Carlos Dívar ya es libre para viajar a Marbella, solo o escoltado, todos los fines de semana si así le place. Y nos parece estupendo, siempre y cuando no tengamos que pagar los gastos. La opacidad de las actividades que debían justificar sus facturas ha acabado costándole la presidencia del CGPJ y del Tribunal Supremo. No cometió delito, no estaba obligado a la fiscalización de sus cuentas, pero arrastró el listón ético que debe marcar el máximo representante del poder judicial. Suspendió en ciudadanía, esa asignatura tan denostada… ¿Estaba preparado para el cargo?
La salida de Dívar ha dejado en evidencia otro disparate. Será sustituido al frente de CGPJ por Fernando de Rosa, ex consejero de Justicia del ejecutivo de la Comunidad Valenciana que encabezó su amigo Francisco Camps. Sí, el de los trajes de factura a medida e imposible justificación. En rigor, la relación entre ambos no parece suficiente para descalificar a Fernando de Rosa. Pero la cuestión de fondo es distinta. ¿Qué hace en la dirección de la judicatura un antiguo cargo político de un gobierno autonómico? Dos décadas han pasado desde que Garzón planteó un temible dilema democrático con su viaje de ida y vuelta desde la Audiencia a la sede del PSOE . Dos décadas sin soluciones satisfactorias y con muchas cuentas pendientes que salen a flote con intereses y sin miramientos.