viernes, 29 de abril de 2016

Una semanita en Españistán: Memorias de Mariano

Hay mañanas, plomizas mañanas, en las que hasta un presidente del gobierno puede aburrirse. El opositor que fue terminó hace meses su último examen en las urnas; el recandidato a la reelección observa, entre indolente y fascinado, un reloj de arena.

Probablemente Mariano aprovecha para caminar, despacha los informes y  sobrevuela algún periódico; seguro que le genera una comprensible pereza asomarse, quizá por conocidas, a las ‘Memorias de Adriano’: “Desde hace algunos años se supone que gozo de una extraña clarividencia, que conozco sublimes secretos. Es un error, pues nada sé”. Mirusté, remataría impertérrito.
   
Los niños y los locos desnudan la verdad, los humoristas a veces consiguen anticiparla. El imitador de Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat, que en enero llegó a conversar durante unos sorprendentes minutos con Rajoy dejó al descubierto que, entre tantas envenenadas herencias recibidas de Zapatero, su favorita es aquel traje de increíble hombre normal que el dirigente socialista olvidó, perdido el apresto con tantos ajustes, en una percha del despacho.

Y la "normalidad institucional" acabó imperando. Diecitantos desafíos más tarde, los representantes de la Cataluña sin cordura y la España sin gobierno compartieron la semana pasada sus discrepancias en un ambiente cordial. “Vengo a pedir la independencia”. “De eso aquí no tenemos, pero pase y siéntese”, podría haber respondido Rajoy. Hasta los órdagos decaen por cansancio, nunca un funcionario atizó la revolución.

¿Dónde está el político que vivía ‘en el lío’ permanente en casa y en Bruselas, el cirujano que recurrió a las sangrías para regalarnos cuatro años más de vida, aunque no de alegría? Tras el 20-D, Mariano-de-perfil-bajo ha optado por sentarse en segunda fila mientras sus rivales se enviaban documentos, firmaban acuerdos solemnes, se estampaban tuits, proclamaban reproches concebidos para llenar minutos de televisión.

Con la excepción de sus punzantes intervenciones en la no-investidura de Sánchez, el mandatario  desmovilizado ni ha alzado la voz. Como si no le importara el apoyo conquistado en las urnas, como si la rampante corrupción hubiera aterrizado en su partido procedente de una galaxia lejana, como si la investidura o su propio futuro le resultaran un asunto ajeno.  

Si, como un día aseguró, “no hacer nada” constituye una opción razonable, Mariano Rajoy la ha aplicado desde enero con disciplina germánica. Su actitud despierta sensatas inquietudes pero irónicamente puede conectarle con tantos votantes de este país en suspenso. Agotados por el ruido, escépticos contra el cambio, proclives otra vez a ceder indiferencia para ganar tranquilidad. Parece todo, mirusté, tan español... y a lo mejor hasta se basa en una reflexión sobre el poder.