sábado, 30 de octubre de 2010

El Rey burlón

El 3 de julio de 1976, dos días después de la dimisión de Arias Navarro, el Rey llamó a Adolfo Suárez al Palacio de la Zarzuela. Franco había muerto meses atrás, pero España se encontraba todavía atenazada entre el autoritarismo inmovilista de cuarenta años y el miedo a que la ruptura abrupta hacia la democracia diera paso a otro baño de sangre. Cuando aquella tarde de sábado, de maniobras en el alambre, Suárez entró por fin al despacho de don Juan Carlos, no vio a nadie. El joven político se quedó desconcertado unos segundos, hasta que el Jefe del Estado apareció a sus espaldas, saliendo de su escondite detrás de la puerta, para pedirle que asumiera la presidencia del gobierno. No consta que el monarca dijera “cú-cú”, pero la anécdota aporta un seductor toque humano a un instante trascendental para la transición.

Esta escena, inverosímil si no hubiera sido relatada posteriormente por Suárez, aparece recogida en las crónicas políticas sobre la época. Pero ¿cómo representarla en una película sin caer en el ridículo? La realidad y la ficción pueden coquetear y a veces conjugarse por sí mismas de forma caprichosa y casi absurda, pero no siempre resisten la mezcla en el crisol de la creación literaria y cinematográfica. Incluso en ocasiones -¿verdad, Sánchez Dragó?- son prostituidas como mera excusa tramposa para aventar un escándalo eludiendo las responsabilidades.

Hace una década, Javier Cercas recuperó el interés de nuestras letras por la Guerra Civil con “Soldados de Salamina”. El autor enhebraba de forma admirable un episodio contrastado de las postrimerías de la contienda con el relato de su propia frustración, retratándose como un escritor novel que no persigue sin éxito la obra soñada. Su original mirada convirtió dos historias reales en una elogiada ficción. Las críticas más puristas, que también las hubo, se centraron precisamente en su decisión consciente de insinuar que saltaba la frontera entre lo real y lo imaginado. Pero los enredos de la vida le hicieron un guiño a Cercas. El personaje esencial para enlazar las dos historias de su libro era Roberto Bolaño, hoy aclamado de forma póstuma por haber convertido los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez en epicentro del esplendor narrativo de esa gran aventura inconclusa que supone “2666”.

Cercas fue reincidente. En el experimento y en el éxito. Hace dos años publicó “Anatomía de un instante”, que aúna el escrutinio del periodista con la intención del escritor. Como es sabido, el autor detiene y rebobina la secuencia en imágenes del golpe de estado del 23-F para reconstruir la actuación de sus principales protagonistas. Aunque en esta ocasión, quizá por la extrema delicadeza que exige el manejo de materiales y personajes vivos, el escritor extremeño se mostró exquisito a la hora de aclarar hasta dónde llegaban los hechos comprobados, dónde comenzaban las conjeturas y cuál era su interpretación personal. Con todo, Cercas no escatimaba críticas, bien fundadas, al Rey ni a Suárez. Se manchó las manos con el barro de la realidad, pero elevó sobre ella una mirada distinta y honesta.

Esta semana, Telecinco ha emitido “Felipe y Letizia”, una serie de dos capítulos acerca del romance entre el Prícipe de Asturias y su esposa. Todo un reto porque, al igual que en la última obra de Cercas, los protagonistas son reales, en este caso muy reales, los hechos, suficientemente conocidos, y además el desenlace no admite variaciones. El problema es que la voluntad de verosimilitud, de limitarse a ilustrar los hitos de esta historia ha acabado sepultando la mirada del creador.

Edificar la ficción sobre los cimientos de la realidad resulta ya difícil sobre el papel, pero la potencia descriptiva de la imagen significa una amenaza añadida para la credibilidad. Cuando los actores no se parecen a las personas que interpretan, nos defraudan; cuando consiguen componer el personaje, corren el riesgo atarse a él, cayendo en la imitación. Y sin una relectura creativa, sin nuevas revelaciones, los matices conocidos se reducen a brochazos. Para nuestro disfrute, hemos visto al Rey de España (Juanjo Puigcorbé) desayunando en chándal gris. A ratos distante, otros contrariado, también solemne. Demasiado en su sitio.

