No me gustan los uniformes militares. Especialmente el de la Armada que, por un sorteo inmisericorde con mis raíces castellanas, lucí durante 9 meses. A Frank Sinatra, suelen decir las chicas, el traje de marinerito le sentaba fenomenal; a mí, bastante peor: parecía un champiñón, hasta mi abuela Pilar lo reconoció. (Creo haber destruido todas las fotos). Nunca me han gustado las armas, los desfiles siempre me dejaron frío. Lo malo de no ser suficientemente canijo es haber hecho la mili; lo bueno, que siempre marchaba al final del pelotón.
El martes llevé a mi hijo Santiago a la celebración de la Fiesta Nacional. Lo hice sin apriorismos ideológicos, prefiero que, poco a poco, vea de todo. Como a tantos niños, le atraen los caballos, los tanques, los camiones y los aviones de guerra. Pero él no era, ni con mucho, el más entusiasta. La señora mayor que amablemente le situó junto a las vallas se esmeraba en animar a todos los participantes. “¡Viva la Guardia Civil, los más guapos…!”, “¡Viva la Legión, los más guapos…!”, “Viva los marineros, los más guapos…!” A mí, más que guapos, me resultaban bien parecidos. Idénticos: casi diría que pasaban y volvían a pasar los mismos, pero con distinto uniforme. Todo sea por recortar gastos.
Estábamos situados al inicio del recorrido, lejos de la tribuna. Rodeados por familias enteras, pertrechados algunos padres con escalerilla, los pequeños ondeando su banderita rojigualda. Jóvenes de cráneo rasurado, patillas afiladas y gafas Ray-Ban. Ni rastas ni pantalones cagaos, quizá menos inmigrantes que otros años. Cerca de nosotros, un oficial vestido de gala se cuadró entre el gentío y permaneció, impertérrito y bizarro, en posición de saludo, durante la interpretación del himno. Desistí de hacerle una foto, temí que la interpretara como una burla.
Esperamos aburridos media hora, mientras el acto se desarrollaba frente a las autoridades. De vez en cuando, un grito intentaba calentar el ambiente: “¡Zapatero, dimisión!”. Invariablemente el eco de varias gargantas lo coreaba cuatro o cinco veces, hasta que languidecía entre las sonrisas cómplices y algo incómodas del público. Yo estaba en alerta, aguardando a que Santiago disparara una pregunta inoportuna. “Papá, ¿qué gritan?, ¿no les gusta Zapatero?, ¿qué significa dimisión?”. El interrogatorio se produjo tres días después. “Hijo, hay gente a quien le gusta Zapatero y otra mucha a la que no”. “¿Y por qué?” “Porque, como todos, hace cosas bien y otras mal”. Contesté a la gallega, sin querer emponzoñarle con nuestras fobias de adultos, sintiendo ya en mis pies las llamas eternas del infierno de los relativistas.
Desde nuestro sitio, no presenciamos los abucheos en el homenaje a los caídos por España. Ahí sí me mojo: fueron bochornosos. Los símbolos (el himno, la bandera, las coronas de flores, incluso las autoridades en los actos institucionales) merecen, como el propio desfile, un silencio respetuoso. Por simple educación, sin necesidad de protocolos ni de renunciar al espíritu crítico. Porque, al final, los gritos y pitidos del “tea party” patrio oscurecieron la parada militar, seguida con esporádicos “Viva España” y más simpatía que entusiasmo.
El auténtico sentimiento nacional se me apareció de noche, con el tanto de Llorente a Escocia, la enésima victoria de una selección que, a fuerza de convicciones, ha desinhibido nuestros complejos colectivos. El miércoles, al amanecer, el orgullo me atrapó por las tripas. Ascendió desde el fondo de una remota mina en el desierto de Atacama y se desbocó gracias a un milagroso rescate. ¡¡¡Viva Chile, mierda!!! En ese país desgarrado anteayer por una dictadura, el presidente de derechas y el líder de los mineros sepultados por las lamentables condiciones laborales se dieron un abrazo y entonaron el himno a viva voz. Sin desfiles, uniformes ni abucheos. Es cierto, estaban viviendo una circunstancia excepcional. Pero vaya lección de unidad.
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