viernes, 28 de mayo de 2010

La cornada

Nada hay más íntimo, me parece, que el momento de la muerte. Y sin embargo algunos han nacido para jugarse la vida ante las indiscretas cámaras de televisión. El pasado viernes el torero Julio Aparicio sufrió una grave cogida en Las Ventas. La pavorosa imagen del cuerno perforando su mandíbula y asomando por la boca salpicó los informativos, los medios digitales y la portada de los periódicos. Con mayor o menor grado de ensañamiento en las repeticiones, entre los periodistas había consenso: era noticia.

Hace unas semanas José Tomás estuvo a punto de morir en la plaza mexicana de Aguascalientes cuando un astado le volteó por un muslo. Al ídolo de los ruedos le salvaron la determinación de sus subalternos y la pericia profesional del cirujano del coso. La noticia tuvo dimensión casi planetaria, hasta la CNN le dedicó su atención. Su percance fue más grave que el de Aparicio, pero menos explícito. Más que las imágenes de la cogida, nos conmovieron entonces los rostros desesperados que rodeaban al herido, el puño que intentaba taponar la hemorragia, las incontables manchas de sangre y sobre todo los detalles de la angustiosa operación.

Piense lo que piense cada uno sobre el futuro de la tauromaquia, ambos sucesos se produjeron en espectáculos públicos y de pago. Julio Aparicio y José Tomás son, seguro, perfectamente conscientes de los riesgos inherentes a su arte. No cabe invocar, por tanto, el derecho a la intimidad para evitar la difusión de sus cogidas. Otra cosa son los reparos que su brutalidad plantea. Pero la sensibilidad no está regulada.

Las dudas aumentan a medida que disminuye la notoriedad de los protagonistas. En los últimos Sanfermines, Daniel Jimeno, de 27 años, murió al ser corneado en el cuello durante un encierro. La cogida no se apreció durante la retransmisión, pero la noticia se confirmó enseguida. En las primeras imágenes que recibimos en CNN+, el mozo yacía en el suelo con la mirada turbadora y extraviada de los que acaban de irse. Después de un breve debate, se decidió difuminar sus ojos. Una hora y media después, las autoridades pidieron que emitiéramos los planos en los que aparecía, de lejos y todavía corriendo, para pedir a los espectadores colaboración en la identificación del fallecido. A la noticia de la muerte trágica, a la imagen impactante, les faltaba ese dato esencial.

Unos días después, otro corredor, Pello Torreblanca, de 44 años, fue enganchado por un Miura a la entrada del callejón. Ante las cámaras, el animal se ensañó con el mozo: lo empitonó, lo volteó, lo corneó en el suelo hasta dejarlo inerte, semidesnudo y extremadamente grave. Mi primera reacción fue, de nuevo, difuminar su rostro. “Si lo ha matado, le tapamos la cara”. Afortunadamente, no hizo falta. Pero la orden, inspirada quizá por el pudor, no tenía demasiado sentido. La audiencia había visto la cogida en directo, y minutos después, repetida desde todos los ángulos posibles. El único interés informativo radicaba ya en la evolución médica del moribundo.

Pello sobrevivió y dos semanas más tarde salió del hospital. Sus instantes dramáticos me suscitaron, además del impacto humano y periodístico, una reflexión inquietante. La imagen de la muerte como ese velo translúcido que un día discretamente ciega y a la vez oculta nuestra mirada.

viernes, 21 de mayo de 2010

Sobre vivir

A Andrés Callejo , lúcido aludopécico

"Hoy jueves, fiesta de la cerveza. Toma 3 y paga 2”. Después de borrar la pizarra, el camarero hunde el vaso en una pila de agua. En el chapoteo, los restos del detergente diluido en cercos, más que limpiar, disipan el aliento espeso del bebedor.

Sobre la barra, los botellines agrupados en tríos han sido despojados con saña meticulosa de sus etiquetas. Yacen pulverizadas, reducidas a virutas, mezcladas con las cáscaras de los cacahuetes y los trozos de palillos despedazados en partes iguales con pulso de relojero. Restos inanimados pero llenos de vida, envueltos lentamente en una hoja de papel de periódico que de repente se arruga, se convierte en una bola, cruza el bar a toda velocidad, choca con el respaldo de una silla y aterriza junto a la papelera. Por poco.

El diario, las hojas arrugadas, las esquinas rotas, ha quedado abierto en la página de los crucigramas. Tachones que subrayan la ignorancia o las fugas de la memoria. Caricaturas, números, letras. Las mismas letras que nos parece ver dibujadas por el humo que asciende tras independizarse del cigarrillo. Iniciales de las chicas que algún día amamos en silencio y nunca nos quisieron. Iniciales que nuestra mente transforma en las curvas rotundas de aquellas a las que quisimos y tal vez una noche tuvimos sin llegar a amarlas.

