El 3 de julio de 1976, dos días después de la dimisión de Arias Navarro, el Rey llamó a Adolfo Suárez al Palacio de la Zarzuela. Franco había muerto meses atrás, pero España se encontraba todavía atenazada entre el autoritarismo inmovilista de cuarenta años y el miedo a que la ruptura abrupta hacia la democracia diera paso a otro baño de sangre. Cuando aquella tarde de sábado, de maniobras en el alambre, Suárez entró por fin al despacho de don Juan Carlos, no vio a nadie. El joven político se quedó desconcertado unos segundos, hasta que el Jefe del Estado apareció a sus espaldas, saliendo de su escondite detrás de la puerta, para pedirle que asumiera la presidencia del gobierno. No consta que el monarca dijera “cú-cú”, pero la anécdota aporta un seductor toque humano a un instante trascendental para la transición.
Esta escena, inverosímil si no hubiera sido relatada posteriormente por Suárez, aparece recogida en las crónicas políticas sobre la época. Pero ¿cómo representarla en una película sin caer en el ridículo? La realidad y la ficción pueden coquetear y a veces conjugarse por sí mismas de forma caprichosa y casi absurda, pero no siempre resisten la mezcla en el crisol de la creación literaria y cinematográfica. Incluso en ocasiones -¿verdad, Sánchez Dragó?- son prostituidas como mera excusa tramposa para aventar un escándalo eludiendo las responsabilidades.
Hace una década, Javier Cercas recuperó el interés de nuestras letras por la Guerra Civil con “Soldados de Salamina”. El autor enhebraba de forma admirable un episodio contrastado de las postrimerías de la contienda con el relato de su propia frustración, retratándose como un escritor novel que no persigue sin éxito la obra soñada. Su original mirada convirtió dos historias reales en una elogiada ficción. Las críticas más puristas, que también las hubo, se centraron precisamente en su decisión consciente de insinuar que saltaba la frontera entre lo real y lo imaginado. Pero los enredos de la vida le hicieron un guiño a Cercas. El personaje esencial para enlazar las dos historias de su libro era Roberto Bolaño, hoy aclamado de forma póstuma por haber convertido los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez en epicentro del esplendor narrativo de esa gran aventura inconclusa que supone “2666”.
Cercas fue reincidente. En el experimento y en el éxito. Hace dos años publicó “Anatomía de un instante”, que aúna el escrutinio del periodista con la intención del escritor. Como es sabido, el autor detiene y rebobina la secuencia en imágenes del golpe de estado del 23-F para reconstruir la actuación de sus principales protagonistas. Aunque en esta ocasión, quizá por la extrema delicadeza que exige el manejo de materiales y personajes vivos, el escritor extremeño se mostró exquisito a la hora de aclarar hasta dónde llegaban los hechos comprobados, dónde comenzaban las conjeturas y cuál era su interpretación personal. Con todo, Cercas no escatimaba críticas, bien fundadas, al Rey ni a Suárez. Se manchó las manos con el barro de la realidad, pero elevó sobre ella una mirada distinta y honesta.
Esta semana, Telecinco ha emitido “Felipe y Letizia”, una serie de dos capítulos acerca del romance entre el Prícipe de Asturias y su esposa. Todo un reto porque, al igual que en la última obra de Cercas, los protagonistas son reales, en este caso muy reales, los hechos, suficientemente conocidos, y además el desenlace no admite variaciones. El problema es que la voluntad de verosimilitud, de limitarse a ilustrar los hitos de esta historia ha acabado sepultando la mirada del creador.
Edificar la ficción sobre los cimientos de la realidad resulta ya difícil sobre el papel, pero la potencia descriptiva de la imagen significa una amenaza añadida para la credibilidad. Cuando los actores no se parecen a las personas que interpretan, nos defraudan; cuando consiguen componer el personaje, corren el riesgo atarse a él, cayendo en la imitación. Y sin una relectura creativa, sin nuevas revelaciones, los matices conocidos se reducen a brochazos. Para nuestro disfrute, hemos visto al Rey de España (Juanjo Puigcorbé) desayunando en chándal gris. A ratos distante, otros contrariado, también solemne. Demasiado en su sitio.
La trampa final radica en que no parece haber ficción creíble sin diálogos. Descartada la posibilidad de arriesgar o de inventar, el guión se desangra en conversaciones quizá posibles y sin duda sorprendentes. Don Juan Carlos, campechano y socarrón, va sembrando sentencias que oscilan entre lo cósmico (“tenemos muchos problemas: Irak, Afganistán, el cambio climático…), lo cómico (“lo bueno de este oficio es que en el fútbol vas al palco”) y hasta lo tópico (“Sofía, qué testaruda eres; si fueras española, serías aragonesa”). Si la acción se hubiera situado junto a Suárez en aquel momento fundacional de la democracia, nuestro monarca de ficción sin duda habría dicho “cú-cú”.
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