La trampa final radica en que no parece haber ficción creíble sin diálogos. Descartada la posibilidad de arriesgar o de inventar, el guión se desangra en conversaciones quizá posibles y sin duda sorprendentes. Don Juan Carlos, campechano y socarrón, va sembrando sentencias que oscilan entre lo cósmico (“tenemos muchos problemas: Irak, Afganistán, el cambio climático…), lo cómico (“lo bueno de este oficio es que en el fútbol vas al palco”) y hasta lo tópico (“Sofía, qué testaruda eres; si fueras española, serías aragonesa”). Si la acción se hubiera situado junto a Suárez en aquel momento fundacional de la democracia, nuestro monarca de ficción sin duda habría dicho “cú-cú”.

sábado, 23 de octubre de 2010

¿El Gobierno de la remontada?

Buscaba Zapatero un gobierno que comunique mejor. Puestos a pedir, sería preferible que gobernara mejor. Lo básico, le guste o no, ya lo hemos entendido, aunque no acabemos de comprenderlo. Él no es culpable de la crisis económica internacional, pero sí de la evidente falta de reacción que ha situado el paro en cifras de récord mundial. Como el diálogo social acabó en silencio, el ejecutivo recortó los derechos laborales para animar a los empresarios. También metió tijera a los que tenía a mano, funcionarios y pensionistas. Así que básicamente tendrá que convencernos de que no le quedaba otro remedio, de que, por el bien de todos, escogió el mal menor.

Ante los micrófonos, el presidente ha colocado a su galáctico de la dialéctica: Alfredo Pérez Rubalcaba. Veterano de batallitas felipistas, idea rápida y verbo afilado, repetirá, insistirá hasta grabarnos a fuego su mantra: “¿qué hace el PP?”. El ministro del Interior encarna también un deseo secreto de Zapatero. Con años de retraso, su frustrado diálogo con ETA parece haber dado fruto. De las esperanzas sembradas entonces, con la implicación del PNV, ha crecido la todavía insuficiente contestación interna a la banda terrorista. Ahora, ante la falta de alegrías económicas, el presidente puede sentir la tentación de precipitarse en una negociación que le catapulte en las urnas. Sería un error: el tiempo juega contra los asesinos.

Para suerte de los periodistas, tendremos Rubalcaba por partida triple. Ya lo vimos el jueves en su toma de posesión como vicepresidente y portavoz. Recibió las carteras junto a su alter ego, el ministro de la Presidencia, el dialogante Jáuregui, y delante de su propio retrato, recuerdo de su último paso, hace década y media, por Moncloa. Curioso, tiene pasado y no le pesa.

Trinidad Jiménez, otra estrella ascendente, también exhibe superpoderes. El jueves despidió a Moratinos, tomo posesión de la cartera de Asuntos Exteriores y, sin despeinarse ni dejar de sonreír, se desplazó a supervelocidad al Ministerio de Sanidad para dar el relevo a Leire Pajín. Ese sprint por Madrid simboliza su propia carrera en los últimos diez años. Buena imagen, capacidad de gestión, superresistencia y supertalante para afrontar encargos envenenados. Hace un par de semanas, Tomás de Parla le atizó con la kriptonita, ahora Zapatero ha acudido a rescatarle.

Valeriano Gómez goza, mejor todavía, del don de la ubicuidad. Por un lado, aportó informes para la elaboración de la reforma laboral. Por otro, como miembro de UGT, participó el 29-S, sin quitarse el traje, en la manifestación de los sindicatos contra esa legislación. En los próximos meses tratará de inspirar y tutelar la reforma de las pensiones: básicamente consiste en elegir si trabajar más tiempo o bien recortar nuestras prestaciones. De él se espera que busque el consenso y hasta que lo consiga. Cintura, es evidente, no le falta.

