La vida, la muerte y otras minucias. Sí, todo está en juego. La victoria. Los colores del corazón.
Y los futbolistas chocan, meten el hombro, esconden la tibia, tratando de intimidar al rival con la mirada. Nadie retrocede. Es el partido superlativo. El partido. EL PARTIDO.
Todos sudan, todos sufren, todos disfrutan. Menos el árbitro. Cada falta desata una tormenta de protestas y reproches que intenta acallar con tarjetas amarillas. Sin éxito. Empezó, como los jugadores, pidiendo deportividad. Apretón de manos, intercambio de banderines, buenos deseos. Luego llegaron el cansancio y la tensión. La impotencia. Un empujoncito a escondidas, ese codazo que se escapa, los gestos despectivos, "pues-yo-en-tu-puta-madre".
Mira el señor colegiado, con su experiencia, parece mentira, sorprendido en medio de la tangana. Sorteando manotazos, dando gritos como uno más. Hasta que se calma, recompone su autoridad y recurre a un último arresto de gallardía. "Por favor, capitanes, aquí". Llamada al orden. Promesas de colaboración. Teatro. Vuelve el balón, vuela otra patada. A la mierda el olimpismo y su hipocresía. Sólo importa ganar. Y sobrevivir.
Pero el trencilla tampoco recula. Lo dijo al inicio: no quería expulsar a nadie. Y, claro, el partido ha degenerado, se ha convertido en un duelo desigual. Su ego contra la grada. "Cabrón, échale de una vez, ¿no has visto la leche que le ha metido delante de tu jeta?". "Pero gilipollas, ¡si se ha tirado!". Ahora, ebrio de adrenalina, apunta retador a esos supuestos deportistas que sólo compiten en insultarle.
"A callar, coño. He pitado falta y es falta. Y si no lo es, me la suda, porque la he pitado". Falta. A cinco metros del área. En el último minuto. Desorientados por un portero gritón, los defensas componen patéticamente una barrera de futuros fusilados. "Pero no me jodas, macho, hacia el otro lado, ¿es que no sabes cuál es la izquierda?...". El capitán, voluntarioso, intenta arreglar el desaguisado. "Tú, negro, aquí". A tomar por culo también la corrección política. Total, llegó hace tres días y no entiende ni papa de español. Aunque, por lo menos, no ha parado de correr y la pega bien. "A ver, júntate a ése y tápate los huevos, que te pueden reventar…". Y el moreno a su bola, dejando un hueco que se ve desde el palco.
En el banquillo, el delantero se ata lentamente las botas. Más de cuarenta tantos la última temporada. En Copa, Liga y Champions. Un auténtico crack; marcó hasta de rebote. Con el chándal puesto, se revuelve como un depredador desesperado. Come pipas, muerde uñas, come uñas, muerde pipas.
"Metros, árbitro, metros". Y vuelta a empezar con la barrera. Unos pasitos para atrás. "¡Pero no os separéis!" Crece la tensión. Que tire de una vez. Murmullos. "Me temo que esto acaba en empate". Desconcierto. Alguien ha pedido un cambio. La voz tronante del míster. "Vamos, coño, date prisa, que estás dormido". Y el Pichichi por fin echa a correr entre los gritos de ánimo. "Olvídate del partido de los empleados y empieza inmediatamente a calentar". Falta sólo una hora para el derby.
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