Y al final estalló el conflicto nuclear. Sí, por supuesto, todos apoyamos la construcción de un cementerio de residuos, es la mejor solución. No, claro que ninguno lo queremos cerca de casa, ni aunque nos compensen. Esta contradicción, comprensible a pie de calle, lastra de entrada cualquier planteamiento colectivo. Pero lo más frustrante es que la hayan asumido los presidentes socialistas de Castilla-La Mancha y de Cataluña, José María Barreda y José Montilla, y la número dos del PP, María Dolores de Cospedal. En vez de facilitar el consenso, hacer pedagogía sobre el interés colectivo o simplemente mantenerse al margen, han intervenido en el debate para obstaculizar la delicada negociación entre Gobierno y municipios.
Las Comunidades Autónomas fueron concebidas por la Constitución de 1978 con el objetivo político de integrar a los nacionalismos periféricos. Sin embargo, los malos usos de tres décadas han pervertido el papel de la descentralización democrática. Nacionalidades y regiones gestionan hoy asuntos tan relevantes para el ciudadano como el urbanismo, la enseñanza y la atención sanitaria. Y al mismo tiempo se convierten en alternativa al Estado que les ha cedido competencias y recursos.
Ni centralista ni federal. España se configura, se percibe, se siente como un átomo. Con un núcleo en el que conviven el gran neutrón monárquico y los protones de la Administración central. Y alrededor, en perpetua tensión, los electrones autonómicos. Los de la órbita exterior, para reforzar la comparación, intentando escapar de la partícula original. Como el lehendakari Ibarretxe, empeñado durante años en socavar el Estado al que debe su propia legitimidad. O como el intento catalán de santificar en el Estatut una relación bilateral y preferente.
No sólo el nacionalismo ha abusado del poder autonómico en su propio beneficio. Desde el retorno socialista a la Moncloa, algunas comunidades gobernadas por el PP, singularmente la de Madrid, han competido a la hora de torpedear proyectos de gobierno. Discutibles, pero legítimos. Evitar la aplicación de las leyes antitabaco, retrasar las ayudas a las personas dependientes, boicotear la entrega de ordenadores a los alumnos o fomentar la objeción de conciencia a una asignatura obligatoria. Todo vale en este festival de deslealtades, al que se suman ahora dos presidentes socialistas. A la cabeza, José Montilla que, como ministro de Industria, convocó el concurso para albergar el almacén de residuos. Sostenía entonces que era una instalación necesaria, con indudables beneficios económicos; ahora no la desea en Cataluña.
Poco después de llegar al poder, Zapatero tuvo la buena idea de convocar una Conferencia de Presidentes. Neutrones, protones y electrones, todos posaron juntos en el retrato de la España actual. Fue una imagen necesaria, pero fracasada. Porque las cumbres no han conseguido, ni siquiera frente a la recesión, superar las discrepancias entre partidos y entre comunidades. Y la foto sale cada vez más movida. Desfigurada por los repartos de poder en el precipicio, por los recelos territoriales, España, como un átomo, agota sus propias energías en el mero propósito de existir.
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