Soy periodista, me considero razonablemente de izquierdas y el 29-S fui a trabajar. A la puerta de mi empresa, un puñado de compañeros nada coercitivos invitaban cortésmente a los esquiroles, mayoritarios, a que repensáramos nuestra postura. Nadie, que yo sepa, dio marcha atrás; tampoco hubo insultos ni incidentes. El colegio -público- de los niños abrió como cualquier otro día aunque faltaron profesores. Quizá por miedo, a primera hora de la mañana había menos gente en la calle, también numerosos sitios para aparcar. Los comercios estaban abiertos y el supermercado, por una vez, vacío.
Flota en los días de huelga un sentimiento de triste desconcierto en el ambiente. Me pregunté varias veces si estaba haciendo lo correcto. No lo dudo: el abaratamiento del despido justifica la protesta. Pero ante la crisis, lo siento, lo realista es apretar el culo y, si hace falta, trabajar más. Mi abuela Pilar solía decir que yo era de buen conformar. Nunca supe si era una crítica o un terrible elogio castellano. Al abuelo Alejandro, por el contrario, le gustaba presumir de que, a los 9 años, ya era el delegado de mi clase. Lo fui varias veces más, incluso en COU, pero la Universidad, donde sólo estaban organizados los radicales, me desmovilizó. Me he hecho mayor y, al tiempo, más individualista, intentando mantener la conciencia crítica y los prejuicios alejados. Algo de alma debe quedarme, espero.
Al final, la huelga, como era previsible, triunfó sobre todo en las fábricas y allí donde la estructura laboral facilita la conciencia y la presión sindicales, donde el trabajador es un mero número, ni siquiera un nombre. Pero el problema, más que el paro del miércoles, son los parados, especialmente los que no tienen formación. No sólo se ha hundido la construcción, la industria tradicional camina hacia la extinción. Apreciamos a los mineros porque les consideramos doblemente excepcionales: por un lado, gladiadores contra su destino; por otro, prisioneros en un sector subvencionado. Quizá para eso existe el Estado, para lanzar un salvavidas donde la rentabilidad hace aguas.
El 29-S no sepultó a los sindicatos, pero evidenció su creciente distanciamiento de la sociedad. El Gobierno se apresuró a asegurar que no habrá marcha atrás en la reforma laboral. Ni se siente derrotado, ni quiso cantar victoria en la guerra de cifras. A la mañana siguiente, Cándido Méndez y María Teresa Fernández de la Vega se saludaron de forma educada al coincidir en la Cadena SER. Ambos se invitaron mutuamente a repensar sus planteamientos. Ninguno rectificó, tampoco hubo insultos ni incidentes. Flotaba en el ambiente la nostalgia de las complicidades desaparecidas.
Será difícil que recuperen la amistad con la reforma de las pensiones. El Ejecutivo ofrece diálogo, faltaría más, pero cualquier propuesta de viabilidad futura pasa por retrasar la edad de jubilación o por reducir las prestaciones. Hace ya meses que Zapatero, obligado por Europa y mirando a los mercados, cambió su rostro socialdemócrata por otro neoliberal. Sacrificó sus principios “por responsabilidad” para financiar el rescate de la economía española. Con los presupuestos casi aprobados, esta semana superó el mal trago de la huelga. Ahora, mirando a las urnas, el presidente funambulista busca un plan para salvar al PSOE del naufragio en los sondeos. Un guiño simbólico (¿el laicismo?, ¿la memoria histórica?, ¿el fin de ETA?) que le permita seducir otra vez a tantos votantes de izquierda que van a seguir en huelga mucho más allá del 29-S.
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