Poco a poco, todos los aspirantes fueron cayendo eliminados. Y al final quedaron ellos. Herman Van Rompuy y Catherine Ashton saludaron sorprendidos, posaron incrédulos sonriendo entre los aplausos del distinguido público. Habían pasado casi desapercibidos. No tenían un gran atractivo personal, tampoco planes audaces, ni siquiera ideas comunes. Pero a quién le importan esas profundidades. Ahora se han convertido en dos líderes aclamados, que con gracia y donaire dan sus primeros pasos bajo los focos al son del "Himno de la Alegría".
La pareja de moda se conoció en el gran concurso del consenso, pero en realidad estaba predeterminada por su origen. Él es hombre, un mérito indudable, conservador -faltaría más- y, como es belga, vaya suerte, está respaldado, casi nada, por Francia y Alemania. Ella es mujer (de toda la vida), progresista -faltaría más-, británica, God save the Queen, y hasta baronesa. Ignoro si además representa a los euroescépticos de su país. Juntos, Herman y Catherine encarnan para sus 27 casamenteros la fórmula perfecta. Y, si la química de las cuotas funciona, quizá con el tiempo, quién sabe, puedan alumbrar una criaturita. Que sean felices, que no les cambien la música, que nos equivoquemos.
No es fácil. Las primeras diferencias se dibujaron sobre los planos de la casa común europea. Unos la deseaban grande, independiente y con un salón amplio. Pero otros preferían un adosado, moderno y funcional. Muchos querían habitación propia, casi todos mirando a Washington. Así que al final la vivienda se construyó por fases, de encargo, con estancias laberínticas, pasillos llenos de puertas y zonas comunes mal iluminadas.
Herman y Catherine se mudarán en unos meses. Como a cualquier otra pareja, les gustaría decorar su hogar conforme a sus gustos. Pero tienen poco dinero y no han conseguido crédito. Esperemos que, al menos, en el piso de arriba, disfruten de cierta intimidad. Disponen para su esparcimiento de la buhardilla alquilada hace años a Javier Solana. Quizá les haya dejado sus posters y se contagien de su frenético ajetreo, de ese impagable entusiasmo diplomático que en cualquier aeropuerto del mundo le hacía proclamar su optimismo mientras las bombas caían kilómetros más allá. Le echaremos de menos. Hablaba por nosotros y lo hacía con voz propia.
Hoy los constructores pasean orgullosos contemplando su mansión. Aunque incómoda, no ha quedado mal y los primeros inquilinos parecen de fiar. Asi que todos repiten su frase favorita: el consenso es necesario. Y la invocan como la excusa que bendice un fracaso, como la varita mágica que intenta dotar de encanto a ese candidato que no era el mío, pero tampoco el tuyo.
Y al final, de tanto manosearlo, resulta que el consenso se limita al reparto de cargos. También en España, donde instituciones públicas como el CGPJ o RTVE se rigen por consejeros propuestos por los partidos y por presidentes definidos, en un elogio envenenado, como eficaces gestores o políticos de perfil bajo. Sí, el consenso es necesario. Pero no suficiente. ¿Dónde quedan el liderazgo, el proyecto, la independencia de otros poderes?
Hace ya bastantes años, en plena guerra fría, el secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger se lamentaba de que, en caso de crisis, no sabía qué teléfono de Europa había que marcar. Ahora la Unión ha crecido y tiene por fin casa propia. Pero como es grande, siempre está llena. Y mucho me temo que, cuando llame Obama, tan importantes invitados no van a permitir, por Dios, que Herman o Catherine tengan que molestarse en coger el auricular.
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