Otro giro oportuno, en este caso desde la izquierda desunida de Anguita que hacía la pinza a González, ha llevado a Rosa Aguilar al departamento tres-en-uno de Medio Ambiente, Rural y Marino. La ex alcaldesa de Córdoba salió de IU al integrarse en el ejecutivo andaluz y, pese al nuevo ascenso, no se plantea ingresar en el PSOE. Para qué, de independiente tampoco le va tan mal. El viernes, con absoluto sentido de la normalidad, aseguró que no llevaba la cartera al Consejo de Ministros porque pesa mucho. Ella sabrá, con tanto viaje…

Como el Gobierno de las reformas y sus cuentas austeras imponían algún recorte, aunque fuera cosmético, Zapatero ha amontonado en un ministerio las competencias de Sanidad, Políticas Sociales e Igualdad. Al frente, Leire Pajín, cuya cualidad más reconocida es tan valiosa como efímera: la juventud. Esperemos que no aplique perspectivas de género a la enfermedad, aunque a algunos la mera mención de la paridad y de mujeres con poder ya les ha puesto malos. Señor León: suspendido en Igualdad y Ciudadanía, don Mariano decidirá –Dios mediante y con mucha calma- si puede presentarse en mayo.

El presidente ilusionista vaticinó tres días antes de la remodelación que en año y medio el PSOE podía dar la vuelta a las encuestas. En la cúpula del PP, por el contrario, tienen la convicción de que sólo ellos pueden perder los comicios. Parece complicado, pero para el impávido Rajoy no hay nada imposible.

sábado, 16 de octubre de 2010

¡¡¡Viva Chile, mierda!!!

No me gustan los uniformes militares. Especialmente el de la Armada que, por un sorteo inmisericorde con mis raíces castellanas, lucí durante 9 meses. A Frank Sinatra, suelen decir las chicas, el traje de marinerito le sentaba fenomenal; a mí, bastante peor: parecía un champiñón, hasta mi abuela Pilar lo reconoció. (Creo haber destruido todas las fotos). Nunca me han gustado las armas, los desfiles siempre me dejaron frío. Lo malo de no ser suficientemente canijo es haber hecho la mili; lo bueno, que siempre marchaba al final del pelotón.

El martes llevé a mi hijo Santiago a la celebración de la Fiesta Nacional. Lo hice sin apriorismos ideológicos, prefiero que, poco a poco, vea de todo. Como a tantos niños, le atraen los caballos, los tanques, los camiones y los aviones de guerra. Pero él no era, ni con mucho, el más entusiasta. La señora mayor que amablemente le situó junto a las vallas se esmeraba en animar a todos los participantes. “¡Viva la Guardia Civil, los más guapos…!”, “¡Viva la Legión, los más guapos…!”, “Viva los marineros, los más guapos…!” A mí, más que guapos, me resultaban bien parecidos. Idénticos: casi diría que pasaban y volvían a pasar los mismos, pero con distinto uniforme. Todo sea por recortar gastos.

Estábamos situados al inicio del recorrido, lejos de la tribuna. Rodeados por familias enteras, pertrechados algunos padres con escalerilla, los pequeños ondeando su banderita rojigualda. Jóvenes de cráneo rasurado, patillas afiladas y gafas Ray-Ban. Ni rastas ni pantalones cagaos, quizá menos inmigrantes que otros años. Cerca de nosotros, un oficial vestido de gala se cuadró entre el gentío y permaneció, impertérrito y bizarro, en posición de saludo, durante la interpretación del himno. Desistí de hacerle una foto, temí que la interpretara como una burla.

Esperamos aburridos media hora, mientras el acto se desarrollaba frente a las autoridades. De vez en cuando, un grito intentaba calentar el ambiente: “¡Zapatero, dimisión!”. Invariablemente el eco de varias gargantas lo coreaba cuatro o cinco veces, hasta que languidecía entre las sonrisas cómplices y algo incómodas del público. Yo estaba en alerta, aguardando a que Santiago disparara una pregunta inoportuna. “Papá, ¿qué gritan?, ¿no les gusta Zapatero?, ¿qué significa dimisión?”. El interrogatorio se produjo tres días después. “Hijo, hay gente a quien le gusta Zapatero y otra mucha a la que no”. “¿Y por qué?” “Porque, como todos, hace cosas bien y otras mal”. Contesté a la gallega, sin querer emponzoñarle con nuestras fobias de adultos, sintiendo ya en mis pies las llamas eternas del infierno de los relativistas.

