El control de calidad de la democracia, el trabajo y los
derechos, la imagen más culta de la modernidad. La Unión Europea, el ‘Mercado
Común’ entonces, fue durante décadas el sueño prohibido de la España aislada y dictatorial.
Habitábamos un país cejijunto, reducido al tópico turístico de las playas y la
diversión, en una esquinita acomplejada que sólo asomaba la cabeza al
continente con las cinco Copas del Real Madrid y cuyos sudorosos embajadores
eran los emigrantes.
Medio siglo después, el sueño de la unidad europea ha
encallado en su propia indefinición. Nació contra la guerra y para impulsar la
recuperación, se transformó en un club de ricos, creció por un impulso
geopolítico hacia el Este para enterrar la Guerra Fría, se atascó en una
Constitución pactada y lejana. Ahora el proyecto comunitario se enfrenta
enfermo a unas nuevas elecciones. Si los votantes damos por sentados –veremos si
con razón- los principios del pacifismo y de la democracia, si el crecimiento
retrocede y se resiente la justicia social, si los líderes descartan avanzar hacia
la unidad o al menos una colaboración más intensa, ¿puede ilusionarlos sólo la
gestión? Muchas gracias por los servicios prestados a los padres fundadores, misión cumplida. Fin de trayecto.