viernes, 26 de diciembre de 2014

Cuñados, Navidades y oportunidades perdidas

Contra lo que señala con cierta coña la cultura popular, no parece Nochebuena la mejor fecha para ajustar cuentas con un cuñado. Y pese a lo que practica 'Sálvame', tampoco representa la televisión el escenario más adecuado para airear las vergüenzas familiares. Pero a veces la necesaria sensatez no resulta suficiente. Coincido en parte con los análisis que han elogiado el tono de cercanía y el contenido más directo del mensaje del Rey. Todo eso es cierto, pero olvida las expectativas de los espectadores. 
Imagen compartida en Twitter por @CasaReal 
Dos factores convertían el mensaje de Felipe VI en el más esperado de los últimos años, y así lo han ratificado las audiencias. El hecho, favorable, de que se trataba del primero de su reinado. Y el condicionante, desfavorable, de que iba a emitirse dos días después de la imputación de su hermana, la Infanta Cristina. La circunstancia, muy engorrosa, permitía una respuesta ágil, oportuna y en un entorno con un bajo nivel de riesgo: discurso  grabado, sin posibilidad de preguntas, réplicas ni protestas, ante un público amplio y, en gran medida, con buena disposición.

Quizá me equivoque, pero tengo la impresión de que a los espectadores nos interesaba sobre todo escuchar un pronunciamiento explícito del Rey sobre el 'caso Nóos', un pronunciamiento que no se produjo. El discurso superó con holgura el aprobado en términos de comunicación institucional... pero equivocó el enfoque: la asignatura era 'comunicación de crisis'.  

Examinemos el contexto. El discurso de Nochebuena se produjo en la antesala de un año electoral en el que, según las encuestas, parten como favoritos los opositores al sistema institucional heredado de la Transición. El debate entre renovación y cambio profundo va a ir enconándose en los próximos meses. La renovación se ha iniciado con el relevo en el liderazgo de numerosas instituciones y no sabemos todavía qué resultados va a ofrecer. El deseo de cambio profundo encarnado en 'Podemos' cuestiona que la Constitución, y de paso la Monarquía, sigan siendo 'garantía de estabilidad' y las caracteriza como los principales símbolos de un engranaje ineficaz e injusto al repartir los costes de la recesión.

En esas circunstancias, el Rey se encuentra ante el reto de reivindicar la utilidad y el liderazgo ético de la Corona. En los últimos años hemos comprobado cómo, a falta de soluciones, los últimos presidentes del Gobierno han intentado negar los problemas. La crisis económica que no existía para Zapatero, la corrupción en el PP que todavía hoy intenta soslayar Rajoy. El resultado añadido es que, además de ser criticados -lo que hasta cierto punto es inevitable cuando se ejerce el poder-, dejaron de ser fiables. 

No hacía falta que Felipe VI condenara a Iñaki Urdangarin, ni que repudiara personalmente a su hermana Cristina. Pero hubiera sido deseable un compromiso -incluso ambiguo- de exigencia de responsabilidades en su ámbito por unos comportamientos antidemocráticos. Más allá de la llamada genérica a combatir la corrupción 'sin contemplaciones', como si no afectara (presuntamente) a su familia, sólo hubo silencio. El Rey optó por ser político, perdió la oportunidad de transmitirnos que tenía un problema y que estaba dispuesto a resolverlo. Desperdició una ocasión única para convencernos de su credibilidad.   
Cuando la crisis institucional es tan grave, no hay cuñados intocables ni treguas de Nochebuena. Porque el contenido del mensaje puede ser importante, pero más decisivo resulta cómo se entiende. Y sospecho que muchos nos quedamos a medias.