“Libertad, amnistía, Estatut de Autonomía”, rezaba el clamor reivindicativo de la sociedad catalana en los confusos meses de la transición. Entre la reforma y la ruptura, soportando el terrorismo y derrotando al golpismo, la democracia fue basándose en el consenso, pero también sobre algunas incertidumbres interesadamente equívocas. A las nacionalidades históricas se les indujo a pensar que eran diferentes; a las demás se les aseguró que, por la vía lenta, llegarían a ser iguales a las primeras. Treinta años después, el Estado de las Autonomías funciona, aunque la crisis económica haya disparado las críticas al despilfarro público en representaciones inútiles, altos cargos, normativas contradictorias y coches oficiales.
Felipe González y Jordi Pujol habían forjado sus armas políticas en la lucha contra la dictadura y conocían por experiencia los inestables equilibrios sobre los que iba ganando solidez la democracia española. Uno trató de “hacer España”, el otro de “hacer Cataluña”. Defendían ideologías distintas, pero guiados por el espíritu práctico que emana del poder, centraron sus diferencias en la gestión, alejándose de debates que consideraban peligrosos.
Aznar, que no había vivido la transición, se propuso la defensa de una España sin complejos. Y aunque las circunstancias electorales le obligaron a hablar catalán en la intimidad durante cuatro años, su mensaje fue calando en las comunidades no históricas. En el año 2000, la mayoría absoluta avaló la rentabilidad del centralismo a ultranza, de su enfrentamiento frontal con unos nacionalismos que también contribuyó a exacerbar.
En este nuevo marco de tensiones, Zapatero quizá, sólo quizá, acertó al abrir desde la Moncloa una segunda oleada estatutaria inspirada por el diálogo. Pero seguro que se equivocó al no fijar previamente sus límites. La idea de alentar las competencias a la carta ha acabado degenerando, entre otras, en una batalla política por el agua de los ríos. En los últimos años, una Carta Magna estática –por las mayorías cualificadas que exige su reforma- se ve obligada a adaptar y adoptar leyes inferiores que la desbordan. No, nuestro país no se rompe, pero cada vez es más difícil de gobernar.
En el caso de Cataluña, el resto de los españoles asistimos al choque público entre la franqueza, a veces antipática, de los independentistas, y los silencios posibilistas
de los nacionalistas moderados y de parte de la izquierda. Tiene razón el PP cuando acusa al PSOE de mantener posiciones ambiguas con los nacionalismos. Pero, pese a los errores de Zapatero, es precisamente esa suma de sensibilidades distintas, desde Bono hasta Maragall, la que hace de los socialistas la fuerza más capaz para articular una España en tensión. Nos guste o no, el nacionalismo está presente en nuestra política desde finales del siglo XIX. No creo que haya que exagerar su importancia, pero ¿es posible ignorarlo?, ¿es conveniente?
Hace unos días, el Tribunal Constitucional refrendó, con relevantes recortes, la mayor parte del nuevo Estatuto de Cataluña. Y regresó el ruido partidista. “Una sentencia para la tranquilidad”, afirmó Zapatero. Para su tranquilidad, sobre todo. Tres décadas después de haber conquistado la democracia, España, también Cataluña, se tumba de nuevo en el diván. Y sin embargo se mueve.
2 comentarios:
santi... ¿colegio lourdes?
ernesto.
sí, qué tal, ernesto
santiagosaizdeapellaniz@gmail.com
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