sábado, 27 de febrero de 2010

Silencio

El pasado domingo fui al rugby. Mi equipo favorito, El Salvador, de Valladolid, se jugaba buena parte de sus opciones al título liguero en el estadio del actual campeón, el CRC madrileño. Hubo rivalidad, dureza y expulsiones. Al final ganó, con un arbitraje muy discutido, el conjunto visitante. Como es habitual, el colegiado y los dos jueces de línea abandonaron el terreno de juego mezclándose con el público. Soportaron protestas, críticas y algunas referencias a su “cara dura” o “falta de cojones” mientras enfilaban, mirando a la nada, el camino del vestuario. Sin protección de ningún tipo, una linier, mujer, repetía “un poco de calma, por favor”. Fue una escena agria, pero inimaginable, por civilizada, en un Madrid-Barsa.

El respeto al rival. Sí, en los encuentros de rugby hay placajes violentos, pisotones
y algún puñetazo escondido. Pero curiosamente está mal visto silbar al jugador del equipo contrario que lanza a palos, la sanción equivalente a un penalty o a un tiro libre. Cuando esta tradición se incumple, nunca falta un gesto desaprobatorio. "Silencio!”.

Cambio de campo. En los últimos días, José María Aznar y Juan José Ibarretxe han sido insultados, “criminal de guerra” y “torturador” les han llamado, cuando participaban en actos públicos. Ninguno de los dos goza de mi simpatía, ninguno está ya en el poder. ¿Se puede protestar? Se debe. ¿Se puede insultar? Creo que no. ¿Pueden rebatir las críticas? Desde luego. ¿Con insultos o gestos obscenos? Nunca. Por respeto al cargo que desempeñaron. En la cuesta abajo de la educación, Juan Cotino, vicepresidente de la Generalitat Valenciana, deslizó el jueves en la Cámara regional una alusión miserable a la situación personal de los padres de una diputada de otro grupo. Debería haber sido expulsado.

El respeto al árbitro. A diferencia del fútbol, los jugadores de rugby no pueden dirigirse al colegiado. Sólo lo hacen, en representación de todos, los capitanes de cada conjunto. Recíprocamente, el juez siempre les transmite sus advertencias sobre comportamientos antirreglamentarios y exige su presencia cuando apercibe o expulsa a algún integrante de su equipo. Si no infalible, el árbitro es al menos intocable. Tanto que modifica o endurece sus decisiones al escuchar protestas extemporáneas. Castigo por hablar.

Cambio de campo. El pasado domingo se disputó en Bilbao la final de la Copa de baloncesto. El monarca y el himno español fueron recibidos con una sonora pita. No soy un obseso de los símbolos. Pero los maleducados que les abuchearon prefieren ignorar que si pueden hacerlo es por la libertad de que disfrutan gracias a la democracia que arbitra precisamente el Rey.

El silencio, el respeto, los símbolos. Hace unos años, la selección inglesa de rugby tuvo que disputar un partido del Seis Naciones en el Croke Park de Dublín. El estadio donde juegan habitualmente los irlandeses se encontraba en obras y el choque se programó en el llamado “templo del fútbol gaélico”. Es también el templo del nacionalismo. En 1920 los soldados ingleses irrumpieron allí en medio de un partido y mataron a 14 personas, entre ellas un jugador, como venganza por el asesinato de una veintena de colaboradores.

Los irlandeses juraron entonces que ningún inglés volvería a pisar nunca ese estadio. El fútbol y el rugby desaparecieron durante décadas de su césped, eran los deportes del invasor. Hasta que llegó el Seis Naciones. 82.000 espectadores. Jugadores enlazados por los hombros, con el mentón apretado, esperando los himnos. Tensión contenida. Llegó el momento. Arrancó el “God save the Queen”, coreado por las 4.000 gargantas inglesas. Y el estadio, en pie, respondió con un silencio. Un emotivo, inolvidable, estruendoso silencio.

viernes, 19 de febrero de 2010

El intrépido escapista

El intrépido escapista compuso un gesto serio mientras se sumergía, encerrado en una jaula, en las sucias aguas del Pisuerga. El puente de Isabel la Católica estaba abarrotado de curiosos que murmuraban con inquietud y escepticismo. “Vaya frío”, “qué asco”, “tiene un par de…”, “seguro que hay trampa”. La caja se hundió muy despacio en el lecho del río. Pasó un minuto, otro… y de repente apareció en la orilla el discípulo de Houdini. Admiración, aplausos. La exhibición tuvo lugar en mayo del 95; una mañana de domingo, creo recordar. Ignoro si el protagonista, Mike Santos, padeció después alguna enfermedad derivada del contacto con el detritus o bien sigue prodigando sus milagros en aguas menos degradadas.

