El intrépido escapista compuso un gesto serio mientras se sumergía, encerrado en una jaula, en las sucias aguas del Pisuerga. El puente de Isabel la Católica estaba abarrotado de curiosos que murmuraban con inquietud y escepticismo. “Vaya frío”, “qué asco”, “tiene un par de…”, “seguro que hay trampa”. La caja se hundió muy despacio en el lecho del río. Pasó un minuto, otro… y de repente apareció en la orilla el discípulo de Houdini. Admiración, aplausos. La exhibición tuvo lugar en mayo del 95; una mañana de domingo, creo recordar. Ignoro si el protagonista, Mike Santos, padeció después alguna enfermedad derivada del contacto con el detritus o bien sigue prodigando sus milagros en aguas menos degradadas.
José Luis Rodríguez Zapatero, que nació en Valladolid, mostró en el debate parlamentario del miércoles sus dotes de ilusionista. Acorralado por la recesión, hundió la mano izquierda en el fondo de la chistera, pero apenas palpó una billetera anoréxica. Ni 400 euros, ni cheque-bebé, ni una mala ayudita…Nada por aquí, nada por allá. Como el crédito personal se le está agotando, y sabe por dónde pasa el Pisuerga, tiró de talante, que es gratuito. Sin dejar de sonreir, se inventó una comisión negociadora con tres ministros y, alzando las cejas, invitó a todos los presentes a buscar acuerdos. Inquietud. Escepticismo. Una comisión, otra más, ¡a estas alturas!
Como los buenos magos, el presidente del Gobierno siempre ha confiado en el don de la palabra. Sus discursos pueden ser vacíos, tantas veces tópicos, pero suenan bien. Igualdad, sostenibilidad, alianza de civilizaciones, consenso. Todavía en la oposición, Zapatero brindó a Aznar un valioso pacto en materia antiterrorista. Y precisamente por oposición a su antecesor, desde la Moncloa ha procurado alentar el diálogo. Sí, es su seña de identidad; lo prometió al ser investido. Pero la negociación no siempre da frutos. Él, además, la ha utilizado para encubrir la parálisis. Y la crisis ha dejado el truco al descubierto. Escepticismo.
Para el PP, el jefe del Ejecutivo no pasa de ser un trilero embaucador. Dice una cosa, hace otra, y nunca sabemos bajo qué carta esconde la bolita, suponiendo que exista. Rajoy, un hombre sensato pero de dudoso liderazgo, llegó al duelo dialéctico cargado de cifras que, entre el regocijo de sus diputados, fue estrellando metódicamente sobre la cabeza de Zapatero. Ni hablar de pacto. Lo primero, rectificar. Acodado en la realidad, se sentía tan seguro, tan cargado de razón, y probablemente la tenía, que acabó patinando. Entró al trapo de la moción de censura para acabar escuchando cómo ese desastroso gobernante al que tan agriamente desprecia recordaba que ya le ha ganado dos veces en las urnas. Inquietud.
Desde la primera legislatura, Zapatero ha ido engrasando acuerdos con dinero público. Así ha arrancado al PP, a regañadientes, pactos mínimos sobre las competencias sanitarias y la financiación autonómica. Ya no tiene plata que repartir. Pero le sobra tiempo: dos años. E intuición para escuchar un clamor que ha recogido hasta el Rey. El miércoles ofreció una comisión y se marchó satisfecho. Sí, una comisión. Una solución barata, ecológica, eternamente sostenible e incluso presidida por una mujer. Rajoy, con los pies en la tierra y las manos en la cabeza, entró otra vez en tromba. Al día siguiente, con la boca pequeña, admitió que su partido asistiría a la primera reunión. Entre inquieto y escéptico, se miró al espejo y, al fondo de su gesto serio, descubrió los ojos atónitos de los espectadores confundidos por las artes del intrépido escapista.
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