miércoles, 24 de febrero de 2016

Una semanita en Españistán: Las cosas del no querer

Pasó San Valentín, a Cupido le liquidaron su contrato precario y ahora promociona una app de encuentros discretos para políticos. Podría haber prosperado: a ninguna unión eterna por cuatro años le salen las cuentas. 

Confusos sentimientos atormentan a Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, vecinos desde hace poco en la escalera izquierda, rivales de campaña enlazados por la sonrisa del destino que semanas atrás se despacharon prolijos inventarios sobre el reparto de la dote, anteayer designaron padrinos y no han encontrado aún el momento de prometerse un amor etéreo y, por descontado, condicional.

Su intento de vestir la política con los encantos de la transparencia amenaza con desnudarla en un reality-chow algo bochornoso, con despachos a medida y competencias parcheadas que asoman bajo los escuetos, púdicos ropajes del interés general. Qué difícil resulta seducir cuando el traje se teje sobre la pasarela. Qué complejo debió ser comunicarse vía WhatsApp, para que los líderes de PSOE y Podemos contaran en Twitter a cientos de miles de personas que su anhelado interlocutor no contestaba. Mmm. Qué hondos resquemores anidaban en sus corazones mientras sus intermediarios se arrojaban advertencias, cada vez menos sutiles, en concurridas ruedas de prensa. ¿Estaban engañándose? ¿O engañándonos?     

Más que al ‘teatro’, como acusó primero Pablo, evocan sus relaciones con Pedro el género folletinesco. Tras los enconados ataques en campaña, una noche de escrutinio comenzaron los requiebros, arrullados por los sones "del progreso y del cambio".  Se distanciaron luego con romántico desgarro: exigencias, cartas devueltas con enmiendas y tachones. Sucumbieron más tarde a la picardía celestinesca. Pero cuando la habilidad de Alberto Garzón había conseguido apretujar en una concurrida mesa a 23 componedores de un programa común, las incertidumbres de la convivencia se impusieron a los gritos de ‘que se besen’.

Pablo pretende cohabitar y compartir hasta gobierno; dos cepillos de dientes, y lo que ello conlleva, en el mismo cubilete del Palacio de Moncloa. Pedro ha optado ya por una relación más abierta –"no excluyente", dice- que incorpora al liberal Albert Rivera. Pablo le borra de sus contactos, aunque promete esperarle en otra estancia llamada futuro. Telenovela a la vista.  

El primer indicio de un desenlace infeliz fue que ambas partes dedicaron mayores esfuerzos a las comparecencias que a las reuniones.  Servidumbres de la comunicación en esta era de la fugacidad retransmitida a la que nadie se resiste. Rajoy, sin ir más lejos, estrechó en privado la mano de Pedro Sánchez durante el breve e intenso desencuentro que mantuvieron en el Congreso, pero –a juzgar por las imágenes- bien se preocupó por demostrar lo contrario en público. Lo hizo a su muy mariana manera: mirando al tendido. De momento ha reconquistado un papelito, siquiera secundario, en la función de investidura: ¿cómo saludará al líder socialista? ¿Le propinará un indisimulado pisotón? ¿O, fiel a la solemnidad de la sesión parlamentaria (y a sus propios principios), no hará nada?

Mientras Mariano aguarda -a ratos enojado- que alguien le llame, Pedro, Pablo y sus padrinos emprenden la gira televisada del reproche. A despecho de lo dicho, podrían acabar descubriendo que, incluso con Albert, incluso sin pasión, se necesitan. El romance que nunca iniciaron concluye su primera entrega con ruptura. El divorcio se adelantó al bautizo. Tensión política no resuelta. Continuará a medio plazo. Cupido, apremiado por las facturas, vuelve a buscar empleo. El tercero en lo que va de año. 

lunes, 8 de febrero de 2016

Desmemoria histórica

Poner un tuit, quitar una placa franquista. Equivocarse. Rectificar -se agradece- y reponer la placa. Anunciarlo en otro tuit. Suspender el proceso. Andar sin saber bien por dónde, desandar lo andado y finalmente detenerse. Nadie sabe por cuánto tiempo. Recurrir al pasado para elevar un rato el volumen del ruido político que marea este presente de campaña inacabable. Confundir lo efímero con lo perdurable. Enredarse con la memoria histórica para desviarse hacia la desmemoria un tanto histérica.

El 3 de julio de 1980 el Ayuntamiento de Valladolid aprobó la restitución de las denominaciones anteriores a la Guerra Civil para ocho céntricas calles de la ciudad. La ultraderecha, que no había obtenido representación en las elecciones municipales del año anterior, provocó incidentes durante el pleno e hizo estallar una bomba la madrugada siguiente en el archivo municipal. Eran días de violencia y miedo. La determinación de pasar página tras la dictadura requería entonces valentía personal y voluntad por parte de los dirigentes políticos. Aquel gesto, en ese contexto, tenía sentido.


Seis meses antes, Madrid ya había desalojado a algunos generales de su callejero. Hace unos días, 36 años después, el ayuntamiento de la capital reemprendió de forma un tanto apresurada la recogida de vestigios del franquismo, hasta que la retirada por error del homenaje a unos carmelitas fusilados por los republicanos debido a sus creencias religiosas aconsejó aplazar de nuevo la tarea a la espera de un 'instrumento jurídico'. Tiempo muerto para enfrentarse a una etapa enojosa que no acabamos de matar del todo. En unos meses, si se cumplen las previsiones, el Ayuntamiento dirigido por Manuela Carmena cambiará el nombre a una treintena de calles de la capital. ¿De verdad, Ahora Madrid, es ahora necesario?

La operación limpieza se enmarca en la Ley sobre la Memoria Histórica impulsada por el gobierno de Zapatero. La iniciativa, que sirvió para reconocer a muchos luchadores por la democracia, incurrió en el error infantil de aspirar a borrar ese pasado que a tantos nos fastidia. Nunca he sentido simpatía por el franquismo ni por su caduca estética de estatuas ecuestres, pero si existieron –y me temo que sí-, habrá que explicarlos con criterios históricos, en el contexto de su época y no en función de la actualidad.  Eliminar símbolos en bloque, con criterios aparentemente ideológicos y por iniciativa gubernamental fomenta lo contrario: la desmemoria, la ignorancia, el olvido.  

Por siniestros que puedan ser sus inspiradores, nombres y monolitos apenas constituyen una anécdota. Lo dramático es que 80 años después del inicio de la Guerra Civil sigue habiendo restos de ciudadanos españoles (114.226  buscados con nombre y apellidos, según el último registro de la ARMH), en su inmensa mayoría del bando republicano, sin localizar o amontonados en las fosas donde fueron arrojados tras su fusilamiento.

Por desgracia, la ley de 2007 que reconoció semejante agujero negro en nuestra conciencia colectiva apenas apuntó de forma vaga los medios económicos necesarios para reparar la injusticia. Rescatar esos restos mortales, siempre que lo deseen sus familiares, y trasladarlos a un lugar digno (religioso o civil) debería ser un propósito público, más vinculado con los derechos humanos que con la coyuntura política. El esfuerzo por cerrar heridas personales mejoraría además la madurez democrática de nuestra sociedad.   

Por contraste, quitar placas y renombrar calles resulta sin duda más fácil, pese a las equivocaciones, y desde luego más barato. Pero propio de una España que antes de hacerse otro selfie ante la Historia se preocupa sobre todo por blanquear un paisaje falso a sus espaldas.