A Andrés Callejo , lúcido aludopécico
"Hoy jueves, fiesta de la cerveza. Toma 3 y paga 2”. Después de borrar la pizarra, el camarero hunde el vaso en una pila de agua. En el chapoteo, los restos del detergente diluido en cercos, más que limpiar, disipan el aliento espeso del bebedor.
Sobre la barra, los botellines agrupados en tríos han sido despojados con saña meticulosa de sus etiquetas. Yacen pulverizadas, reducidas a virutas, mezcladas con las cáscaras de los cacahuetes y los trozos de palillos despedazados en partes iguales con pulso de relojero. Restos inanimados pero llenos de vida, envueltos lentamente en una hoja de papel de periódico que de repente se arruga, se convierte en una bola, cruza el bar a toda velocidad, choca con el respaldo de una silla y aterriza junto a la papelera. Por poco.
El diario, las hojas arrugadas, las esquinas rotas, ha quedado abierto en la página de los crucigramas. Tachones que subrayan la ignorancia o las fugas de la memoria. Caricaturas, números, letras. Las mismas letras que nos parece ver dibujadas por el humo que asciende tras independizarse del cigarrillo. Iniciales de las chicas que algún día amamos en silencio y nunca nos quisieron. Iniciales que nuestra mente transforma en las curvas rotundas de aquellas a las que quisimos y tal vez una noche tuvimos sin llegar a amarlas.
Humo que como todos los sueños se desvanece al atravesar el ambiente cargado y estrellarse contra el techo en el que se alternan fluorecentes y grietas, grietas de algún modo similares a las ojeras y patas de gallo, grietas emparentadas con las heridas que la vida deja en el rostro y a veces también en el alma. Grietas. Cicatrices. Dolor.
La mirada, que ha perdido el hilo de su propia imaginación desbordada de alcohol, tropieza al bajar con el espejo. Testigo implacable, nos recuerda lo que hace un rato, entre risas y amigos, quisimos ser; fiscal colérico, nos escupe lo que en realidad somos, a las tres de la madrugada, derrotados por el cansancio y la cerveza.
Y solos. Capitanes sin tripulación, náufragos en un barco vacío, fabricado con una servilleta de papel y bautizado con nuestro nombre, empujado al abismo de la pila, atrapado por los remolinos del líquido negruzco que se escurre dando vueltas, empapado e inerte al borde del desagüe. Viaje a la nada que acaba en el cubo de la basura.
La música cesa de golpe, dejando sin acompañamiento al canturreo del borrachuzo que sale del servicio riéndose complacido de su enésima pintada obscena, parida bajo un diluvio de cerveza que le sorprendió amarrado al mostrador. Con el altavoz se apagan también, en un final apresurado, las conversaciones vacías, absurdas y por cierto felices.
Entre el ruido de las sillas arrastradas, y el ajetreo de los platos en la cocina, una sombra lúcida salta la barra, atrapa la tiza, garabatea presurosa unas palabras y se escurre silenciosa entre la verja a medio cerrar. Pisadas sigilosas, sin calcetines, que se alejan. Las manos en los bolsillos, una sonrisa burlona y el aliento que corta la helada de febrero. Mientras, en la penumbra del garito, el dueño y los parroquianos remolones contemplan la pizarra con un gesto perplejo y divertido. “Cuando vivir era una fiesta”.
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