miércoles, 21 de julio de 2010

Glorias circulares

Era un catalán de pura cepa. Torso musculado, frente recia y rizo indómito. Se encontró, de forma inesperada, frente a la Reina de España. Había superado embates y patadas, había achicado el bombardeo sobre el área, había marcado de cabeza sobrevolando en un acceso de furia (¡furia!) las torres alemanas. Carles Puyol, apenas tapado por una toalla blanca (¡blanca!), sufrió un repentino ataque de timidez o de pudor protocolario. Con una carrerita, la última del día, se escabulló del primer plano entre las risas de sus compañeros. Escasa vestimenta para tanta grandeza.

Cuando concluyó la semifinal contra Alemania, un magnánimo Puyol trató de consolar a los derrotados. El gigante Schweinsteiger permanecía en cuclillas, presa de obsesivas alucinaciones. A falta de balón, había intentado entretener los minutos contando el número de españoles sobre el césped. Al rato, lo dejó por imposible: se movían demasiado. Eran, además, desafiantes. En los minutos finales y con ventaja en el marcador, tres de ellos, Xavi, Iniesta y Silva, puñetero ardor pitufo, le rodearon, le presionaron y hasta le obligaron a ceder un córner.

España encontró el pasadizo a la final en una esquina. Desde su época en el Real Madrid, a Vicente del Bosque se le acusaba de no preparar las jugadas a balón parado. Sin embargo, contra Alemania y contra pronóstico, la Roja sacó ventaja en un córner ¡ensayado por el Barça! En general, toda la ofensiva española contra Alemania siguió la partitura azulgrana. Toco, me voy, recibo, me giro, oteo líneas de pase, la devuelvo y abro otro hueco. El legado Guardiola. Del Bosque, en su inteligente perfil bajo, cobijó a los artistas en el estilo que transpiran y apuntaló el once con los modélicos pretorianos del Real Madrid.

Pep le regaló el primer halago en Sudáfrica: “España es más que el Barça”. Como algunos no quisieron entenderlo (“la Roja es azulgrana” tituló Sport, frente al “Visca España”, de As), el técnico culé lo ha reiterado en su primera rueda de prensa de la temporada, citando como antecedentes de la victoria en el Mundial a la Quinta del Buitre, al Superdepor de Irureta y al Zaragoza de Víctor Fernández. “El triunfo es de todos”. Y de su fidelidad al libreto que aprendió del Cruyff entrenador.

El triunfo, en términos futbolísticos, ha sido sumar. Sumar esfuerzos y sumar también valores. Siempre el toque, pero también la determinación en la primera fase, la firmeza contra Portugal y Paraguay, el virtuosismo frente a Alemania, la resistencia contra la fiera Holanda. Un ataque impredecible asentado sobre un centro del campo sólido, una defensa consistente, un portero inspirado. Y una dirección brillante, tanto en la lectura táctica de los partidos como en la gestión de un banquillo lleno de estrellas.

Del Bosque reservó desde el primer día un hueco en el once para Iniesta, todavía renqueante. Acertó. El centrocampista, agradecido, le obsequió en la final con una invitación para el Olimpo. Ambos destilan, cada uno en su época, trienios de cantera, una modestia insultante y un espíritu tranquilo. “Si lo sé, no marco”, le espetó Andrés a Zapatero cuando, de visita en La Moncloa, tuvo que ponerse ante el micrófono. Ya había dictado cátedra en el césped, sorteando tarascadas y tirando paredes. Había marcado un gol para la Historia. Pero en el escenario esbozó dos frases de compromiso y salió corriendo entre el cachondeo general. Un catalán adoptivo, de la variante autóctona de Fuentealbilla.

