Hace más de 25 años que leí “La hoja roja”. La novela de Miguel Delibes retrata la angustia gris de un funcionario ahogado por la soledad que afronta la jubilación como la antesala de la muerte. Esta obra, de lectura obligatoria en algún curso de bachillerato, formaba parte de la colección de Salvat-RTVE que guardaba mi abuelo Alejandro. El argumento me resultaba cercano. Porque él mismo había puesto fin poco antes a su generosa dedicación como médico de pueblo y se había instalado con la abuela Pilar en Valladolid. Pudo planificar su retiro. Y, en contraste con el entristecido protagonista, tuvo la suerte de disfrutarlo en familia, con salud, durante casi una década.
Delibes publicó “La hoja roja” en 1959, cuando España se escribía en blanco y negro. Hoy, con el aumento de la riqueza y de la esperanza de vida, es frecuente concebir la jubilación como un jubiloso jubileo en color. Como la indulgencia pagada que recompensa una fatigosa peregrinación laboral. Si las circunstancias personales lo permiten, a los 65 todavía aguardan oportunidades para mantenernos alejados de la mesa camilla, del reloj amenazador. El ocio se ha extendido; las aspiraciones, también.
El Estado del Bienestar ha sido, junto con la democracia, la mayor conquista de la sociedad española. La asistencia pública ha impedido incluso posibles estallidos de violencia derivados de la recesión. Pero las transformaciones del último siglo también han favorecido el cambio de patrón demográfico. Como en todos los países desarrollados, nuestra población está envejeciendo. Un dato objetivo que obliga a examinar el esquema actual de prestaciones.
Hace tan solo unos meses, el ministro de Trabajo, Celestino Corbacho, acusó al Gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, de sembrar inquietudes infundadas sobre la viabilidad de las pensiones. Ahora es el ejecutivo el que propone retrasar hasta los 67 años la edad de jubilación. La medida, contestada por los sindicatos, matizada posteriormente, encajaría en el ideario ortodoxo del anterior vicepresidente económico, Pedro Solbes. Pero éste fue relevado meses después de que expresara su deseo de dedicarse a jugar con sus nietos. Como tantos, cumplidos los sesenta, ya pensaba en el retiro.
Ni Solbes ni otros veteranos se verán afectados por las medidas que ahora se ponen sobre la mesa. Tienen que ser negociadas y aprobadas por el pacto de Toledo, y aplicadas después con un margen suficiente de tiempo. Son nuestras pensiones, las de los hijos del baby-boom, las amenazadas, en contradicción con un marco laboral que desde hace años presiona a favor de prejubilaciones cada vez más tempranas.
Por razones políticas o por recobrar la confianza internacional, el Gobierno plantea con responsabilidad una reforma importante. Pero su inesperado ataque de realismo se produce en el peor momento, justo bajo la tormenta. El PP, que no podrá eludir este debate, acierta al marcar las prioridades. Mirando a la calle, lo más urgente es combatir el paro. Con cuatro millones de personas sin empleo, jubiladas de hecho en edad de trabajar, muchas angustiadas y sin prestación, retrasar el retiro suena a sarcasmo. Aunque sea necesario.
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