José Luis Rodríguez Zapatero, que nació en Valladolid, mostró en el debate parlamentario del miércoles sus dotes de ilusionista. Acorralado por la recesión, hundió la mano izquierda en el fondo de la chistera, pero apenas palpó una billetera anoréxica. Ni 400 euros, ni cheque-bebé, ni una mala ayudita…Nada por aquí, nada por allá. Como el crédito personal se le está agotando, y sabe por dónde pasa el Pisuerga, tiró de talante, que es gratuito. Sin dejar de sonreir, se inventó una comisión negociadora con tres ministros y, alzando las cejas, invitó a todos los presentes a buscar acuerdos. Inquietud. Escepticismo. Una comisión, otra más, ¡a estas alturas!

Como los buenos magos, el presidente del Gobierno siempre ha confiado en el don de la palabra. Sus discursos pueden ser vacíos, tantas veces tópicos, pero suenan bien. Igualdad, sostenibilidad, alianza de civilizaciones, consenso. Todavía en la oposición, Zapatero brindó a Aznar un valioso pacto en materia antiterrorista. Y precisamente por oposición a su antecesor, desde la Moncloa ha procurado alentar el diálogo. Sí, es su seña de identidad; lo prometió al ser investido. Pero la negociación no siempre da frutos. Él, además, la ha utilizado para encubrir la parálisis. Y la crisis ha dejado el truco al descubierto. Escepticismo.

Para el PP, el jefe del Ejecutivo no pasa de ser un trilero embaucador. Dice una cosa, hace otra, y nunca sabemos bajo qué carta esconde la bolita, suponiendo que exista. Rajoy, un hombre sensato pero de dudoso liderazgo, llegó al duelo dialéctico cargado de cifras que, entre el regocijo de sus diputados, fue estrellando metódicamente sobre la cabeza de Zapatero. Ni hablar de pacto. Lo primero, rectificar. Acodado en la realidad, se sentía tan seguro, tan cargado de razón, y probablemente la tenía, que acabó patinando. Entró al trapo de la moción de censura para acabar escuchando cómo ese desastroso gobernante al que tan agriamente desprecia recordaba que ya le ha ganado dos veces en las urnas. Inquietud.

Desde la primera legislatura, Zapatero ha ido engrasando acuerdos con dinero público. Así ha arrancado al PP, a regañadientes, pactos mínimos sobre las competencias sanitarias y la financiación autonómica. Ya no tiene plata que repartir. Pero le sobra tiempo: dos años. E intuición para escuchar un clamor que ha recogido hasta el Rey. El miércoles ofreció una comisión y se marchó satisfecho. Sí, una comisión. Una solución barata, ecológica, eternamente sostenible e incluso presidida por una mujer. Rajoy, con los pies en la tierra y las manos en la cabeza, entró otra vez en tromba. Al día siguiente, con la boca pequeña, admitió que su partido asistiría a la primera reunión. Entre inquieto y escéptico, se miró al espejo y, al fondo de su gesto serio, descubrió los ojos atónitos de los espectadores confundidos por las artes del intrépido escapista.

martes, 9 de febrero de 2010

El malestar del Estado (y II)

La vicepresidenta Salgado anda de gira. Con una carpeta de gráficos, recorre las plazas europeas defendiendo la solvencia económica nacional, la bondad de las reformas futuras y la fiabilidad de nuestra deuda. Londres y París ya han prestado oídos a su letanía. “España está enferma, no se alarmen, ayúdenme, es triste pedir (confianza), pero más triste es robar (ilusiones sociales)”. La recita con gesto contenido; no quiere dramas, y menos griegos.

El presidente Zapatero justifica en cuanto puede –ante el Comité Federal de su partido, en la Ejecutiva, con los parlamentarios, pronto en el Congreso- la necesidad de meter el bisturí, al menos la puntita, al presupuesto público, aunque sea por responsabilidad. “No recortaré los derechos sociales”, promete a veces para relajar el ambiente. Sus compañeros aplauden entre aburridos y complacidos. Desde que vio la luz en Davos y tomó conciencia de las tinieblas, sale casi a flagelación diaria. En el PSOE intentan lavar las heridas. “Hay que hacer un esfuerzo de pedagogía y de comunicación”. Cierto. Con tanta contradicción, los ciudadanos sólo hemos entendido lo fundamental: que el Ejecutivo no se aclara.

Palabras y más palabras. Sí, el modelo basado en la construcción, el turismo y el consumo fue heredado de los gabinetes de Aznar; cierto, muchos ciudadanos también se endeudaron en la euforia; evidente, la recesión internacional ha sido grave e impredecible; por supuesto, ha obligado a todos los países a un desmesurado esfuerzo público; desde luego, los especuladores están castigando a los más débiles. Pero la gran depresión también tiene un componente específicamente español. Y ahí, este gobierno ha naufragado. Muchas palabras, pocas ideas, y aún menos medidas fructíferas.