Desde nuestro sitio, no presenciamos los abucheos en el homenaje a los caídos por España. Ahí sí me mojo: fueron bochornosos. Los símbolos (el himno, la bandera, las coronas de flores, incluso las autoridades en los actos institucionales) merecen, como el propio desfile, un silencio respetuoso. Por simple educación, sin necesidad de protocolos ni de renunciar al espíritu crítico. Porque, al final, los gritos y pitidos del “tea party” patrio oscurecieron la parada militar, seguida con esporádicos “Viva España” y más simpatía que entusiasmo.

El auténtico sentimiento nacional se me apareció de noche, con el tanto de Llorente a Escocia, la enésima victoria de una selección que, a fuerza de convicciones, ha desinhibido nuestros complejos colectivos. El miércoles, al amanecer, el orgullo me atrapó por las tripas. Ascendió desde el fondo de una remota mina en el desierto de Atacama y se desbocó gracias a un milagroso rescate. ¡¡¡Viva Chile, mierda!!! En ese país desgarrado anteayer por una dictadura, el presidente de derechas y el líder de los mineros sepultados por las lamentables condiciones laborales se dieron un abrazo y entonaron el himno a viva voz. Sin desfiles, uniformes ni abucheos. Es cierto, estaban viviendo una circunstancia excepcional. Pero vaya lección de unidad.

sábado, 9 de octubre de 2010

Nobel a la gran novela

El jueves se presentaba soso. Las noticias parecían arrastradas por el lodo tóxico del día anterior: el entrenamiento de etarras en Venezuela, las dudas sobre la recuperación económica, la problemática reforma de las pensiones. Qué aburrimiento. A la una se fallaba el Nobel de Literatura. El jefe de la sección de Cultura, Luis Felipe Torrente, ya había conseguido el teléfono de la traductora de ese autor africano al que iban a galardonar. Una cámara aguardaba cerca de las grandes librerías de Madrid para grabar, en algún estante recóndito, las obras del escritor recién elevado al Olimpo literario.

Mario Vargas Llosa. Qué decir. Un reconocimiento inesperado por demasiado esperado. Una maravillosa sorpresa que rescató del tedio a los informativos y que estúpidamente me hizo sentir por un rato algo menos ignorante. Me encanta leer, acostumbro a ojear los suplementos literarios, pero nunca había oído hablar de alguno de los escritores premiados en los últimos años. Y no lo digo con petulancia ni afán de epatar, sino como reconocimiento de mis propias limitaciones. Por una vez muchos pudimos debatir cuál era nuestra obra favorita.

Descubrí a los autores hispanoamericanos en la adolescencia. Primero a García Márquez y a su telúrico elenco de José Aurelios y Aurelianos. De ahí salté, picoteando, a Vargas Llosa, a sus visitadoras, a sus militarones. Luego a otros. Si la vida nos coloca habitualmente ante cósmicas disyuntivas –Coca Cola o Pepsi, Madrid o Barça-, la gran literatura sortea las fronteras y nos permite idolatrar a varios talentos sin temor a ser acusados de traición.

García Márquez y Vargas Llosa, antiguos amigos, exiliados en las Letras, distanciados por la vida, un orgulloso liberal y un izquierdista irredento, ahora igualados en el Nobel. ¿Por qué elegir? Dos escritores y maestros del periodismo, uno del reportaje, el otro de la opinión y de la crítica. Narradores irrepetibles que han coloreado para la fatigada Europa la sórdida realidad de las dictaduras hispanoamericanas: mariposas amarillas, espadones ensimismados, sátrapas sátiros, prostitutas alegres y también tristes.

Leo bastante, todo lo que puedo, y no doy abasto. Leo de forma desordenada y asistemática, contagiado a veces por la esclavitud del cánon, salpicado otras por los impulsos de la moda y el diluvio de las novedades. Leo de forma compulsiva cuando me atrapa una historia original, real e imaginativa, engarzada sobre el ritmo de su prosa y la sonoridad de las palabras. Leo para aprender, para sorprenderme, para disfrutar las vidas que no he vivido, pero que algunos grandes fabuladores han soñado por mí. Leo como homenaje a los noveles, a los consagrados, a los maestros, a los Nobeles.

