderse.

Ambos, Carmen y Alejandro, murieron en pleno verano, la estación de la plenitud. Su recuerdo me asaltó hace unos días al dar el pésame a un amigo, Luis, cuya madre falleció en los albores de agosto. Ambos comentamos cómo la muerte de nuestros mayores, aunque sea en el ocaso, nos deja doblemente vacíos: con su ausencia se va también la memoria de nuestras raíces. Es así. Un jueves cualquiera, la parca resucita, en la cama o en la playa, y nos obliga a mirar otra vez de frente a la vida, a hacernos esas preguntas que habitualmente preferimos evitar.

Otras veces son nuestros hijos quienes las plantean. El miércoles la pequeña Candela, de 5 años, disparó sin avisar. "Papá, cuando sea el año 3.000, ¿cuántos años tendrás?". Intenté ganar tiempo y no encontré salida. Así que opté por una sinceridad tramposa. "Más de mil, Candela". Me lo preguntó con una sonrisa, justo cuando cruzaba el ecuador de las vacaciones e iniciaba otra cuenta atrás, espero que menos trágica. "Algún día moriremos", decía la canción de Loquillo. Pero no os angustiéis, os lo ruego. Ya he aprendido a programar el blog.

domingo, 1 de agosto de 2010

Brindis al sol

De los toros me gusta el rito. Y también la banda sonora. El bullicio en los tendidos, la expectación ante la salida del astado, los murmullos de desaprobación – “¡presidente, está cojoooo!”-, el enojo contra el picador, los aplausos en el brindis, la impaciencia del respetable -“¡músicaaa, que habéis entrado por la cara!”-, el pasodoble que se interrumpe, el rumor cuando el animal se cuadra, el estallido de palmas o pitos que culmina la estocada. El silencio tenso, emotivo que subraya entre oles las buenas faenas.

Mi padre quiso ser torero. Derrochaba actitud, sueños, pasión. Durante años me llevó a capeas y tentaderos, de vez en cuando se animaba a dar unos pases, pero nunca consiguió contagiarme su afición a la fiesta. Lo mío era el balón. Ya de joven, preferí otros festejos. Recuerdo su cara de espanto cuando le conté que iba a correr los encierros de Roa. Era un farol. A las ocho de la mañana, después de una noche de cachondeo con poco arte y menos ritual, yo no tenía valor para acercarme a otra cosa que no fuera mi cama.

He ido a la plaza una veintena de veces. Algunas, pocas, he llegado a apreciar la magia de un instante artístico. El sol sobre el albero, las exclamaciones del diestro citando al bicho, la banda municipal. El peligro. La sangre, por supuesto. No me considero un aficionado. Como periodista me apasionaron las irrepetibles crónicas de Joaquín Vidal. Hoy sólo me interesan la integridad de Esplá, la valentía de El Cid y la quietud suicida de José Tomás. Nunca he entendido de cordobeses, Cayetanos ni Julianes. Pero hace unas semanas –perdón por citarme- comprobé divertido que otro artículo de este blog, “La cornada”, había sido enlazado a un portal taurino hispanoamericano (www.tauromaquias.com).Cosechó un merecido silencio.

Esta semana, entre sonoras ovaciones y sentidos abucheos, el Parlamento de Cataluña ha prohibido las corridas de toros en esa comunidad a partir del año 2012. Lo ha hecho a partir de una iniciativa legislativa popular que pretende imponer el respeto a los animales. El procedimiento ha sido impecable: recogida de firmas, debate en comisión, votación en pleno, en algunos casos incluso sin disciplina de partido. Una faena aseada. Vuelta al ruedo.

El proyecto ha salido adelante gracias al propio declive de la fiesta, que lleva años cayéndose como los toros mansos entre la indiferencia general. Al mismo tiempo, han ido arraigando, especialmente entre los jóvenes, los valores de la modernidad ecologista. Pero este debate excede a la comparación entre sufrimientos animales y satisfacciones humanas. Los toros son un símbolo, ese concepto tan escurridizo. Forman parte de nuestro inconsciente colectivo, nos tocan en las vísceras, lejos de la lógica y nos suscitan sentimientos contradictorios. División de opiniones.

No me gusta que se maltrate a los animales. Pero, tal vez mi padre tenía razón, en las corridas hay más, quizá el contrapunto vital entre el placer y el dolor. Es una cuestión de sensibilidad, difícil de medir, mucho más de legislar. No soy aficionado, no comparto la prohibición, tampoco la sufro como un asunto de Estado. Estoy seguro: los toros sobrevivirán si recuperan sus valores, su identidad. Otra palabra equívoca, envenenada, que nos remite a lo que somos y a lo que queremos ser. Sí, identidad. Porque, ante la próxima feria de las urnas, los animalistas han propinado la primera estocada a la fiesta “nacional” (española) junto a los escaños de sol, muy recalentados porque las autoridades “nacionales” (españolas) no supieron lidiar un morlaco manso, resabiado y astifino, de nombre “Estatut”.