“Creadores de opinión”. Así se llamaba el curso de verano que Juan Luis Cebrián dirigió en julio de 1993 en San Lorenzo del Escorial. Aunque Felipe González había ganado un mes antes las elecciones a Aznar en el último minuto, la atmósfera de evidente división política se agitaba cada mañana al ritmo de las tertulias radiofónicas. Acudí a aquel encuentro como licenciado en Historia Contemporánea, como alumno interesado en el “Parlamento de papel” que habían configurado los medios escritos durante la transición y, todavía sin saberlo, como futuro periodista.
Aquellas jornadas regresaron este domingo a mi memoria al leer que, durante un encuentro en Cádiz junto a otros editores, Cebrián sostuvo que los diarios no vertebran ya la opinión pública. “Si el Rey ha pedido disculpas, no ha sido por los medios, sino por las redes sociales”, aseguró el actual presidente ejecutivo de PRISA, reincidiendo en su pesimismo de los últimos tiempos.
En cuarenta años el periodismo ha pasado de ser protagonista en la conquista de las libertades a escenario de una cruenta batalla de influencias políticas para convertirse finalmente en testigo defraudado de su propia depreciación social. Aquellos laureados editoriales por la democracia descansan, añejos y encuadernados, en los anaqueles de bibliotecas poco frecuentadas. Esos grandes grupos multimedia que aspiraban a condicionar gobiernos se tambalean malheridos por la deudas. Y los profesionales, si no como zombies, peregrinamos como náufragos digitales al expendedor de antidepresivos que algún emprendedor reciclado aparcó junto a la máquina del café. El periodista no debe ser noticia; su despido ha dejado de serlo.
Nunca pretendería pasar por experto pero he ido sumando perspectivas. Hice televisión para el grupo PRISA y trabajo actualmente en Internet para Unidad Editorial. Me considero entre los jóvenes de la vieja escuela mientras intento situarme entre los mayores de la nueva. Tras década y media dedicada a los contenidos, aprendo cada día en las redes sociales. Estoy seguro de su valor, interesado en sus usos informativos, fascinado por los nuevos prescriptores, pero convencido de que su influencia se inscribe en un ecosistema de mayor complejidad.
No trato de minimizar el impacto periodístico de Twitter, Facebook u otros puntos de encuentro con nuestros seguidores; dispararía contra mis propios intereses. Pero de mis maestros en Internet he aprendido que, en esta era de fans, el valor de las redes crece proporcionalmente al valor de los contenidos que en ellas se comparten. Y ahí todavía podemos pelear por nuestro papel profesional. Cuando cada ciudadano ya puede constituirse en fotógrafo o reportero, cuando el titular viaja en un tuit, la supervivencia nos obliga a empeñar nuestras destrezas en géneros más elaborados, o bien a aportar criterio y fuentes para filtrar las informaciones de otros. ¿Creadores de opinión? Antes, me temo, curadores (curators) de contenidos.
Contra la crisis del periodismo, mejor periodismo. La misma receta de 1993, la misma de la transición. Una conclusión que se repite en los foros especializados, una consigna que deberíamos poner en el salvapantallas. Un principio que vuelve a ignorarse al anunciar los próximos despidos en las redacciones de El Mundo y El País, núcleos simbólicos de la producción de contenidos. Y ese es el contrasentido. Siempre con el reloj - ahora también con el calendario- en la cabeza, agobiados por los números rojos de nuestras empresas y las propias letras de pago, creo que a los periodistas nos gustaría escuchar de los grandes editores una defensa, acaso apresurada, de este oficio. Y, sin intención de personalizar, demasiadas veces sólo recibimos el certificado de defunción del negocio, el lamento por una influencia que ellos y nosotros estamos menospreciando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario