De los toros me gusta el rito. Y también la banda sonora. El bullicio en los tendidos, la expectación ante la salida del astado, los murmullos de desaprobación – “¡presidente, está cojoooo!”-, el enojo contra el picador, los aplausos en el brindis, la impaciencia del respetable -“¡músicaaa, que habéis entrado por la cara!”-, el pasodoble que se interrumpe, el rumor cuando el animal se cuadra, el estallido de palmas o pitos que culmina la estocada. El silencio tenso, emotivo que subraya entre oles las buenas faenas.
Mi padre quiso ser torero. Derrochaba actitud, sueños, pasión. Durante años me llevó a capeas y tentaderos, de vez en cuando se animaba a dar unos pases, pero nunca consiguió contagiarme su afición a la fiesta. Lo mío era el balón. Ya de joven, preferí otros festejos. Recuerdo su cara de espanto cuando le conté que iba a correr los encierros de Roa. Era un farol. A las ocho de la mañana, después de una noche de cachondeo con poco arte y menos ritual, yo no tenía valor para acercarme a otra cosa que no fuera mi cama.
He ido a la plaza una veintena de veces. Algunas, pocas, he llegado a apreciar la magia de un instante artístico. El sol sobre el albero, las exclamaciones del diestro citando al bicho, la banda municipal. El peligro. La sangre, por supuesto. No me considero un aficionado. Como periodista me apasionaron las irrepetibles crónicas de Joaquín Vidal. Hoy sólo me interesan la integridad de Esplá, la valentía de El Cid y la quietud suicida de José Tomás. Nunca he entendido de cordobeses, Cayetanos ni Julianes. Pero hace unas semanas –perdón por citarme- comprobé divertido que otro artículo de este blog, “La cornada”, había sido enlazado a un portal taurino hispanoamericano (www.tauromaquias.com).Cosechó un merecido silencio.
Esta semana, entre sonoras ovaciones y sentidos abucheos, el Parlamento de Cataluña ha prohibido las corridas de toros en esa comunidad a partir del año 2012. Lo ha hecho a partir de una iniciativa legislativa popular que pretende imponer el respeto a los animales. El procedimiento ha sido impecable: recogida de firmas, debate en comisión, votación en pleno, en algunos casos incluso sin disciplina de partido. Una faena aseada. Vuelta al ruedo.
El proyecto ha salido adelante gracias al propio declive de la fiesta, que lleva años cayéndose como los toros mansos entre la indiferencia general. Al mismo tiempo, han ido arraigando, especialmente entre los jóvenes, los valores de la modernidad ecologista. Pero este debate excede a la comparación entre sufrimientos animales y satisfacciones humanas. Los toros son un símbolo, ese concepto tan escurridizo. Forman parte de nuestro inconsciente colectivo, nos tocan en las vísceras, lejos de la lógica y nos suscitan sentimientos contradictorios. División de opiniones.
No me gusta que se maltrate a los animales. Pero, tal vez mi padre tenía razón, en las corridas hay más, quizá el contrapunto vital entre el placer y el dolor. Es una cuestión de sensibilidad, difícil de medir, mucho más de legislar. No soy aficionado, no comparto la prohibición, tampoco la sufro como un asunto de Estado. Estoy seguro: los toros sobrevivirán si recuperan sus valores, su identidad. Otra palabra equívoca, envenenada, que nos remite a lo que somos y a lo que queremos ser. Sí, identidad. Porque, ante la próxima feria de las urnas, los animalistas han propinado la primera estocada a la fiesta “nacional” (española) junto a los escaños de sol, muy recalentados porque las autoridades “nacionales” (españolas) no supieron lidiar un morlaco manso, resabiado y astifino, de nombre “Estatut”.
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