El último día de 2009, el presupuesto público se acostó extenuado. En los últimos meses se había multiplicado para apuntalar bancos y cajas, atraer inversiones, ayudar a los parados. Su popularidad le había impulsado más allá de las fronteras y de las teorías económicas. Si, por ejemplo, en la España plurisubvencionada había financiado numerosas y cuestionables obras municipales, en el paraíso capitalista un rey mago lo había utilizado hasta para extender la atención sanitaria.
Después de un año de combate contra la crisis, el presupuesto público se sentía satisfecho. No le gustaban las negociaciones parlamentarias con olor a cambalache, ni los disparatados gastos de representación, ni los bonus a costa del contribuyente. Pero recordaba complacido las aventuras para pagar el rescate de unos pescadores capturados en aguas alejadas de cualquier protección y las carreras para transportar a miles de viajeros abandonados por un empresario que, además de engañarlos, les riñó por confiar en él.
Entre parches y agujeros, el dinero público no había parado un sólo día. Y sin embargo no había conseguido fomentar el consumo. Claro, él nunca había comulgado con los mercados. Pese a sus desvelos y desequilibrios, cayó profundamente dormido. Soñó que las economías se recuperaban. Roncó al imaginar que el paro disminuía y crecía el gasto privado. Rompió a sudar recordando que, en tiempos de bonanza neoliberal, muchos pregonaban que los países debían gestionarse como una empresa. Se estremeció, se incorporó sobresaltado. Al despertar, el Estado todavía estaba allí.
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