viernes, 18 de noviembre de 2016

Donaldismo y Periodisney

Colgados ha habido siempre, lo que pasa es que ahora los sacamos en las noticias”, aseguró hace casi una década, sin solemnidad alguna pero con irrefutable agudeza, un editor de informativos con el que trabajé en CNN+. Internet ya tenía presencia, pero la recesión económica todavía no había estallado, las redes sociales caminaban a gatas y los movimientos antisistema permanecían anclados en la marginalidad.  

En realidad, ya para entonces conocíamos notables ejemplos de personajes, entre irreverentes, ignorantes y estrafalarios, aupados al poder político por sus millones y su popularidad televisiva. Jesús Gil, condenado por el homicidio involuntario de 56 personas en 1969 e indultado luego por el propio franquismo, se convirtió en 1987 en el presidente del Atlético de Madrid y en 1991 en alcalde de Marbella, donde arrasó con una amplísima mayoría absoluta revalidada en 1995 y 1999.

A aquel ostentóreo millonario le oímos prometer limpiar la localidad de “putas e indigentes”, le vimos en el prime time de Tele5 bañarse en un jacuzzi rodeado de chicas en bikini, le recordamos agrediendo a puñetazos al dirigente de otro club de fútbol. No deberíamos olvidar que acabó condenado y en la cárcel por su corrupta gestión en la localidad malagueña, y con el club de fútbol intervenido. Su modelo dejó honda huella, y no sólo en el urbanismo: la veintena de ayuntamientos conducidos por su partido hacia la bancarrota sumaban en 2005 más de la mitad de la deuda municipal con la Seguridad Social.

Silvio Berlusconi, propietario del canal español de televisión donde aquel verano de 1991 -recién investido alcalde de Marbella- refrescó sus pechos Jesús Gil, es dueño del Milan desde mediados de los 80 y fue primer ministro de Italia durante unos diez años, repartidos en tres etapas entre 1994 y 2011. “Il Cavaliere”, que esgrimía sus éxitos empresariales como principal aval político, dimitió en 2011 debido a las presiones de la Unión Europea ante la gravísima situación económica de su país.

Enfrentado durante décadas a los tribunales e impulsado al poder por la corrupción anterior, promovió una reforma legal que impedía que se le juzgara, cuando estaba en el cargo, por presuntos delitos anteriores. Ni aun así pudo mantenerse limpio. En 2015 fue condenado a tres años de cárcel por sobornar a otro político. Ya antes había sido condenado en primera instancia –aunque resultó finalmente absuelto- por corrupción de menores.

Gil y Berlusconi podían ser lo que hoy sabemos, y nunca trataron de disimular lo que ya parecían, pero por ricos, rebeldes o rompehuevos resultaban atractivos para un sector no necesariamente inculto del electorado. Junto al trampolín de sus negocios, Donald Trump ha gozado de una visibilidad similar. Desde 2004 ha organizado, producido y actuado como jurado en un reality show de la cadena estadounidense NBC en el que un grupo de empresarios concursaba por un cuantioso contrato en su corporación.

No está de más recordar que estos tres héroes populares, ayer apóstoles y hoy apoteosis del donaldismo, nacieron del entretenimiento televisivo y fue -además de la judicatura- el periodismo quien les desnudó ante la opinión pública, iluminando sus zonas sombrías para completar el inofensivo retrato iconoclasta que de ellos había dibujado la pantalla de la diversión.

Años después de su inspirada frase, el diagnóstico de mi compañero se ve confirmado por esa extraña, en ocasiones viscosa, confusión de enfoques y géneros que desde webs dedicadas a la mera agregación o al pseudoperiodismo ha terminado salpicando a espacios antes exclusivamente informativos y a las ediciones digitales de los medios más solventes. Colgados de diverso pelaje, sin más discurso que su gracieta , gozan de inmerecida presencia junto a las noticias o entre ellas. Desde este escaparate del infotainment, donde hay más hueco para titulares chispeantes que para argumentos, Trump se ha coronado como nuevo presidente viral de los Estados Unidos.      

No siento de entrada que la misión del periodismo haya fracasado por la llegada, nada banal, del millonario a la Casa Blanca: ¿Haría más digno, por ejemplo, a “The New York Times” haber pedido el voto para él? Pero sí estoy convencido de que los antaño influyentes medios de referencia habían fallado previamente a buena parte de los votantes de Trump. Antes de repudiar el simplismo de la América profunda, que la mayoría no hemos pisado, o de despreciar la democracia, a la que debemos tanto, podríamos preguntarnos por qué en los últimos años tanta gente, aquí y allí, sospecha de las grandes cabeceras pese a su contribución -sí, primordial- al descubrimiento y denuncia de numerosos abusos y corruptelas políticas, económicas y sociales.   

Los informadores (como suena, informadores) deberíamos examinar si, a nuestro nivel, hemos contado bien la recesión, sus angustias y desigualdades. ¿Hemos sido exigentes con los poderes de todo tipo o nos hemos acercado a ellos hasta diluirnos de forma acrítica en su palabrería? ¿Hemos profundizado en esta sociedad, compleja y cambiante, o nos estamos abandonando al periodisney de entretenimiento?

