lunes, 8 de febrero de 2016

Desmemoria histórica

Poner un tuit, quitar una placa franquista. Equivocarse. Rectificar -se agradece- y reponer la placa. Anunciarlo en otro tuit. Suspender el proceso. Andar sin saber bien por dónde, desandar lo andado y finalmente detenerse. Nadie sabe por cuánto tiempo. Recurrir al pasado para elevar un rato el volumen del ruido político que marea este presente de campaña inacabable. Confundir lo efímero con lo perdurable. Enredarse con la memoria histórica para desviarse hacia la desmemoria un tanto histérica.

El 3 de julio de 1980 el Ayuntamiento de Valladolid aprobó la restitución de las denominaciones anteriores a la Guerra Civil para ocho céntricas calles de la ciudad. La ultraderecha, que no había obtenido representación en las elecciones municipales del año anterior, provocó incidentes durante el pleno e hizo estallar una bomba la madrugada siguiente en el archivo municipal. Eran días de violencia y miedo. La determinación de pasar página tras la dictadura requería entonces valentía personal y voluntad por parte de los dirigentes políticos. Aquel gesto, en ese contexto, tenía sentido.


Seis meses antes, Madrid ya había desalojado a algunos generales de su callejero. Hace unos días, 36 años después, el ayuntamiento de la capital reemprendió de forma un tanto apresurada la recogida de vestigios del franquismo, hasta que la retirada por error del homenaje a unos carmelitas fusilados por los republicanos debido a sus creencias religiosas aconsejó aplazar de nuevo la tarea a la espera de un 'instrumento jurídico'. Tiempo muerto para enfrentarse a una etapa enojosa que no acabamos de matar del todo. En unos meses, si se cumplen las previsiones, el Ayuntamiento dirigido por Manuela Carmena cambiará el nombre a una treintena de calles de la capital. ¿De verdad, Ahora Madrid, es ahora necesario?

La operación limpieza se enmarca en la Ley sobre la Memoria Histórica impulsada por el gobierno de Zapatero. La iniciativa, que sirvió para reconocer a muchos luchadores por la democracia, incurrió en el error infantil de aspirar a borrar ese pasado que a tantos nos fastidia. Nunca he sentido simpatía por el franquismo ni por su caduca estética de estatuas ecuestres, pero si existieron –y me temo que sí-, habrá que explicarlos con criterios históricos, en el contexto de su época y no en función de la actualidad.  Eliminar símbolos en bloque, con criterios aparentemente ideológicos y por iniciativa gubernamental fomenta lo contrario: la desmemoria, la ignorancia, el olvido.  

Por siniestros que puedan ser sus inspiradores, nombres y monolitos apenas constituyen una anécdota. Lo dramático es que 80 años después del inicio de la Guerra Civil sigue habiendo restos de ciudadanos españoles (114.226  buscados con nombre y apellidos, según el último registro de la ARMH), en su inmensa mayoría del bando republicano, sin localizar o amontonados en las fosas donde fueron arrojados tras su fusilamiento.

Por desgracia, la ley de 2007 que reconoció semejante agujero negro en nuestra conciencia colectiva apenas apuntó de forma vaga los medios económicos necesarios para reparar la injusticia. Rescatar esos restos mortales, siempre que lo deseen sus familiares, y trasladarlos a un lugar digno (religioso o civil) debería ser un propósito público, más vinculado con los derechos humanos que con la coyuntura política. El esfuerzo por cerrar heridas personales mejoraría además la madurez democrática de nuestra sociedad.   

Por contraste, quitar placas y renombrar calles resulta sin duda más fácil, pese a las equivocaciones, y desde luego más barato. Pero propio de una España que antes de hacerse otro selfie ante la Historia se preocupa sobre todo por blanquear un paisaje falso a sus espaldas.  

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