"Váyase, señor González", repetía el PP. Y efectivamente se fue. En marzo de 1996. Porque lo decidieron las urnas. Que, como el cliente, siempre tienen la razón.
El Gobierno socialista, lastrado por el agotamiento de su proyecto, extenuado por la crisis económica y erosionado por sus propios escándalos, daba paso a una derecha que se retrataba europea, moderada. Moderna. Con una idea centralista de España, con nuevas prioridades en el exterior, con promesas de eficiencia empresarial.
El PSOE perdió el poder por el paro y la corrupción. Razones más que suficientes. ¿Por el GAL? No, nuestra tradición democrática no daba para tanto. A la mayoría de la población, más que la guerra sucia, le indignaba que el dinero destinado a tan noble fin fuera perdiéndose por los bolsillos de algunos responsables de la seguridad.
El adiós a Felipe González se presentó como el epílogo al pelotazo. Corrían los 90 y el estribillo se repetía cada mañana al pasar las páginas del periódico. "A los políticos lo único que les preocupa es robar". Asomaba el fantasma populista.
Han pasado trece años y medio. El Gobierno de Zapatero boquea con el agua al cuello, incapaz de liderar la respuesta a la crisis. El tsunami que hundió los beneficios del ladrillazo ha situado el paro en niveles de plusmarca continental. Y los planes modernizadores de la primera legislatura han dado paso al vacío.
Al Ejecutivo le respaldan una idea imprecisa de modernidad y cierta ética social que alimentan todavía la fe titubeante de la izquierda. Y le asiste la buena suerte. Porque las irregularidades han arraigado en la otra orilla. Donde más duele. En el entorno de aquel proyecto regenerador que encarnó Aznar. Han sorprendido al PP, además, a destiempo. Los abusos siempre son más sangrantes en medio de la crisis.
"Que dimita Zapatero por el paro", solicitó hace unos días Francisco Camps, señalando al cielo para disimular sus lamparones. "Otros también lo hacen, pero nosotros somos víctimas de una persecución", le corean semanalmente los líderes del PP. Y mientras aumentan las imputaciones, dejan caer sin pruebas esa fórmula, "escuchas ilegales", que intenta remitirnos a los usos más turbios del felipismo.
Regreso al pasado. En sentido contrario. El PP, como en su día el PSOE, cuestiona ahora a los periodistas, a los policías, a los fiscales, a los jueces, a aquellos sectores cuya integridad idolatró cuando, por suerte para todos, desenmascaraban la corrupción. Rajoy extiende la sospecha para empequeñecer las manchas. ¿Y qué hay de lo suyo? Un estruendoso silencio de meses acompañado de fondo por adjudicaciones presuntamente amañadas, dudas sobre la financiación del partido, los sobreprecios que pagamos todos…y un destino inevitable: los tribunales. En este caso, como en todos, con una exigencia: castigar ilegalidades. Con un límite: no deslegitimar ideas.
Aroma de viejos tiempos. El paro crispa las relaciones entre grupos sociales y multiplica el recelo al extranjero. Los escándalos renacen en numerosos municipios, bajo múltiples siglas, vinculados a las recalificaciones tramposas de la supuesta prosperidad. "Todos los políticos son iguales". De nuevo el viejo estribillo.
Frente a las corruptelas de cargos públicos, la estrategia populista del descrédito general practicada hasta ahora principalmente por el PP es peligrosa. Mirando atrás, ya sabemos que la aventura de Gil acabó con su cuadrilla en la cárcel y Marbella en bancarrota. Mirando a Italia, comprobamos que el remedio agravó la enfermedad.
Berlusconi llegó por primera vez al poder en 1994. Como respuesta al desencanto. Esgrimía la contundencia de sus beneficios empresariales para barrer las suciedades de la política. Quince años después, entre somatenes, blindajes y velinas, contemplamos con estupor que su gestión ha debilitado las instituciones, que sólo ha refundado sus propios negocios.
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