Humo que como todos los sueños se desvanece al atravesar el ambiente cargado y estrellarse contra el techo en el que se alternan fluorecentes y grietas, grietas de algún modo similares a las ojeras y patas de gallo, grietas emparentadas con las heridas que la vida deja en el rostro y a veces también en el alma. Grietas. Cicatrices. Dolor.

La mirada, que ha perdido el hilo de su propia imaginación desbordada de alcohol, tropieza al bajar con el espejo. Testigo implacable, nos recuerda lo que hace un rato, entre risas y amigos, quisimos ser; fiscal colérico, nos escupe lo que en realidad somos, a las tres de la madrugada, derrotados por el cansancio y la cerveza.

Y solos. Capitanes sin tripulación, náufragos en un barco vacío, fabricado con una servilleta de papel y bautizado con nuestro nombre, empujado al abismo de la pila, atrapado por los remolinos del líquido negruzco que se escurre dando vueltas, empapado e inerte al borde del desagüe. Viaje a la nada que acaba en el cubo de la basura.

La música cesa de golpe, dejando sin acompañamiento al canturreo del borrachuzo que sale del servicio riéndose complacido de su enésima pintada obscena, parida bajo un diluvio de cerveza que le sorprendió amarrado al mostrador. Con el altavoz se apagan también, en un final apresurado, las conversaciones vacías, absurdas y por cierto felices.

Entre el ruido de las sillas arrastradas, y el ajetreo de los platos en la cocina, una sombra lúcida salta la barra, atrapa la tiza, garabatea presurosa unas palabras y se escurre silenciosa entre la verja a medio cerrar. Pisadas sigilosas, sin calcetines, que se alejan. Las manos en los bolsillos, una sonrisa burlona y el aliento que corta la helada de febrero. Mientras, en la penumbra del garito, el dueño y los parroquianos remolones contemplan la pizarra con un gesto perplejo y divertido. “Cuando vivir era una fiesta”.

viernes, 14 de mayo de 2010

Ajuste de cuentas

Un lunes cualquiera, mientras me afeitaba, me di cuenta de lo que ya no iba a ser en la vida. Ni estrella de la NBA, ni aventurero con látigo seductor, ni siquiera prolífico narrador de epopeyas deslumbrantes. Me costó asumirlo. Pero otro día, tal vez jueves, cuando regresaba del trabajo, empecé a calcular todos los deseos que estaba a tiempo de cumplir. Y eran bastantes, o al menos suficientes. La crisis de los 40, lo llaman los expertos.

Yo, como tantos otros, dejé la juventud cuando empecé a calibrar qué ocurriría el día de mañana. El miércoles, el presidente del Gobierno envejeció de golpe una década. Con arrugas en la frente, ojeras abultadas, los labios apretados y la mirada perdida, Zapatero retornó al escaño después de rectificar y recortar cuantiosas partidas de su política social. Tras horas de aguacero dialéctico a la intemperie, de regreso a La Moncloa, se escudriñó en el espejo y, detrás de los sueños rotos, no encontró el futuro. Hay días en los que uno no está para nada.

El líder del PSOE aterrizó en el poder joven e inocente. Luchó por convertirse en pacificador -con la ley y la palabra- del País Vasco, en vertebrador de las Españas posibles, en garante de los derechos de las minorías, en escudo de los débiles, en profeta laico, en promotor de un orden internacional más equitativo. Hasta llegó a imaginar que repararía las deudas del pasado sin reabrir las heridas. En el ocaso de Blair, algunos presentaron a Zapatero como la estrella emergente de la izquierda europea.

Estos días el presidente del Gobierno no se reconoce a sí mismo. Le comprendo. Me ocurre cada otoño, cuando me pregunto quién es ese señor, con muchas canas y algún kilo de más, pero parecido a mí, que aparece retratado posando en la playa con mi familia. Hoy el campeón de la igualdad, el pródigo repartidor de regalos fiscales se descubre en los periódicos como un voraz recaudador a sueldo de los mercados, un explotador de funcionarios, maltratador de abuelitas desvalidas y azote económico de niños aún sin concebir.

Para mayor desesperación, Zapatero no comprende tampoco lo que sucede a su alrededor. La derecha critica crecida, qué esperaba, el injustificable retraso en las medidas que había exigido. La izquierda, simplemente, le repudia. Y del exterior, mejor no hablar. Un día ya lejano, el jefe del Ejecutivo aseguró que estaba convencido de que podía gobernar casi cualquiera, seguro que ahora él mismo preferiría ser otro cualquiera.

