“Si quieres la paz, prepara la guerra”, reza una máxima latina de hace 2.400 años. Y aunque el sangriento siglo XX y el multilateralismo han concedido preponderancia a la diplomacia sobre los ejércitos, la intimidación sigue siendo el principio motor de los Estados que se sienten amenazados.
Israel, fundado en 1948 sobre suelo hasta entonces palestino, lleva estampado en su espíritu el estigma de los pueblos perseguidos. También, en paralelo, el temor a unos vecinos árabes hostiles, a los que ha derrotado en sucesivas guerras. De este modo, la superioridad militar se ha convertido en su garantía principal de supervivencia. Cuenta además con el desarrollo tecnológico, el aval internacional a su sistema democrático y la mala conciencia mundial por el holocausto judío.
Es comprensible. Más que en el diálogo, Israel confía en el uso de la fuerza, y lo ejerce a riesgo incluso de enfriar las relaciones con el gran aliado estadounidense. La ocupación ilegal de los territorios palestinos a partir de 1967 yace en el enquistado conflicto de Oriente Próximo, utilizado a su vez como coartada emocional para las barbaridades del terrorismo islamista. Israel y Hamás se odian, pero al mismo tiempo se necesitan y se retroalimentan. Su sangrienta espiral de atentados suicidas y represión desproporcionada roba la voz a los discursos moderados que abogan por la paz, o al menos por la negociación.
En este contexto hay que entender, nunca justificar, el violento asalto militar israelí en aguas internacionales a una flotilla humanitaria que pretendía romper el bloqueo a Gaza. El resultado, ya saben, una decena de muertos, medio centenar de heridos y la detención masiva y deportación posterior, sin cobertura legal, de los ocupantes de los barcos.
Con su desmesurada acción, el gobierno del halcón Netanyahu, pero también del antaño negociador Barak, dinamita otra vez las tibias esperanzas de reiniciar ese proceso de nunca acabar. Un proceso que la mayoría del pueblo israelí, a juzgar por los resultados electorales, siente como impuesto.
Siempre en clave interna, quizá no le interesa otra, el primer ministro Netanyahu intentó explicar el ataque apelando a una razón tan convincente para sus ciudadanos como la condenable amenaza iraní. La amenaza, el miedo, la fuerza. Ese es el mensaje. Israel siempre está listo para la guerra, nunca parece convencido de buscar la paz.
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