viernes, 25 de junio de 2010

Los tenistas de la marmota

John Isner (estadounidense, 2,06 metros, número 19 del mundo) y Nicolás Mahut (francés, 1,90 metros, número 148) saltaron a la pista 18 de Wimbledon con la intención de imponer su saque. Ambos lo consiguieron. Y gracias a esa igualdad, y a su infatigable resistencia, inscribieron contra pronóstico su nombre en la historia del torneo.

Cuando estos dos tenistas casi desconocidos comenzaron el martes su intrascendente duelo de primera ronda, el Gobierno español rumiaba su soledad parlamentaria para convalidar el decreto ley sobre la reforma laboral. Mientras en el hemiciclo se debatía sobre el despido objetivo, los contratos temporales y la negociación colectiva, Isner y Mahut veían cómo los imparables saques del rival iban elevando de manera acompasada e imparable el marcador. Raquetazo tras raquetazo, se hizo de noche con empate a dos sets. Para entonces, Zapatero, acodado en las abstenciones ajenas, saboreaba una victoria pírrica que le permite de momento seguir adelante en la competición.

Isner y Mahut retomaron su encuentro el miércoles dispuestos a desempatar de una vez por todas el quinto set. Fue una jornada de importantes decisiones. Obama destituyó a su comandante militar en Afganistán, un general lenguaraz que había criticado con bajeza a sus superiores. Y Esperanza Aguirre aceptó la renuncia de su responsable de Seguridad, Sergio Gamón, presuntamente implicado en la organización del espionaje a destacados dirigentes de su partido, el PP. Ni Isner ni Mahut se inmutaron; siguieron encadenando alternativamente aces y juegos hasta que se les echó encima la noche. 47-47 en el quinto set. Por una vez con excusa, (“cariño, no te lo vas a creer”), algún aficionado llegó a tarde a cenar.

Como Bill Murray en su cansino día de la marmota, los tenistas se acostaron con la sensación de estar atrapados en el tiempo. A cientos de kilómetros, en el mundo real, fue una noche trágica. 13 jóvenes fallecieron arrollados por un tren de alta velocidad cuando cruzaban las vías de la estación de Castelldefels. El juego, también la vida, dependen a veces de algo tan estúpido, tan irracional como el azar o la fatalidad. El descuido, la impaciencia, quizá una señal inadvertida, tal vez una apreciación errónea se conjuraron para convertir una apetecible fiesta playera en luto nacional.

Ajenos a la tragedia, inmersos en su burbuja, el jueves por la mañana Isner y Mahut intentaron recomponer la fuerza de sus maltrechas piernas. Su epopeya infinita ya había saltado a las portadas. Ansiosos por recuperar el protagonismo perdido, hasta el Gobierno y el PP desafiaron años de prejuicios interesados y se atrevieron a llegar a un acuerdo para no subir la luz en julio. Seguramente estaban más desesperados que los dos deportistas.

Después de comer, los tenistas de la marmota retomaron, por tercer día consecutivo, su interminable enfrentamiento. Con idéntico ritmo. Juego para ti, juego para mi y así hasta superar las once horas de partido. Hasta que de repente, cómo pudo suceder, Isner rompió el saque de Mahut y ganó. 70-68 en el quinto set. Los espectadores que ambos habían conquistado con su titánico empeño prorrumpieron en ovaciones e incluso Obama y Medvedev se zamparon una hamburguesa a su salud. Pero el triunfo de Isner,¿o fue de Mahut?, despedazó el embrujo. En ese momento el reloj volvió a girar, también para ellos, y en tres minutos fueron eclipsados por otra noticia de alcance. Italia, vigente campeona, había sido eliminada del Mundial de fútbol. Los gladiadores regresaron entonces a la soledad. Si se echan de menos, quizá puedan apuntarse al dobles.

viernes, 18 de junio de 2010

Usar y tirar

Vivir (bien) en el Primer Mundo cuesta dinero, y es posible aunque no lo tengamos. Si no ricos, al menos hasta hace dos años nos sentíamos afortunados. Gozábamos, a crédito barato, de un coche bien equipado, de una vivienda que iba a enriquecernos y hasta de una semanita estival en un placentero “resort” caribeño. Vivíamos embelesados por el sueño legítimo y soleado de la eterna prosperidad.

