La patria está en los zapatos. O en unas gastadas botas de rugby. Hace un par de décadas, los atletas del balón oval, todavía amateurs, representaban a la selección del Estado al que pertenecía el equipo donde jugaban esa temporada. Así que, al final de su carrera, algunos trotamundos habían sido internacionales sucesivamente por varios países. Su patria consistía en empujar juntos, en repartir los esfuerzos. Todavía hoy, los rugbiers con tres años de residencia pueden representar ya al país de acogida. Un trienio y otro escudo para la colección.
La patria puede ser un regalo. Nacionalización a la carta, por vía de urgencia y en despacho oficial, debido a inaplazables aspiraciones deportivas. Ocurre, hay que ver, incluso en estados donde la Policía pide los papeles en la calle a los extranjeros, donde el Gobierno amenaza con dejarles sin atención sanitaria, donde no recordamos el fichaje de ningún científico extranjero. Y a veces nos parece necesario. El palmarés importa.
La patria se resume en la camiseta y su cultura. En la del Barcelona, que agrupa en su cantera a talentosos jóvenes de numerosas nacionalidades. En la del Athletic, limitada a las emergentes estrellas vascas, aunque a efectos futbolísticos, se extienda a La Rioja natal de Llorente. También en la elástica española, empeñada desde hace cuatro años en regalarnos triunfos y festejos. El fútbol es la fábrica global de símbolos.
La patria arraiga tramposa en el sentimiento, se filtra por sus difusas y subjetivas fronteras. Se yergue amenazadora sobre mi derecho a sentirme catalán, vasco, español, todo a la vez o indiferente a todo. Se pliega ante la constatación de que mis emociones no me otorgan el derecho a organizar el mundo a la medida de mis deseos. Todas las patrias, todas, se basan en mitos dudosos, en alguna mentira compartida, en sueños imposibles. Las patrias se necesitan y se odian. Desde su fundación, se afirman contra el vecino, identificándole como distinto y por tanto sospechoso.
La patria, sin embargo, es capaz de mirar al futuro. Hace unos años, la selección inglesa de rugby tuvo que disputar un partido del Seis Naciones en el Croke Park de Dublín, el estadio emblemático del nacionalismo irlandés. Allí fueron acribilladas en 1920 quince personas por las tropas inglesas, que vengaron con sangre el asesinato previo de una veintena de sus espías. La tensión era extrema. Un campo abarrotado: 82.000 espectadores. Las autoridades, en el palco. Los himnos. 4.000 ingleses coreando a voz en grito, en terreno rival, la versión abreviada del “God Save the Queen”. Los irlandeses, guardando un digno silencio antes de entonar, todavía más alto, sus cánticos. Primero hicieron historia con su actitud hacia el antiguo enemigo, luego le derrotaron en un memorable partido.
La patria, sin embargo, es capaz de mirar al futuro. Hace unos años, la selección inglesa de rugby tuvo que disputar un partido del Seis Naciones en el Croke Park de Dublín, el estadio emblemático del nacionalismo irlandés. Allí fueron acribilladas en 1920 quince personas por las tropas inglesas, que vengaron con sangre el asesinato previo de una veintena de sus espías. La tensión era extrema. Un campo abarrotado: 82.000 espectadores. Las autoridades, en el palco. Los himnos. 4.000 ingleses coreando a voz en grito, en terreno rival, la versión abreviada del “God Save the Queen”. Los irlandeses, guardando un digno silencio antes de entonar, todavía más alto, sus cánticos. Primero hicieron historia con su actitud hacia el antiguo enemigo, luego le derrotaron en un memorable partido.
La patria debería administrarse en dosis bajas y con responsabilidad. Es material altamente inflamable. Munición a mano cuando arrecia la recesión por culpa, cómo no, de los de fuera, que llevan siglos exprimiendo nuestras haciendas, recortando nuestras utopías, rebelándose contra nuestro dominio histórico. Desconfiemos de los patriotas, las verdades absolutas de sus tripas nos empujan al abismo mientras ellos suelen quedarse asomados al borde. Necesitamos héroes, sí, pero menos nacionales y más racionales.
La patria parte del respeto y acampa más allá del deporte. Dando por sentado que la crítica y el descontento son legítimos, ¿es aceptable, como han propuesto algunos grupos nacionalistas, abuchear en la final de la Copa al Príncipe, al himno o a la bandera de España, aunque no nos sintamos representados por ellos? ¿Podríamos despreciar con idéntica tranquilidad los símbolos catalanes y vascos en sus territorios? ¿Por qué no escuchamos una mera defensa del espíritu deportivo por parte de los dirigentes del Athletic y del Barcelona o, yendo al límite, de sus jugadores internacionales? ¿Por qué ha de prevalecer, en la otra orilla, el estúpido oportunismo de Esperanza Aguirre sobre la acertada prudencia del Gobierno? La única patria democrática es la razón. El silencio y la sensatez frente a esos populistas con los que, pese a todo, compartimos pasaporte.
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