Sí, el jueves acabó bien, incluso para el resto de los candidatos: aprenderán a no desesperar. Fue un día feliz para Luis Felipe, que pudo felicitar telefónicamente a Vargas Llosa antes de solicitarle un par de entrevistas. Enhorabuena a todos. Por la reparación de la injusticia, por la alegría del galardón a la lengua española, por la simpatía hacia un Premio Nobel que, demasiado humano, temió haber sido objeto de una broma pesada. Brillante giro argumental para la historia de una vida dedicada a la gran literatura.

domingo, 3 de octubre de 2010

Cambiar de culo, salvar el mundo (y II)

Soy periodista, me considero razonablemente de izquierdas y el 29-S fui a trabajar. A la puerta de mi empresa, un puñado de compañeros nada coercitivos invitaban cortésmente a los esquiroles, mayoritarios, a que repensáramos nuestra postura. Nadie, que yo sepa, dio marcha atrás; tampoco hubo insultos ni incidentes. El colegio -público- de los niños abrió como cualquier otro día aunque faltaron profesores. Quizá por miedo, a primera hora de la mañana había menos gente en la calle, también numerosos sitios para aparcar. Los comercios estaban abiertos y el supermercado, por una vez, vacío.

Flota en los días de huelga un sentimiento de triste desconcierto en el ambiente. Me pregunté varias veces si estaba haciendo lo correcto. No lo dudo: el abaratamiento del despido justifica la protesta. Pero ante la crisis, lo siento, lo realista es apretar el culo y, si hace falta, trabajar más. Mi abuela Pilar solía decir que yo era de buen conformar. Nunca supe si era una crítica o un terrible elogio castellano. Al abuelo Alejandro, por el contrario, le gustaba presumir de que, a los 9 años, ya era el delegado de mi clase. Lo fui varias veces más, incluso en COU, pero la Universidad, donde sólo estaban organizados los radicales, me desmovilizó. Me he hecho mayor y, al tiempo, más individualista, intentando mantener la conciencia crítica y los prejuicios alejados. Algo de alma debe quedarme, espero.

Al final, la huelga, como era previsible, triunfó sobre todo en las fábricas y allí donde la estructura laboral facilita la conciencia y la presión sindicales, donde el trabajador es un mero número, ni siquiera un nombre. Pero el problema, más que el paro del miércoles, son los parados, especialmente los que no tienen formación. No sólo se ha hundido la construcción, la industria tradicional camina hacia la extinción. Apreciamos a los mineros porque les consideramos doblemente excepcionales: por un lado, gladiadores contra su destino; por otro, prisioneros en un sector subvencionado. Quizá para eso existe el Estado, para lanzar un salvavidas donde la rentabilidad hace aguas.

El 29-S no sepultó a los sindicatos, pero evidenció su creciente distanciamiento de la sociedad. El Gobierno se apresuró a asegurar que no habrá marcha atrás en la reforma laboral. Ni se siente derrotado, ni quiso cantar victoria en la guerra de cifras. A la mañana siguiente, Cándido Méndez y María Teresa Fernández de la Vega se saludaron de forma educada al coincidir en la Cadena SER. Ambos se invitaron mutuamente a repensar sus planteamientos. Ninguno rectificó, tampoco hubo insultos ni incidentes. Flotaba en el ambiente la nostalgia de las complicidades desaparecidas.

Será difícil que recuperen la amistad con la reforma de las pensiones. El Ejecutivo ofrece diálogo, faltaría más, pero cualquier propuesta de viabilidad futura pasa por retrasar la edad de jubilación o por reducir las prestaciones. Hace ya meses que Zapatero, obligado por Europa y mirando a los mercados, cambió su rostro socialdemócrata por otro neoliberal. Sacrificó sus principios “por responsabilidad” para financiar el rescate de la economía española. Con los presupuestos casi aprobados, esta semana superó el mal trago de la huelga. Ahora, mirando a las urnas, el presidente funambulista busca un plan para salvar al PSOE del naufragio en los sondeos. Un guiño simbólico (¿el laicismo?, ¿la memoria histórica?, ¿el fin de ETA?) que le permita seducir otra vez a tantos votantes de izquierda que van a seguir en huelga mucho más allá del 29-S.