martes, 24 de noviembre de 2009

Consensos perversos

Poco a poco, todos los aspirantes fueron cayendo eliminados. Y al final quedaron ellos. Herman Van Rompuy y Catherine Ashton saludaron sorprendidos, posaron incrédulos sonriendo entre los aplausos del distinguido público. Habían pasado casi desapercibidos. No tenían un gran atractivo personal, tampoco planes audaces, ni siquiera ideas comunes. Pero a quién le importan esas profundidades. Ahora se han convertido en dos líderes aclamados, que con gracia y donaire dan sus primeros pasos bajo los focos al son del "Himno de la Alegría".

La pareja de moda se conoció en el gran concurso del consenso, pero en realidad estaba predeterminada por su origen. Él es hombre, un mérito indudable, conservador -faltaría más- y, como es belga, vaya suerte, está respaldado, casi nada, por Francia y Alemania. Ella es mujer (de toda la vida), progresista -faltaría más-, británica, God save the Queen, y hasta baronesa. Ignoro si además representa a los euroescépticos de su país. Juntos, Herman y Catherine encarnan para sus 27 casamenteros la fórmula perfecta. Y, si la química de las cuotas funciona, quizá con el tiempo, quién sabe, puedan alumbrar una criaturita. Que sean felices, que no les cambien la música, que nos equivoquemos.

No es fácil. Las primeras diferencias se dibujaron sobre los planos de la casa común europea. Unos la deseaban grande, independiente y con un salón amplio. Pero otros preferían un adosado, moderno y funcional. Muchos querían habitación propia, casi todos mirando a Washington. Así que al final la vivienda se construyó por fases, de encargo, con estancias laberínticas, pasillos llenos de puertas y zonas comunes mal iluminadas.

Herman y Catherine se mudarán en unos meses. Como a cualquier otra pareja, les gustaría decorar su hogar conforme a sus gustos. Pero tienen poco dinero y no han conseguido crédito. Esperemos que, al menos, en el piso de arriba, disfruten de cierta intimidad. Disponen para su esparcimiento de la buhardilla alquilada hace años a Javier Solana. Quizá les haya dejado sus posters y se contagien de su frenético ajetreo, de ese impagable entusiasmo diplomático que en cualquier aeropuerto del mundo le hacía proclamar su optimismo mientras las bombas caían kilómetros más allá. Le echaremos de menos. Hablaba por nosotros y lo hacía con voz propia.

Hoy los constructores pasean orgullosos contemplando su mansión. Aunque incómoda, no ha quedado mal y los primeros inquilinos parecen de fiar. Asi que todos repiten su frase favorita: el consenso es necesario. Y la invocan como la excusa que bendice un fracaso, como la varita mágica que intenta dotar de encanto a ese candidato que no era el mío, pero tampoco el tuyo.

Y al final, de tanto manosearlo, resulta que el consenso se limita al reparto de cargos. También en España, donde instituciones públicas como el CGPJ o RTVE se rigen por consejeros propuestos por los partidos y por presidentes definidos, en un elogio envenenado, como eficaces gestores o políticos de perfil bajo. Sí, el consenso es necesario. Pero no suficiente. ¿Dónde quedan el liderazgo, el proyecto, la independencia de otros poderes?

Hace ya bastantes años, en plena guerra fría, el secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger se lamentaba de que, en caso de crisis, no sabía qué teléfono de Europa había que marcar. Ahora la Unión ha crecido y tiene por fin casa propia. Pero como es grande, siempre está llena. Y mucho me temo que, cuando llame Obama, tan importantes invitados no van a permitir, por Dios, que Herman o Catherine tengan que molestarse en coger el auricular.

martes, 10 de noviembre de 2009

Bajo los escombros del Muro

En la primavera de 1991 Berlín se componía todavía de dos ciudades adosadas. Una luminosa, radiante, capitalista. Vencedora. Otra, al Este, donde, más allá de las zonas monumentales, reinaba la oscuridad. No había tiendas, no había anuncios de neón y los bloques clonados de viviendas se alternaban con descampados para dibujar manzanas de aire fantasmagórico.
La fiesta de la reunificación iba alumbrando la incertidumbre.

El muro había caído año y medio antes, y la cicatriz que cruzaba Alemania tenía su reflejo en las múltiples heridas estampadas por la guerra en la fachada del Reichstag. "Y aquí estaba, y más allá se veía, y por ahí se divisaba…" Superando su propio pasado, Berlín se reconstruía después de que el tren de la Historia se hubiera llevado por delante las últimas estaciones de paso.

A finales de los 80, aquella frontera resultaba ya tan artificial que no pudo soportar un mero malentendido entre funcionarios represores. La debilidad de sus cimientos había empezado a quedar en evidencia cuando Gorbachov, con una mezcla de realismo e ingenuidad, intentó arrojar una nueva mirada sobre su imperio. En sólo unos años se derrumbó el Muro, se levantó el Telón de Acero, y concluyó la Guerra Fría, y un intelectual avispado proclamó, con evidente éxito publicitario, que la Historia había terminado. Era un lema. Simple, eficaz, pero falso. Tan sólo había cambiado de capítulo.

Con el Muro cayó la dictadura como sistema político de referencia del viejo mundo bipolar. En un rápido movimiento encadenado, los países de Europa del Este evolucionaron hasta convertirse en democracias formales, aunque con evidentes imperfecciones de funcionamiento. Incluso Rusia, que vuelve a paladear sus antiguos regustos imperiales, ha dejado de conmemorar oficialmente la gran revuelta soviética que la convirtió en superpotencia militar.