El idealismo ayudó a Zapatero a consolidarse en el poder, pero su optimismo irracional por poco nos arrastra a la quiebra. Se evaporaron los embriagadores brotes verdes: el presidente del Gobierno ha chocado esta semana de frente con la realidad. Adiós a la juventud, adiós a los sueños, es hora de hacer números, de ajustar cuentas con su vida. Pero despacito. Porque a su destino permanece todavía ligado el nuestro.

sábado, 8 de mayo de 2010

Dos tipos requetefinos

Hola don Mariano, hola don José Luis. José Luis, que ejercía de anfitrión, quiso enviar una señal amistosa y bajó a recibir a Mariano junto a la puerta del coche. Ambos se saludaron, subieron las escaleras y volvieron a posar ante las cámaras en el umbral del Palacio de la Moncloa. Los dos vestían traje azul, corbata de rayas y, por la felicidad del reencuentro o por recomendación de sus asesores, no dejaban de sonreír, supongo que a sus electores. A mí no me hicieron gracia. Resultan más naturales otros miércoles, cuando intercambian en el Congreso gruesas acusaciones que se estrellan contra el techo del hemiciclo y se disipan sin provocar graves consecuencias ambientales.

¿Pasó usted por mi casa? Por su casa yo pasé. José Luis y Mariano se conocen desde hace bastantes años, pero el roce no ha hecho el cariño. Probablemente se apreciaban más cuando no estaban obligados a discutir a diario. El dedo de Aznar y el inesperado desenlace del dedo de Felipe cruzaron sus destinos y los pusieron, para su desgracia, quizá para la nuestra, frente a frente. Ambos parecen sensatos, intentan transmitir tranquilidad pese a que están atrapados en el vértigo virtual de la inacción. No hacen mucho y, aun así, por difícil que parezca, sospecho que se equivocan con frecuencia.

Esta vez, obligado por un clamor sordo, José Luis se estiró y decidió invitar a Mariano. Ya tocaba, había pasado año y medio desde la última vez. Sus asistentes dicen que hablan a veces. No consta que se escuchen. A Mariano, la verdad, no le hacía mucha gracia la visita. Pero tenía que ir. Si hasta el tío Juan Carlos venía, desde hace meses, llamando a la unidad… Nunca lo confesará, pero el bueno de Mariano siente una morbosa atracción por La Moncloa. Así que aceptó. Y al final del encuentro, ante los periodistas, se ofreció a quedarse a vivir. Por no parecer descortés, José Luis se hizo el sueco.

¿Vio usted a mi abuela? A su abuela yo la vi. Mariano y José Luis, José Luis y Mariano, son dos personas educadas en el viejo orden de provincias. Una de las últimas veces que se citaron, mientras las cámaras les grababan en actitud de profundo y concentrado diálogo, Mariano le contó a José Luis que su abuela tenía más de 100 años, se encontraba bien y vivía en Pontevedra. José Luis pensó en hablarle de su abuelo fusilado en la Guerra Civil pero, qué cosas, no le pareció oportuno para relajar el ambiente. Prudente que es uno.

Ignoro si el miércoles se interesaron por sus antecesores, tampoco parece que se mentaran a los muertos. A juzgar por el resultado, la reunión debió desarrollarse con un clima funcionarial, más propio de comunidad de vecinos. Punto uno. “Hay que ayudar a Grecia”. Acuerdo, nos interesa. Punto dos. “Deberíamos reestructurar las cajas de ahorro, que vamos a tener un lío gordo…”. En fin, si no queda otro remedio… Pacto. Punto tres. Ruegos y preguntas. Silencio tenso.
- España es un desastre, José Luis, el paro, la recesión, el déficit…
- Ya estamos saliendo de la crisis, Mariano.
- Pero José Luis, no seas iluso…
- Mariano, ¡catastrofista, gafe, cenizo!
- Tenemos que hablar de más cosas…
- Cuando vivas aquí, me llamas, y te aconsejo, que Aznar te va a llevar a la ruina.
- Pues eso, convoca elecciones.
- No, que las pierdes…
- José Luis, destacaré que tenemos ideas opuestas, y compararé Grecia y España…
- Yo, Mariano, subrayaré el consenso. Venga, que se hace tarde y ando muy liado con Europa.
- ¿Y el resto de los asuntos: el paro, el déficit, el Tribunal Constitucional..?
- Para la próxima vez. Son demasiadas derramas….

Adiós, don Mariano. Adiós, don José Luis.