Parece indiscutible que el creciente ecosistema de Internet permite la formación de comunidades activas donde antes sólo había corrientes de pensamiento minoritarias y aisladas. Y podríamos ahogarnos en lágrimas lamentando que al final predomina lo más visto, pero ¿acaso no gobierna, en algorítmica equivalencia, el más votado? Es probable, desde luego, que la mayoría usemos los laberintos de la Red para reforzar nuestras propias opiniones… tal y como hacíamos con los medios de comunicación preexistentes.

Discrepo de que la tendencia de búsquedas de Google sirva sin más para anticipar el triunfo de Trump, aunque sí revelen asociaciones de ideas interesantes en términos de comunicación política y además demuestren -al igual que la conversación social- que desde el primer minuto  generaba mayor interés que Hillary Clinton. Más significativo que "cuántos buscaron" debería ser "qué encontraron", lo que nos remite de nuevo a las vías de agua de este periodismo que presumía de vocación cualitativa y se descubre a la deriva en un océano cuyos baremos de éxito son, cada vez más, de naturaleza cuantitavia. Aun así, no me considero nostálgico ni apocalíptico. Bienvenidos sean los datos, siempre y cuando estén a nuestro servicio y no al revés.
  
No comparto, tampoco, que la responsabilidad resida en las redes sociales, por mucho que en ellas el discurso tienda a desestructurarse, lo divertido anule a lo complejo, vuelen los bulos y las opiniones extremistas se impongan sobre las matizadas. ¿Serían mejores si hubiera ganado Hillary Clinton? ¿Por qué convertir a las redes, o a Google, en garantía de veracidad si no se lo exigimos al quiosquero cuando apenas existían otros filtros? Aunque si realmente estuvieran interesadas en mejorar su servicio a la sociedad -y confieso que no lo sé-, podrían acercarse a los medios de comunicación (y en general a los creadores de contenidos de calidad) para promover, financiar y primar propuestas de valor.

De mi experiencia en las redes sociales he aprendido que la gente no entra en Facebook para informarse. Puede leer alguna noticia que le llega (junto a chistes, frases inspiradoras y fotos familiares) por el poder de la recomendación de sus amigos y, si acaso, por la promoción que realiza, cobrando, la propia red social. Es el impacto de la audiencia masiva de ésta el que convierte en virales determinadas historias, el mismo impacto que también usan los grandes medios para distribuir su comida rápida. Esos artículos ligeros -que pueden estar bien hechos y no son deliberadamente falsos- reportan un considerable número de visitas a sus webs. No lo demonizaré: las audiencias así incrementadas se transforman en publicidad que paga otros despliegues y las exclusivas. Si la viralidad constituye un objetivo deseable, la obsesión desmedida por “likes”, “shares” y pinchazos puede inducir a desincentivar la excelencia.

A largo plazo, se antoja difícil contener el avance de este mecanismo. Los propietarios y directivos de medios podrían tomar nota de que el descubrimiento de tantos profesionales de la información mentirosa coincide con el debilitamiento de las plantillas y las condiciones en que trabajan los profesionales de la información verdadera. Y los lectores deberían aprender que la información cuesta dinero. Sí, la mayoría de los grandes medios estadounidenses se molestó en desenmascarar las incoherencias de Trump. Sus artículos estaban al alcance de los votantes; muchos -eso es lo más preocupante- prefirieron ignorarlos. Es una opción respetable, veremos si acertada.

Por formidable que haya sido su desarrollo en el último lustro, ni Facebook ha encumbrado por sí mismo a Trump, ni Twitter encendió por su cuenta las hoy frustradas primaveras árabes.  Las redes multiplican el eco de un malestar que antes permanecía desconectado y latente, y todavía hoy pasa desapercibido para otros sistemas de diagnóstico como las encuestas. Sin embargo, esos movimientos ya circulaban por aguas profundas antes de encontrar su vía de difusión.    

Al final, nuestros análisis sobre las elecciones estadounidenses se estrellan contra una última limitación. Tratamos de explicar de forma racional un voto que da la sensación de guiarse por motivos ajenos al pensamiento. En la era de la gente indignada y del poder bajo (merecida) sospecha, las emociones, el entretenimiento y hasta las ganas de fastidiar pueden convertir a un multimillonario poco dado a  pagar impuestos en el símbolo rampante de los antisistema y alzarlo hasta la cima del establishment.  

Trump, aupado por la desestructuración social, gobernará en plena era de la desestructuración de la información, de los aprendizajes, de la propia democracia. Un contexto en apariencia desfavorable para el periodismo. Aun así, ¿por qué vamos a rendirnos en estos días de la posverdad? Como ocurrió con Gil o Berlusconi, el mandato del magnate representa un incentivo. Para investigar más, para analizar mejor, para presentar de forma más atractiva, sin bajar el nivel de exigencia, argumentos más profundos. Si algún año cometimos, porque-le-gusta-a-la-gente, el pecado profesional de amplificar sin contraste ni reprobación lo que sólo constituían banalidades e insultos, hemos sido condenados a no restar ninguna relevancia al ejercicio del donaldismo en los próximos cuatros años. El ensueño de la desinformación produce monstruos. Las debilidades del periodisney los alimentan hasta que llegan a devorarnos.