El Muro sepultó al mismo tiempo el comunismo, dejando en el desamparo ideológico a millones de personas que, después de tanta sangre y tanto sudor, despertaron entre lágrimas del sueño igualitario por decreto. Y aunque pervive hegemónico en algunos bastiones, en la famélica Corea del Norte o en el soleado parque temático caribeño, ha perdido su capacidad de influencia. La revolución ya no se exporta; ya ni siquiera importa. Desde 1989 el planeta es, con recesión y todo, capitalista. Para el Sur, a su pesar. El consumismo se ha impuesto hasta en China, tan comunista de puertas adentro y campeona del libre comercio a la hora de inundar los bazares con sus productos de bajo coste.

El derrumbamiento de Berlín enterró además el eurocentrismo. Si a lo largo del siglo XX, el Viejo Continente fue perdiendo un liderazgo secular, después también ha dejado de ser, por fortuna, aquel tétrico teatro de operaciones bélicas. Desde hace una década, la Unión Europea, amparada en la historia de sus integrantes, se inventa y se reinventa para intentar mantenerse como referencia moral. Pero es un actor secundario, aunque bien pagado, en una obra protagonizada por el tormentoso diálogo entre Washington, la expansionista periferia musulmana y las economías emergentes.

Han pasado 20 años y en el capítulo actual de la Historia el nuevo milenio crece amenazado por el terrorismo y el contraterrorismo, en un choque de incivilizaciones que no sabemos adónde nos llevará. Porque bajo los escombros del Muro yacen, por último, las viejas seguridades. Ahora el mundo es uno, global y diverso, paradójico y confuso, quizá más pequeño, tal vez un poco más libre. Y al superhéroe que intenta gobernarlo le importa más la atención sanitaria que los escudos galácticos. Ha ganado el Nobel de la Paz, pero teme estar perdiendo una guerra. Y aunque las parabólicas e Internet transportan la luz más allá de las fronteras, en su guión quedan tantos interrogantes, tantas zonas sombrías como en aquellas oscuras manzanas del viejo Berlín Este.

martes, 3 de noviembre de 2009

El derby

La vida, la muerte y otras minucias. Sí, todo está en juego. La victoria. Los colores del corazón.
Y los futbolistas chocan, meten el hombro, esconden la tibia, tratando de intimidar al rival con la mirada. Nadie retrocede. Es el partido superlativo. El partido. EL PARTIDO.

Todos sudan, todos sufren, todos disfrutan. Menos el árbitro. Cada falta desata una tormenta de protestas y reproches que intenta acallar con tarjetas amarillas. Sin éxito. Empezó, como los jugadores, pidiendo deportividad. Apretón de manos, intercambio de banderines, buenos deseos. Luego llegaron el cansancio y la tensión. La impotencia. Un empujoncito a escondidas, ese codazo que se escapa, los gestos despectivos, "pues-yo-en-tu-puta-madre".

Mira el señor colegiado, con su experiencia, parece mentira, sorprendido en medio de la tangana. Sorteando manotazos, dando gritos como uno más. Hasta que se calma, recompone su autoridad y recurre a un último arresto de gallardía. "Por favor, capitanes, aquí". Llamada al orden. Promesas de colaboración. Teatro. Vuelve el balón, vuela otra patada. A la mierda el olimpismo y su hipocresía. Sólo importa ganar. Y sobrevivir.

Pero el trencilla tampoco recula. Lo dijo al inicio: no quería expulsar a nadie. Y, claro, el partido ha degenerado, se ha convertido en un duelo desigual. Su ego contra la grada. "Cabrón, échale de una vez, ¿no has visto la leche que le ha metido delante de tu jeta?". "Pero gilipollas, ¡si se ha tirado!". Ahora, ebrio de adrenalina, apunta retador a esos supuestos deportistas que sólo compiten en insultarle.

"A callar, coño. He pitado falta y es falta. Y si no lo es, me la suda, porque la he pitado". Falta. A cinco metros del área. En el último minuto. Desorientados por un portero gritón, los defensas componen patéticamente una barrera de futuros fusilados. "Pero no me jodas, macho, hacia el otro lado, ¿es que no sabes cuál es la izquierda?...". El capitán, voluntarioso, intenta arreglar el desaguisado. "Tú, negro, aquí". A tomar por culo también la corrección política. Total, llegó hace tres días y no entiende ni papa de español. Aunque, por lo menos, no ha parado de correr y la pega bien. "A ver, júntate a ése y tápate los huevos, que te pueden reventar…". Y el moreno a su bola, dejando un hueco que se ve desde el palco.

En el banquillo, el delantero se ata lentamente las botas. Más de cuarenta tantos la última temporada. En Copa, Liga y Champions. Un auténtico crack; marcó hasta de rebote. Con el chándal puesto, se revuelve como un depredador desesperado. Come pipas, muerde uñas, come uñas, muerde pipas.

"Metros, árbitro, metros". Y vuelta a empezar con la barrera. Unos pasitos para atrás. "¡Pero no os separéis!" Crece la tensión. Que tire de una vez. Murmullos. "Me temo que esto acaba en empate". Desconcierto. Alguien ha pedido un cambio. La voz tronante del míster. "Vamos, coño, date prisa, que estás dormido". Y el Pichichi por fin echa a correr entre los gritos de ánimo. "Olvídate del partido de los empleados y empieza inmediatamente a calentar". Falta sólo una hora para el derby.