El presidente apostó por el diálogo social como vía de salida a la crisis. Pero cuando la negociación encalló, echó la culpa a los empresarios y se sentó a esperar. Aún tuvo suerte, porque el comportamiento nada ejemplar del presidente de la CEOE, Gerardo Díaz Ferrán, facilitó una segunda oportunidad. Quizá sea tarde. Con cuatro millones de parados, hacen falta resultados inmediatos. Ya se ha cerrado el acuerdo sobre negociación colectiva. Sigamos adelante. ¿Es posible la reforma laboral?,
¿es útil si no abarata el despido?, ¿es capaz el gobierno de impulsarla?, ¿en cuánto tiempo? Si no lo consigue, ¿va a esconderse otra vez? Y las incógnitas se multiplican. Ayer Salgado prometía en Europa que contendría el déficit; hoy Zapatero ha anunciado la prolongación de la última prestación por desempleo.

CiU, que apoyó sucesivamente a González y a Aznar, se ha ofrecido para buscar un pacto de Estado. Una iniciativa estimable, pero difícil a corto plazo por los planteamientos, a veces divergentes, de los partidos con representación parlamentaria. Con las encuestas a favor, no parece probable que el PP vaya a apuntalar a un gabinete tambaleante. Es comprensible; Artur Mas, que lo propuso, tampoco rescataría a José Montilla. Y el tiempo apremia.

La gravedad del presente ha encendido las alarmas sobre el futuro. Hace tan solo unas semanas, el jefe del Ejecutivo defendía la conveniencia de mirar más allá de la crisis, de diseñar para 2020 una economía sostenible. Pero, día a día, la sangría del paro va debilitando todo el Estado del Bienestar. El debate sobre las pensiones resume el dilema del presidente. ¿Derechos sociales o reformas económicas? ¿sindicatos o estabilidad? ¿España o Bruselas? Ya no hay dinero, ni siquiera tiempo, para todo. Zapatero debe decidirse. Y actuar en consecuencia. Cuanto antes.

martes, 2 de febrero de 2010

Estado de malestar

Hace más de 25 años que leí “La hoja roja”. La novela de Miguel Delibes retrata la angustia gris de un funcionario ahogado por la soledad que afronta la jubilación como la antesala de la muerte. Esta obra, de lectura obligatoria en algún curso de bachillerato, formaba parte de la colección de Salvat-RTVE que guardaba mi abuelo Alejandro. El argumento me resultaba cercano. Porque él mismo había puesto fin poco antes a su generosa dedicación como médico de pueblo y se había instalado con la abuela Pilar en Valladolid. Pudo planificar su retiro. Y, en contraste con el entristecido protagonista, tuvo la suerte de disfrutarlo en familia, con salud, durante casi una década.

Delibes publicó “La hoja roja” en 1959, cuando España se escribía en blanco y negro. Hoy, con el aumento de la riqueza y de la esperanza de vida, es frecuente concebir la jubilación como un jubiloso jubileo en color. Como la indulgencia pagada que recompensa una fatigosa peregrinación laboral. Si las circunstancias personales lo permiten, a los 65 todavía aguardan oportunidades para mantenernos alejados de la mesa camilla, del reloj amenazador. El ocio se ha extendido; las aspiraciones, también.

El Estado del Bienestar ha sido, junto con la democracia, la mayor conquista de la sociedad española. La asistencia pública ha impedido incluso posibles estallidos de violencia derivados de la recesión. Pero las transformaciones del último siglo también han favorecido el cambio de patrón demográfico. Como en todos los países desarrollados, nuestra población está envejeciendo. Un dato objetivo que obliga a examinar el esquema actual de prestaciones.

Hace tan solo unos meses, el ministro de Trabajo, Celestino Corbacho, acusó al Gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, de sembrar inquietudes infundadas sobre la viabilidad de las pensiones. Ahora es el ejecutivo el que propone retrasar hasta los 67 años la edad de jubilación. La medida, contestada por los sindicatos, matizada posteriormente, encajaría en el ideario ortodoxo del anterior vicepresidente económico, Pedro Solbes. Pero éste fue relevado meses después de que expresara su deseo de dedicarse a jugar con sus nietos. Como tantos, cumplidos los sesenta, ya pensaba en el retiro.

Ni Solbes ni otros veteranos se verán afectados por las medidas que ahora se ponen sobre la mesa. Tienen que ser negociadas y aprobadas por el pacto de Toledo, y aplicadas después con un margen suficiente de tiempo. Son nuestras pensiones, las de los hijos del baby-boom, las amenazadas, en contradicción con un marco laboral que desde hace años presiona a favor de prejubilaciones cada vez más tempranas.

Por razones políticas o por recobrar la confianza internacional, el Gobierno plantea con responsabilidad una reforma importante. Pero su inesperado ataque de realismo se produce en el peor momento, justo bajo la tormenta. El PP, que no podrá eludir este debate, acierta al marcar las prioridades. Mirando a la calle, lo más urgente es combatir el paro. Con cuatro millones de personas sin empleo, jubiladas de hecho en edad de trabajar, muchas angustiadas y sin prestación, retrasar el retiro suena a sarcasmo. Aunque sea necesario.