La vicepresidenta Salgado anda de gira. Con una carpeta de gráficos, recorre las plazas europeas defendiendo la solvencia económica nacional, la bondad de las reformas futuras y la fiabilidad de nuestra deuda. Londres y París ya han prestado oídos a su letanía. “España está enferma, no se alarmen, ayúdenme, es triste pedir (confianza), pero más triste es robar (ilusiones sociales)”. La recita con gesto contenido; no quiere dramas, y menos griegos.
El presidente Zapatero justifica en cuanto puede –ante el Comité Federal de su partido, en la Ejecutiva, con los parlamentarios, pronto en el Congreso- la necesidad de meter el bisturí, al menos la puntita, al presupuesto público, aunque sea por responsabilidad. “No recortaré los derechos sociales”, promete a veces para relajar el ambiente. Sus compañeros aplauden entre aburridos y complacidos. Desde que vio la luz en Davos y tomó conciencia de las tinieblas, sale casi a flagelación diaria. En el PSOE intentan lavar las heridas. “Hay que hacer un esfuerzo de pedagogía y de comunicación”. Cierto. Con tanta contradicción, los ciudadanos sólo hemos entendido lo fundamental: que el Ejecutivo no se aclara.
Palabras y más palabras. Sí, el modelo basado en la construcción, el turismo y el consumo fue heredado de los gabinetes de Aznar; cierto, muchos ciudadanos también se endeudaron en la euforia; evidente, la recesión internacional ha sido grave e impredecible; por supuesto, ha obligado a todos los países a un desmesurado esfuerzo público; desde luego, los especuladores están castigando a los más débiles. Pero la gran depresión también tiene un componente específicamente español. Y ahí, este gobierno ha naufragado. Muchas palabras, pocas ideas, y aún menos medidas fructíferas.
El presidente apostó por el diálogo social como vía de salida a la crisis. Pero cuando la negociación encalló, echó la culpa a los empresarios y se sentó a esperar. Aún tuvo suerte, porque el comportamiento nada ejemplar del presidente de la CEOE, Gerardo Díaz Ferrán, facilitó una segunda oportunidad. Quizá sea tarde. Con cuatro millones de parados, hacen falta resultados inmediatos. Ya se ha cerrado el acuerdo sobre negociación colectiva. Sigamos adelante. ¿Es posible la reforma laboral?,
¿es útil si no abarata el despido?, ¿es capaz el gobierno de impulsarla?, ¿en cuánto tiempo? Si no lo consigue, ¿va a esconderse otra vez? Y las incógnitas se multiplican. Ayer Salgado prometía en Europa que contendría el déficit; hoy Zapatero ha anunciado la prolongación de la última prestación por desempleo.
CiU, que apoyó sucesivamente a González y a Aznar, se ha ofrecido para buscar un pacto de Estado. Una iniciativa estimable, pero difícil a corto plazo por los planteamientos, a veces divergentes, de los partidos con representación parlamentaria. Con las encuestas a favor, no parece probable que el PP vaya a apuntalar a un gabinete tambaleante. Es comprensible; Artur Mas, que lo propuso, tampoco rescataría a José Montilla. Y el tiempo apremia.
La gravedad del presente ha encendido las alarmas sobre el futuro. Hace tan solo unas semanas, el jefe del Ejecutivo defendía la conveniencia de mirar más allá de la crisis, de diseñar para 2020 una economía sostenible. Pero, día a día, la sangría del paro va debilitando todo el Estado del Bienestar. El debate sobre las pensiones resume el dilema del presidente. ¿Derechos sociales o reformas económicas? ¿sindicatos o estabilidad? ¿España o Bruselas? Ya no hay dinero, ni siquiera tiempo, para todo. Zapatero debe decidirse. Y actuar en consecuencia. Cuanto antes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario