Hola don Mariano, hola don José Luis. José Luis, que ejercía de anfitrión, quiso enviar una señal amistosa y bajó a recibir a Mariano junto a la puerta del coche. Ambos se saludaron, subieron las escaleras y volvieron a posar ante las cámaras en el umbral del Palacio de la Moncloa. Los dos vestían traje azul, corbata de rayas y, por la felicidad del reencuentro o por recomendación de sus asesores, no dejaban de sonreír, supongo que a sus electores. A mí no me hicieron gracia. Resultan más naturales otros miércoles, cuando intercambian en el Congreso gruesas acusaciones que se estrellan contra el techo del hemiciclo y se disipan sin provocar graves consecuencias ambientales.
¿Pasó usted por mi casa? Por su casa yo pasé. José Luis y Mariano se conocen desde hace bastantes años, pero el roce no ha hecho el cariño. Probablemente se apreciaban más cuando no estaban obligados a discutir a diario. El dedo de Aznar y el inesperado desenlace del dedo de Felipe cruzaron sus destinos y los pusieron, para su desgracia, quizá para la nuestra, frente a frente. Ambos parecen sensatos, intentan transmitir tranquilidad pese a que están atrapados en el vértigo virtual de la inacción. No hacen mucho y, aun así, por difícil que parezca, sospecho que se equivocan con frecuencia.
Esta vez, obligado por un clamor sordo, José Luis se estiró y decidió invitar a Mariano. Ya tocaba, había pasado año y medio desde la última vez. Sus asistentes dicen que hablan a veces. No consta que se escuchen. A Mariano, la verdad, no le hacía mucha gracia la visita. Pero tenía que ir. Si hasta el tío Juan Carlos venía, desde hace meses, llamando a la unidad… Nunca lo confesará, pero el bueno de Mariano siente una morbosa atracción por La Moncloa. Así que aceptó. Y al final del encuentro, ante los periodistas, se ofreció a quedarse a vivir. Por no parecer descortés, José Luis se hizo el sueco.
¿Vio usted a mi abuela? A su abuela yo la vi. Mariano y José Luis, José Luis y Mariano, son dos personas educadas en el viejo orden de provincias. Una de las últimas veces que se citaron, mientras las cámaras les grababan en actitud de profundo y concentrado diálogo, Mariano le contó a José Luis que su abuela tenía más de 100 años, se encontraba bien y vivía en Pontevedra. José Luis pensó en hablarle de su abuelo fusilado en la Guerra Civil pero, qué cosas, no le pareció oportuno para relajar el ambiente. Prudente que es uno.
Ignoro si el miércoles se interesaron por sus antecesores, tampoco parece que se mentaran a los muertos. A juzgar por el resultado, la reunión debió desarrollarse con un clima funcionarial, más propio de comunidad de vecinos. Punto uno. “Hay que ayudar a Grecia”. Acuerdo, nos interesa. Punto dos. “Deberíamos reestructurar las cajas de ahorro, que vamos a tener un lío gordo…”. En fin, si no queda otro remedio… Pacto. Punto tres. Ruegos y preguntas. Silencio tenso.
- España es un desastre, José Luis, el paro, la recesión, el déficit…
- Ya estamos saliendo de la crisis, Mariano.
- Pero José Luis, no seas iluso…
- Mariano, ¡catastrofista, gafe, cenizo!
- Tenemos que hablar de más cosas…
- Cuando vivas aquí, me llamas, y te aconsejo, que Aznar te va a llevar a la ruina.
- Pues eso, convoca elecciones.
- No, que las pierdes…
- José Luis, destacaré que tenemos ideas opuestas, y compararé Grecia y España…
- Yo, Mariano, subrayaré el consenso. Venga, que se hace tarde y ando muy liado con Europa.
- ¿Y el resto de los asuntos: el paro, el déficit, el Tribunal Constitucional..?
- Para la próxima vez. Son demasiadas derramas….
Adiós, don Mariano. Adiós, don José Luis.
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