Los malos son necesarios. Socialmente necesarios. Cada mañana emergen de lodos cuajados de injusticia y violencia para facilitar la incómoda búsqueda de razones y simplificar la comprensión de lo inexplicable. Sabemos que están ahí y queremos verles la cara. Porque siempre da más miedo lo desconocido.
El jueves por la noche murió en un hospital de Tenerife una niña de tres años. Había ingresado días antes con aparentes signos de malos tratos. Un primer informe médico hablaba de golpes, quemaduras en la espalda, indicios de violación. El compañero sentimental de la madre de la pequeña fue detenido, interrogado y puesto a disposición judicial, en una secuencia que suscitó a lo largo del viernes la atención preferente de los medios de comunicación. El sábado, para sorpresa general, quedó en libertad sin cargos.
La pirámide deductiva se derrumbó por la base. Los informes forenses revelaron que la niña no había sufrido abusos ni torturas; sí un fuerte golpe al caerse de un columpio. Sin delito tampoco había, por tanto, delincuente. Pero en la psicología colectiva, la repetición y concatenación del binomio malos tratos-arrestado fue creando una realidad paralela: la sensación de culpabilidad, más o menos explícita según el rigor de cada informador o comentarista. Un veredicto erróneo reforzado por la existencia de imágenes del supuesto agresor custodiado por la policía. El malo existía porque incluso le habíamos visto la cara. A esas alturas, el "presunto", que significa jamón en portugués, se había convertido en una exquisitez propia de periodistas puntillosos.
Al final, como sabemos, la única ultrajada resultó precisamente la presunción de inocencia. La honestidad elemental obliga a disculparse, a enmendar, cada uno en su medida, la injusticia cometida y a revisar los protocolos de los grupos profesionales que fallaron. Pero también deberíamos preguntarnos sobre lo que el público espera de los medios de comunicación. En una sociedad acechada por decenas de cámaras vigilantes y entretenida por las impúdicas escenas robadas que inundan la Red, nada resulta más descorazonador que un suceso ilustrado con una fría fachada y el testimonio de un vecino que, en sabrosas declaraciones, repite que nunca apreció nada extraño. Sí, reconozcámoslo. Queremos ver al malo. Periodistas y espectadores. Todos.
Hace unas semanas, la llegada a la Audiencia Nacional de políticos del PSC y de CiU arrestados en relación con el penúltimo caso de corrupción reabrió el debate sobre la llamada "pena de telediario". Todavía trajeados, bajaron lentamente de los furgones sujetando ante las cámaras con sus manos esposadas sendas bolsas de basura en las que transportaban sus objetos personales. En ese tribunal hay unos portones diseñados para proteger la intimidad de los detenidos. Ese día no fueron utilizados. Tampoco se había adoptado ninguna precaución similar cuando, a comienzos de agosto, comparecieron ante el juez, igualmente esposados, los altos cargos del PP y del gobierno balear presuntamente relacionados con las irregularidades en la construcción del velódromo "Palma Arena".
¿Derecho a la intimidad y al honor frente al derecho a la información? Si se limita a los casos anteriores, la discusión resulta clasista porque sólo se plantea para los delitos de cuello blanco. Nadie apela a los derechos de presuntos chorizos, pederastas, narcotraficantes o asaltantes de chalets, aunque aparezcan semidesnudos, tumbados y encañonados en las imágenes que diariamente difunden las fuerzas de seguridad. Y nadie tiene mala conciencia debido a un reflejo justiciero: los capturados tampoco tuvieron en cuenta los derechos de sus víctimas. De modo que nos gusta ver a los malos y nos apetece especialmente si han sido derrotados por los buenos, a los que, por razones de seguridad que nadie discute, se les vela el rostro.
El desenlace satisfactorio de los sucesos cumple la función tranquilizadora de reducir nuestro desasosiego frente al aparente predominio de la impunidad. Además, gana peso -y seguimiento- en los informativos cuando, debido a la notoriedad del delito, los planos del sospechoso se completan con decenas de personas increpándole. En nuestro pensamiento simplista, el orden social ha sido restaurado y lo que venga después ya no nos interesa.
Queremos ver a los malos. Y queremos verles más cuanto peores nos los pintan. Siempre recordaremos la captura de Sadam Husein por esas imágenes en las que aparecía con aspecto piojoso y desastrado como si, anticipándose al futuro, ya estuviera caminando hacia la horca. ¿Alguien se planteó no emitirlas, alguien no quiso verlas? En ocasiones, la competencia entre periodistas ha puesto en riesgo operaciones policiales. Uno de los últimos golpes a la cúpula de ETA en Francia tuvo que precipitarse ante la llegada de cámaras de televisión de RTVE al portal del edificio donde se reunían los (presuntos) terroristas. Aún así, los que no disfrutamos de la exclusiva tuvimos la satisfacción de grabar despeinado y desencajado al jefe político de la banda, Thierry, supuesto inductor de tantos asesinatos. Otro malo a buen recaudo.
Las precauciones disminuyen a medida que aumenta el consenso social sobre las actividades de los arrestados. En noviembre de 2001, apenas dos meses después del sangriento 11-S, fueron detenidas once personas en Madrid como presuntas integrantes de una célula española de Al Qaeda. Interior facilitó imágenes de los todavía-presuntos-terroristas tras el arresto. Tres de ellos quedaron en libertad tras prestar declaración en la Audiencia Nacional. Pero su rostro, por negligencia policial o periodística, siguió ilustrando informaciones de distintos medios hasta que un abogado instó a deshacer el error. Para uno de ellos, Ahmad Raghad Mardini, la pesadilla reapareció años más tarde. En 2005 y, pese a sus advertencias, su cara seguía apareciendo en un vídeo sobre terrorismo islamista difundido por El Mundo y Telemadrid. Presentó una querella y la ganó. Sin embargo, el eco de su injusto linchamiento fue bastante limitado.
Antes de juicio, los detenidos pueden ser imputados y, como mucho, confesos. Incluso reincidentes si fueron condenados en ocasiones anteriores por el mismo delito. Si no fuera porque el trasfondo es trágico, podría plantearse que, esposados o no, todos entren a declarar con un sambenito donde se lea claramente "sólo soy un presunto". Para que sus derechos no sean devorados por una sociedad ávida de algunas informaciones. Porque seguirán en nuestras pantallas. Por interés informativo, esperemos que con mayor rigor, los detenidos mantendrán su cuota en las noticias. Los malos son necesarios. Socialmente necesarios. Y necesariamente sociales.
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