La imagen en directo es instantaneidad, calor, emoción. A veces drama, como en los atentados del 11-S. A la propia brutalidad del ataque terrorista se unió el hecho de que, por primera vez en esta era global, fuimos testigos de la matanza. Al principio desconcertados, como si una escena de película hubiera escapado sin permiso de la gran pantalla. Después sobrecogidos, cuando las informaciones periodísticas nos confirmaron que, lamentablemente, todo era demasiado verdadero. Debajo de aquellas torres, y aunque no los veíamos, más de dos mil muertos perfilaban el rostro siniestro del horror.
Otras veces la televisión es desasosiego y estremecimiento. En noviembre de 1985 asaltó nuestras conciencias la agonía de la niña colombiana Omaira. La erupción del volcán Nevado del Ruiz la había dejado malherida y sepultada, pero consciente para contar, en primer plano y con serenidad conmovedora, su tragedia ante las cámaras. Junto a su resistencia también se quebró la esperanza. El rescate no llegó a tiempo.
De vez en cuando las noticias nos regalan un drama con final feliz. Hace unos meses, en enero, pudimos ver cómo los ocupantes de un avión que había amerizado sobre las aguas heladas del río Hudson salían ordenadamente de su metálico caballo de Troya para reconquistar la vida. Fue una odisea afortunada, con héroe y supervivientes. Como en los casos anteriores, parecía un episodio de ficción. Pero la realidad era tan potente y sus emociones tan auténticas que nadie se preocupó de si las cámaras estaban grabando.
Vivimos en la era televisiva de los “reality shows”. Programas que presentan como verdadero lo que en rigor es una ficción creada a partir de circunstancias reales. Da igual que los participantes se dediquen a cantar, a bailar o a marear las horas retozando en un jacuzzi. Lo fundamental es que estén sometidos a una tensión reconocible para el espectador. La realidad es, en teoría, el ingrediente principal. Pero se condimenta con aditivos y colorantes para hacerla menos monótona y más digerible. Y se sirve aliñada con una salsa que enmascara el sabor original: todos los participantes saben que están siendo grabados, escrutados, evaluados. Al final, curiosamente, esta ficción aparentemente real acaba pariendo una realidad distinta. Miles de personas se implican, con sus emociones o con su dinero, en el desenlace de estos programas cuya rentabilidad se mide en términos de beneficios. Contantes y sonantes.
Otras veces la ficción y la realidad se entrelazan y se retuercen hasta confundirnos. En abril de 1996, el actor argentino Mario Vedoya, que representaba en Madrid “La tuerta suerte de Perico Galápago”, amenazó una tarde con lanzarse al vacío desde lo alto del desaparecido Teatro Olimpia. No estaba a gran altura, no ocultaba su condición de cómico, pero su trágico gesto llamó la atención de los paseantes y desembocó en una rápida movilización de policías y sanitarios en la Plaza de Lavapiés. Al día siguiente, consciente del revuelo causado, nos contaba con cierto cinismo que él nunca había pensado en quitarse la vida y atribuía el episodio al personaje que encarnaba en la obra. Quería protestar por la crisis del arte escénico y acabó cosechando un incomparable éxito de público en su representación gratuita al aire libre.
La televisión duplica la farsa. Y la retransmisión en directo la multiplica. Porque nos creemos en primera fila y no lo estamos. Hace una semana asistimos conmocionados a la increíble aventura de un niño de Colorado que volaba a la deriva en un globo aerostático. La historia fue generando, con el paso de los minutos, una gigantesca oleada de emoción. Tanta, que los medios de comunicación, incluso con reservas, no pudimos dejar de recogerla. Al final, ya lo sabemos, el niño estaba en el desván. Nunca hubo drama. Sí sorpresa, angustia, pánico, alivio y una sensación final de engaño. Es cierto, quizá hubo engaño, pero ¡qué bien lo pasamos! La emoción, muy real, salvó a la ficción. Y todo eso conformó una noticia.
Unos días después el guión permanece abierto: la Policía va a acusar a los padres, actores aficionados, de presunto fraude. Sospecha que urdieron el montaje para promocionar un “reality show”. Y puede funcionar. Porque en el “número cero” amplificado por los informativos los protagonistas no fueron, como parecía, el chaval travieso y su atribulada familia, sino los sentimientos de los espectadores. Por cierto, ¿estamos seguros de que no nos grabaron?
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