En la primavera de 1991 Berlín se componía todavía de dos ciudades adosadas. Una luminosa, radiante, capitalista. Vencedora. Otra, al Este, donde, más allá de las zonas monumentales, reinaba la oscuridad. No había tiendas, no había anuncios de neón y los bloques clonados de viviendas se alternaban con descampados para dibujar manzanas de aire fantasmagórico.
La fiesta de la reunificación iba alumbrando la incertidumbre.
El muro había caído año y medio antes, y la cicatriz que cruzaba Alemania tenía su reflejo en las múltiples heridas estampadas por la guerra en la fachada del Reichstag. "Y aquí estaba, y más allá se veía, y por ahí se divisaba…" Superando su propio pasado, Berlín se reconstruía después de que el tren de la Historia se hubiera llevado por delante las últimas estaciones de paso.
A finales de los 80, aquella frontera resultaba ya tan artificial que no pudo soportar un mero malentendido entre funcionarios represores. La debilidad de sus cimientos había empezado a quedar en evidencia cuando Gorbachov, con una mezcla de realismo e ingenuidad, intentó arrojar una nueva mirada sobre su imperio. En sólo unos años se derrumbó el Muro, se levantó el Telón de Acero, y concluyó la Guerra Fría, y un intelectual avispado proclamó, con evidente éxito publicitario, que la Historia había terminado. Era un lema. Simple, eficaz, pero falso. Tan sólo había cambiado de capítulo.
Con el Muro cayó la dictadura como sistema político de referencia del viejo mundo bipolar. En un rápido movimiento encadenado, los países de Europa del Este evolucionaron hasta convertirse en democracias formales, aunque con evidentes imperfecciones de funcionamiento. Incluso Rusia, que vuelve a paladear sus antiguos regustos imperiales, ha dejado de conmemorar oficialmente la gran revuelta soviética que la convirtió en superpotencia militar.
El Muro sepultó al mismo tiempo el comunismo, dejando en el desamparo ideológico a millones de personas que, después de tanta sangre y tanto sudor, despertaron entre lágrimas del sueño igualitario por decreto. Y aunque pervive hegemónico en algunos bastiones, en la famélica Corea del Norte o en el soleado parque temático caribeño, ha perdido su capacidad de influencia. La revolución ya no se exporta; ya ni siquiera importa. Desde 1989 el planeta es, con recesión y todo, capitalista. Para el Sur, a su pesar. El consumismo se ha impuesto hasta en China, tan comunista de puertas adentro y campeona del libre comercio a la hora de inundar los bazares con sus productos de bajo coste.
El derrumbamiento de Berlín enterró además el eurocentrismo. Si a lo largo del siglo XX, el Viejo Continente fue perdiendo un liderazgo secular, después también ha dejado de ser, por fortuna, aquel tétrico teatro de operaciones bélicas. Desde hace una década, la Unión Europea, amparada en la historia de sus integrantes, se inventa y se reinventa para intentar mantenerse como referencia moral. Pero es un actor secundario, aunque bien pagado, en una obra protagonizada por el tormentoso diálogo entre Washington, la expansionista periferia musulmana y las economías emergentes.
Han pasado 20 años y en el capítulo actual de la Historia el nuevo milenio crece amenazado por el terrorismo y el contraterrorismo, en un choque de incivilizaciones que no sabemos adónde nos llevará. Porque bajo los escombros del Muro yacen, por último, las viejas seguridades. Ahora el mundo es uno, global y diverso, paradójico y confuso, quizá más pequeño, tal vez un poco más libre. Y al superhéroe que intenta gobernarlo le importa más la atención sanitaria que los escudos galácticos. Ha ganado el Nobel de la Paz, pero teme estar perdiendo una guerra. Y aunque las parabólicas e Internet transportan la luz más allá de las fronteras, en su guión quedan tantos interrogantes, tantas zonas sombrías como en aquellas oscuras manzanas del viejo Berlín Este.
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