martes, 14 de junio de 2016

Debate nulo

Ganar un debate electoral puede ser importante pero lo decisivo es no perderlo. Destripadas desde hace meses las propuestas y contrapropuestas, proclamado un ultimátum cada hora e innumerables desencuentros en  las redes sociales, quedaba poco margen para la sorpresa ante el pulso dialéctico entre los cuatro principales candidatos. La línea roja estaba pintada sobre todo en la paciencia del espectador. La noticia fue sólo una previsión, una foto, un formato rígido, un envoltorio con música de cámara. El contenido, el tono más contenido de las discusiones.   

Aunque sea por lógicas ajenas a la política, los ciudadanos podemos intuir quién se impone en un cara a cara, lo que no implica que modifique nuestro voto. Pero ¿quién gana y quién pierde un debate a cuatro? Más que por el resultado, los titulares del  pasado lunes se deducen de las batallas planteadas y evitadas.  

Mariano Rajoy, hombre cabal, tiende a retratarse como un firme partidario de la realidad; otra cosa es que ésta sea exactamente como él la presenta. No se apartó del libreto. Esgrimió los datos buenos y desvió el balón hacia la herencia recibida cuando le recordaron los malos.  En el primer minuto prometió “dos millones de empleos”; en el último lo repitió con la esperanza de que algún somnoliento entendiera “cuatro”.  Y regaló su elogio favorito al votante. Frente al catastrofismo, “España es un gran país”. Gol de Piqué en el minuto 87. La mejor noticia para el presidente apareció el martes en la portada del Marca.

El candidato del PP se cuidó mucho de discutir con Pablo Iglesias, de no situarle a su propia altura ni verse sorprendido por un dardo emocional inesperado. Le interesaba más, y le salió bien, mostrarse como el blanco de todos los ataques, como el último bastión de la sensatez frente a la inexperiencia. “Aquí se viene aprendido”, espetó a sus oponentes.

Rajoy no perdió el debate y por eso pudo ganarlo. Pero tampoco resultó ileso. Rivera le hizo perder pie durante unos minutos al acusarle directamente de haber cobrado más de 380.000 euros en “b” y haber tolerado con su pasividad el desarrollo de la corrupción en su partido. Cuestión distinta es si eso le restará votos. Lo más probable es que, en medio del clima favorable a la gobernabilidad, tampoco le hagan falta.

Pedro Sánchez estaba obligado a acorralar al candidato del PP. Lo hizo sin ensañarse ni salirse del guión. Por el contrario, insistió tanto en reprochar a Iglesias que no apoyara hace unos meses su “gobierno del cambio” que el candidato de Unidos Podemos se permitió recordarle más de una vez que él no era el rival. Pero sí lo era.  

El tono plano del candidato del PSOE sale perdiendo en comparación con su cruento cara a cara de diciembre con Rajoy, pero le permite mantenerse en una posición central con fecha de caducidad. Hoy le sirve para defender un cambio tranquilo, heredero de su reciente pacto con Ciudadanos. Mañana sólo le habrá sido útil si, paradójicamente, gracias a esa centralidad ha vencido en la batalla de la izquierda. 

Sánchez perdió, según la impresión más generalizada. Perdió porque no ganó pero no le enterremos todavía. En la campaña anterior estuvo muerto, en marzo llegó a optar a una improbable investidura y ahora mismo hace equilibrios sobre el alambre.  El candidato socialista ha planteado las elecciones como una disputa por el segundo puesto contra las encuestas y Unidos Podemos. Parece el más inconsistente, pero la proximidad de una debacle y la indignación contra Pablo Iglesias son precisamente los mecanismos capaces reactivar a una parte de los seguidores del PSOE que desertó a la abstención. Su partido está amenazado de muerte; Pedro Sánchez tiene experiencia en resucitar. No será nada fácil porque no quedan más debates. Pero ya lo hizo hace meses.

Pablo Iglesias buscó a Rajoy por todas las esquinas del debate. Le rebatió con datos, contrapuso al presidente los argumentos de la izquierda clásica y hasta recurrió al Marx transversal, Groucho, para elevar sobre las promesas de empleo la burla del cómico: “y tres huevos duros”. Ni por esas le concedió el presidente en funciones un baile y mucho menos el estatus de alternativa.

No hubo cal viva ni alusiones a liderazgos cuestionados. El candidato de la izquierda indignada evitó cualquier mención hiriente para el PSOE, aunque trató con cierta suficiencia a Sánchez al recordarle que tras el 26 de junio tendrá que elegir entre él y Rajoy. Por cansancio o comedimiento, Iglesias evitó encenderse, aunque acusó el golpe sobre los vínculos de su partido con Venezuela que le lanzó Albert Rivera. 

“Alegría” y “esperanza” fueron de nuevo los valores de su minuto de oro. Ni perdió ni ganó, pero ha pasado el tiempo y Unidos Podemos ya no es virgen; sobre su espalda transporta la gestión en algunos ayuntamientos, las discrepancias entre confluencias y la impresión de ansia de poder transmitida por su líder en la anterior y breve legislatura.   

Albert Rivera se pintaba como el valor emergente de la política española justo hasta que comenzó la campaña anterior y empezaron a pesarle la inexperiencia y la descoordinación en Ciudadanos. Con las encuestas centradas en la evolución del PP y en el duelo de izquierdas, llegó al debate alejado de los focos. Empezó en segundo plano, casi desactivado. Hasta que se desató a propósito de la regeneración democrática. Conquistó el protagonismo al acorralar a Rajoy con la corrupción e interpelar con agudeza a Iglesias sobre la deuda de Izquierda Unida, la relación con Venezuela y los comportamientos poco éticos de Errejón y Monedero. Al final, salió reforzado y con la impresión de que puede llegar a influir en la formación de un futuro gobierno. Otro flanco abierto para Sánchez, en campaña no oirán un "que se besen".    


El esperado encuentro en la cumbre dejó un poso anodino. No hubo “sorpasso” ni “sanchasso”. Ni siquiera sorpresa. Los espectadores no tendremos derecho a quejarnos de que los candidatos no marcaran programa. Lo hicieron hasta la extenuación. Tantos gestos con vocación de espectáculo y tantas intenciones inconcretas de la última legislatura han acabado por convertir estas confrontaciones de propuestas en un tedioso catálogo. Aun así, el atractivo de la nueva y la vieja política compitiendo en atriles contiguos interesó a más de diez millones de  espectadores. Pero tras un lustro de sobreexcitación emocional y meses de cansancio no pareció capaz de movilizar los corazones. Debate nulo, Rajoy da un paso adelante para retener el título.