Como país, llegamos a pensar que nos lo merecíamos. La democracia se había asentado, España había protagonizado décadas de fuerte crecimiento económico y aspiraba a compartir mesa con las potencias del G-7. El Estado tiraba de chequera para engrasar las relaciones con las Comunidades o para ampliar las prestaciones sociales. Y, por supuesto, triunfaba en todo el mundo nuestra manera de vivir.

Hace dos años el hechizo se rompió. Primero, en Estados Unidos. Algunas entidades constataron, antes de quebrar, que habían prestado capitales que no podían recuperar, que habían invertido en proyectos atractivos pero sin fundamento. Y llegó el miedo sin fronteras, y la restricción de los préstamos, y la parálisis de los negocios, y la caída del consumo, y el paro, y la recesión, y el déficit público, y los ajustes y… ¿dónde acabará esto?

El capitalismo, afortunadamente, se impuso hace veinte años a las delirantes dictaduras comunistas. Pero también consagró la desigualdad por el planeta y generó un torrente de migraciones imposible de controlar. Ahora, a escala nacional, sus excesos amenazan al Estado del Bienestar que cubrió las espaldas de sus trabajadores. El dinero público que salió al rescate del sistema ha agudizado el déficit de algunos países hasta cuestionar su solvencia. Llegan los recortes. Adiós a nuestra pulsera “todo incluido”.

Dos palabras destacan entre las distintas recetas para abandonar la recesión. La confianza, la perspectiva ¿razonable? de que la situación mejorará y, por tanto, es conveniente volver a invertir. Y el consumo, el deseo de que los concesionarios, los restaurantes y los hoteles vuelvan a encontrarse tan abarrotados como cuando navegábamos en la ilusión. Invertir, consumir, gastar, dar pedales para no caernos… Pero, ¿con qué dinero?

Hemos perdido la seguridad. Nada es para siempre, excepto la hipoteca. Los trabajadores, como tantos bienes de consumo, nos hemos convertido en un artículo de usar y tirar. Entre fricciones sociales y regates políticos, el Gobierno intenta sacar adelante una reforma laboral que fomente el empleo. Falta hace. Pero, curiosamente, el debate se centra en la indemnización por despido. Es como si la Iglesia, para promocionar el matrimonio, solicitara que se facilite el divorcio.

viernes, 11 de junio de 2010

En el planeta de la pelota

El pasado domingo me puse las zapatillas deportivas para bajar al parque. No es ninguna heroicidad, lo admito, pero nunca lo hago. Quizá cedí al razonable deseo de preservar el calzado más caro, probablemente sucumbí a la llamada tribal del fútbol. Da igual. Me rendí antes de presentar batalla. Porque, sea el día que sea, y aunque me proponga resistir, siempre acabo dando patadas a un balón con mis hijos.

No soy el único padre juguetón, ni siquiera el más entregado. Pero algo tiene este deporte que nos hace sudar con la camisa por fuera, que pone a botar sin pudor michelines ya cuarentones. Habilidades al margen, algo tan sencillo como patear un balón devuelve temporalmente a nuestro espíritu los sentimientos infantiles del esfuerzo, la rabia, la alegría. Adiós a los problemas. En ese rato, el planeta es como una pelota: redondo, despreocupado, perfecto.

Lo bueno del fútbol es que cualquiera, más o menos, puede jugar; lo malo es que siempre hay otro al lado que lo hace mejor. De mi paso por la Universidad recuerdo especialmente el partidillo de los sábados, una tradición que sobrevivió durante casi una década al mal tiempo, los exámenes y las desenfrenadas salidas nocturnas. No nos jugábamos nada, pero era una rivalidad casi ritual entre amigos. Las bromas acababan en el vestuario y sólo reaparecían con las cañas del aperitivo.

