martes, 8 de mayo de 2012

Y Guardiola subió al cielo

Era viernes por la tarde, en los primeros meses de 1997, y a Ronaldo, delantero del F.C. Barcelona, le dolía la cabeza. ¿Podría jugar el domingo? Tras un rápido análisis a cargo del editor, los tremebundos problemas de salud del futbolista brasileño fueron la certera pero poco épica apertura de "Contrarreloj", el boletín deportivo nocturno de Canal Plus.  

Fotografía tomada de vavel.com
Aquel día empecé a comprender que el deporte suele interesarme desde que comienza el partido hasta que acaba. Y no demasiadas veces. El resto -entrenamientos, micrófonos, especulaciones- se me antoja una acumulación de ruido. Spam. Si al rugby me arrastra el rito, en el fútbol, sin embargo, sucumbo al símbolo. Esa nube invisible que se eleva desde el rectángulo de juego, sobrevuela las gradas despreciando dolencias, arbitrajes y otras minucias, y flota sobre el estadio convertido en algo similar al sentimiento.

El fútbol se define en término trigonométricos: un rectángulo, un círculo, distintas líneas de jugadores. Se condensa en cifras de goles, victorias, puntos y títulos. Se cuenta en anécdotas de porteros maniáticos, de creadores agostados, también de goleadores peleados con los palos. Se recuerda con nombres propios, de Di Stéfano a la quinta del “Buitre”. Demasiado a menudo, lamentablemente, los símbolos envejecen mal. Desde que marcó el golazo divino a los ingleses, un Maradona redondeado, más barrilete y más cósmico que nunca, no ha dejado de regatear al destino, buscando de banquillo en banquillo la sombra de sus grandeza sobre el césped. Estúpido empeño.  

Imagen tomada de futbolprimera.es
El año pasado me mostraron una foto de mis primeros días de colegio. Aparezco, en blanco y negro, con la camiseta número “9” del Barcelona. En realidad,  somos varios los que posamos con el uniforme de Cruyff, el crack del momento. Recuerdo años después mi desconcierto al enterarme de su fichaje por el Levante para llenar un poco más los bolsillos. Mi posterior admiración por su Dream Team sin olvidar alineaciones caprichosas  o el injustificado favoritismo hacia su hijo Jordi y su yerno Angoy. Qué importa. El holandés ha acampado en la memoria deportiva como el arquitecto del fútbol total, pero sobre todo como el fundador del desafío contemporáneo azulgrana a la hegemonía histórica madridista.

Cruyff, tan grande, ya se había ido y su legado marcaba todavía la Liga aquella tarde que Ronaldo no encontraba las aspirinas. El portentoso punta brasileño medraba bien abastecido de balones por Figo, Guardiola, De la Peña y la factoría de talentos del Miniestadi que el holandés había impulsado al primer equipo. En el banquillo, Bobby Robson, acompañado de su ayudante y traductor, Jose Mourinho. Hasta el Real Madrid tenía su anti-Cruyff: Fabio Capello, el entrenador italiano que había sepultado en Atenas con el Milan (4-0) el dominio azulgrana. Llegó, plantó el cerrojo, se encadenó al jamón serrano, armó el tridente (Raúl, Suker y Mijatovic), ganó la Liga y dio un portazo. Demasiado pedestre. Volvería una década después para repetir la jugada. Un valor seguro, sin concesiones a la sorpresa.

Foto tomada de taringa.net
El símbolo, y Capello también lo ha sido, significa el salvavidas favorito de los presidentes acorralados en el palco. Hace cuatro temporadas, el inflamable Laporta llamó a Guardiola buscando un burladero y encontró una leyenda. Pep, alma de mediocentro, interpretó el desafío y comenzó a enhebrar símbolos (el trabajo, la sensatez, el espectáculo, la cantera, Cataluña) para convertirse en el más grande de ellos, en la identidad misma del barcelonismo. Sus incontables triunfos no deben ocultar que se ha equivocado como todos: en fichajes erráticos, en su empeño por las plantillas cortas, en sus viajes al límite, en su reciente queja, con la Liga ya perdida, sobre arbitrajes perjudiciales. Pero se olvidará. Porque nos tocó el corazón sin generarnos jaquecas. A mí, cuando otro viernes afirmó que lo más importante era salvar el euro. Tenía razón, estilo, y la cabeza muy bien amueblada.  

Guardiola, como Cruyff, deja su legado en la Liga. En el propio banquillo azulgrana, donde le sucederá su ayudante, Tito Villanova. Y hasta en el del Real Madrid, donde Florentino Pérez, tan peleado con los símbolos que despidió siendo campeón a Del Bosque y aún no ha homenajeado a Raúl, decidió apostar por el antiPep, Jose Mourinho. Aquel traductor transformado en arrogante coleccionista de trofeos. El técnico que, aliado con una nube de cenizas volcánicas, eliminó hace dos años al Barcelona y levantó la Champions. Dentro se encontraba su pasaporte de regreso a España.

Foto tomada de esquirelat.com
Tras una primera temporada con más ruido que victorias, Mou ha construido sobre delanteros crecientes y defensas menguantes un conjunto campéon. Enhorabuena. Su fútbol ha sumado adhesiones mientras predicaba junto a la banda como un Mesías blanco descendido a la pradera. Pero todavía no ha aprendido a levitar. Sus obsesiones persecutorias, su carácter atorrante y enfurruñado, sus desplantes a la Prensa le  lastran, le mantienen aferrado al terruño… Guardiola se despide, para algunos derrotado, pero con la cabeza ligera y un gesto de alivio, autor convencido de un relato deslumbrante. Homenajeado en su estadio, aclamado por la afición mundial, por los coleccionistas de símbolos y sueños, elevado al cielo por los jugadores que él mismo condujo hasta los altares del fútbol.

No hay comentarios: