Llueve de nuevo, diluvia en mayo, cuando la conciencia se revuelve contra las noticias y salta por la ventana. Aunque nuestros ideales empapados sean incapaces de remontar el vuelo, aunque las botas desgastadas por el roce agreste de la recesión no puedan despegarse del fango. A pesar de tantos ‘aunques’, sorteando unos cuantos ‘peros’, libre por un rato y sin embargos el espíritu crítico retorna a la plaza, pide la palabra y se sienta a debatir sin micrófonos. Democracia se llama si no crea violencia en la calle.
Mayo, mes de movilizaciones rejuvenecidas, de utópicos jaques a la realpolitik del déficit. ¿Y si al final, apagado el ruido, no hubiera nada?, nos preguntamos al atardecer, adultos y dispuestos a firmar el enésimo empate que, como los anteriores, concluirá en otra derrota pírrica de nuestros principios. ¿Cuál es el legado del 15-M? La denuncia certera de un Estado en riesgo de desplome por la ineficiencia, la inmoralidad y los privilegios. Y la ilusión de los ilusos, un tesoro oculto en la ciénaga de la resignación ciudadana.