Epílogo: La selección española de fútbol es campeona del mundo. Muchos pensábamos que nunca viviríamos una gesta tan emotiva. Nos equivocamos. Mi generación, tantas veces frustrada en la sempiterna cantinela del eterno candidato injustamente eliminado, no olvidará Sudáfrica. Pero el título sólo significa – casi nada- que este equipo es imbatible dando patadas al balón. No caben otras lecturas. Los virtuosos de la pelota, cada uno con su vida y sus ideas, trabajaron duro, disfrutaron juntos y vencieron. Fueron grandes, muy grandes, y muchos quisimos celebrarlo con ellos. Otros se mantuvieron al margen. Perfecto. Pero no mezclemos a los deportistas en nuestras politiquerías. Por respeto a ellos, por respeto al momento.

viernes, 2 de julio de 2010

España en el diván

“Libertad, amnistía, Estatut de Autonomía”, rezaba el clamor reivindicativo de la sociedad catalana en los confusos meses de la transición. Entre la reforma y la ruptura, soportando el terrorismo y derrotando al golpismo, la democracia fue basándose en el consenso, pero también sobre algunas incertidumbres interesadamente equívocas. A las nacionalidades históricas se les indujo a pensar que eran diferentes; a las demás se les aseguró que, por la vía lenta, llegarían a ser iguales a las primeras. Treinta años después, el Estado de las Autonomías funciona, aunque la crisis económica haya disparado las críticas al despilfarro público en representaciones inútiles, altos cargos, normativas contradictorias y coches oficiales.

Felipe González y Jordi Pujol habían forjado sus armas políticas en la lucha contra la dictadura y conocían por experiencia los inestables equilibrios sobre los que iba ganando solidez la democracia española. Uno trató de “hacer España”, el otro de “hacer Cataluña”. Defendían ideologías distintas, pero guiados por el espíritu práctico que emana del poder, centraron sus diferencias en la gestión, alejándose de debates que consideraban peligrosos.

Aznar, que no había vivido la transición, se propuso la defensa de una España sin complejos. Y aunque las circunstancias electorales le obligaron a hablar catalán en la intimidad durante cuatro años, su mensaje fue calando en las comunidades no históricas. En el año 2000, la mayoría absoluta avaló la rentabilidad del centralismo a ultranza, de su enfrentamiento frontal con unos nacionalismos que también contribuyó a exacerbar.

En este nuevo marco de tensiones, Zapatero quizá, sólo quizá, acertó al abrir desde la Moncloa una segunda oleada estatutaria inspirada por el diálogo. Pero seguro que se equivocó al no fijar previamente sus límites. La idea de alentar las competencias a la carta ha acabado degenerando, entre otras, en una batalla política por el agua de los ríos. En los últimos años, una Carta Magna estática –por las mayorías cualificadas que exige su reforma- se ve obligada a adaptar y adoptar leyes inferiores que la desbordan. No, nuestro país no se rompe, pero cada vez es más difícil de gobernar.

En el caso de Cataluña, el resto de los españoles asistimos al choque público entre la franqueza, a veces antipática, de los independentistas, y los silencios posibilistas
de los nacionalistas moderados y de parte de la izquierda. Tiene razón el PP cuando acusa al PSOE de mantener posiciones ambiguas con los nacionalismos. Pero, pese a los errores de Zapatero, es precisamente esa suma de sensibilidades distintas, desde Bono hasta Maragall, la que hace de los socialistas la fuerza más capaz para articular una España en tensión. Nos guste o no, el nacionalismo está presente en nuestra política desde finales del siglo XIX. No creo que haya que exagerar su importancia, pero ¿es posible ignorarlo?, ¿es conveniente?

Hace unos días, el Tribunal Constitucional refrendó, con relevantes recortes, la mayor parte del nuevo Estatuto de Cataluña. Y regresó el ruido partidista. “Una sentencia para la tranquilidad”, afirmó Zapatero. Para su tranquilidad, sobre todo. Tres décadas después de haber conquistado la democracia, España, también Cataluña, se tumba de nuevo en el diván. Y sin embargo se mueve.