Al máximo nivel el fútbol se convierte, sin embargo, en cuestión trascendente, en asunto muy serio. Nos ponemos Mourinhos y, sin gracia alguna, pregonamos que sólo nos importa la victoria. Con gesto solemne y afán erudito, debatimos sobre carrileros a pie cambiado, fueras de juego posicionales, maletines negros y sobrecargas en los abductores. Desempolvamos incluso las rencillas apolilladas para añadir adrenalina, en el sillón o en la barra del bar, al enésimo partido del siglo en lo que va de año. Llegamos a olvidar que detrás del deporte de masas, del gran negocio planetario yace un juego caprichoso, a veces injusto, condicionado por el azar y los errores.

Porque el fútbol, como la vida, es imperfecto. Y también nos atrapa. Si los forofos recitan sin esfuerzo el palmarés, otros aficionados, menos puristas, preferimos la anécdota sabrosa. El “no-gol” del genial Cardeñosa (1978), el fiasco de Naranjito, y el tanto anulado a Francia, en el nuevo estadio José Zorrilla, a instancias de un jeque kuwaití que bajó al césped a protestar al árbitro (1982). La manita a Dinamarca y la mano del dios Maradona (1986), la nariz rota de Luis Enrique (1994), los sudados sobacos de Camacho y los antifaces surcoreanos (2002), el cráneo granítico de Zidane (1998) y hasta su mala cabeza (2006).

España fue durante décadas la eterna candidata sin méritos anteriores. Sinceramente, nunca creí que vería a la selección triunfar en un torneo importante. Pero lo hizo, y de la mejor manera: derrochando alegría. En la gloriosa foto con la Eurocopa, en la festiva celebración al regreso, todos pudimos darnos cuenta de que hasta los jugadores, esos semidioses millonarios ajenos a nuestras angustias, habían disfrutado como niños en el parque.

viernes, 4 de junio de 2010

La guerra perpetua de Israel

“Si quieres la paz, prepara la guerra”, reza una máxima latina de hace 2.400 años. Y aunque el sangriento siglo XX y el multilateralismo han concedido preponderancia a la diplomacia sobre los ejércitos, la intimidación sigue siendo el principio motor de los Estados que se sienten amenazados.

Israel, fundado en 1948 sobre suelo hasta entonces palestino, lleva estampado en su espíritu el estigma de los pueblos perseguidos. También, en paralelo, el temor a unos vecinos árabes hostiles, a los que ha derrotado en sucesivas guerras. De este modo, la superioridad militar se ha convertido en su garantía principal de supervivencia. Cuenta además con el desarrollo tecnológico, el aval internacional a su sistema democrático y la mala conciencia mundial por el holocausto judío.

Es comprensible. Más que en el diálogo, Israel confía en el uso de la fuerza, y lo ejerce a riesgo incluso de enfriar las relaciones con el gran aliado estadounidense. La ocupación ilegal de los territorios palestinos a partir de 1967 yace en el enquistado conflicto de Oriente Próximo, utilizado a su vez como coartada emocional para las barbaridades del terrorismo islamista. Israel y Hamás se odian, pero al mismo tiempo se necesitan y se retroalimentan. Su sangrienta espiral de atentados suicidas y represión desproporcionada roba la voz a los discursos moderados que abogan por la paz, o al menos por la negociación.

En este contexto hay que entender, nunca justificar, el violento asalto militar israelí en aguas internacionales a una flotilla humanitaria que pretendía romper el bloqueo a Gaza. El resultado, ya saben, una decena de muertos, medio centenar de heridos y la detención masiva y deportación posterior, sin cobertura legal, de los ocupantes de los barcos.

Con su desmesurada acción, el gobierno del halcón Netanyahu, pero también del antaño negociador Barak, dinamita otra vez las tibias esperanzas de reiniciar ese proceso de nunca acabar. Un proceso que la mayoría del pueblo israelí, a juzgar por los resultados electorales, siente como impuesto.

Siempre en clave interna, quizá no le interesa otra, el primer ministro Netanyahu intentó explicar el ataque apelando a una razón tan convincente para sus ciudadanos como la condenable amenaza iraní. La amenaza, el miedo, la fuerza. Ese es el mensaje. Israel siempre está listo para la guerra, nunca parece convencido de buscar la paz.