Tienen los Mundiales, especialmente los de fútbol, un sentido trascendente, casi trágico. Con la tensión al límite, la victoria desencadena el alivio colectivo, la derrota se tiñe a veces de vergüenza nacional. Nada que ver el espíritu festivo de los Juegos Olímpicos. En una celebración de la plenitud vital, miles de deportistas desfilan mostrando al mundo y a sus mamás el orgullo tan especial que sienten simplemente por estar allí.
Los Juegos comenzaron a atraparme en plena adolescencia, en el verano de 1984, cuando una generación de intrépidos baloncestistas –Corbalán, Epi, Fernando Martín…- se alzó con la plata de Los Ángeles. Las grabaciones de partidos de la NBA eran entonces un tesoro al alcance de unos pocos privilegiados. Y sin embargo, en una calurosa madrugada, pudimos ver a nuestros jugadores compitiendo con las estrellas emergentes, todavía universitarias, del basket profesional estadounidense. Sí, perdimos por paliza, pero admiramos cómo Michael Jordan emprendía el vuelo que le llevaría a reinar en el deporte mundial.
Tambien recuerdo el día en que Barcelona fue elegida sede de los Juegos del 92. Coincidió con la apertura oficial del curso universitario en Valladolid, prácticamente mi primer día de carrera. Años después, la fiesta olímpica me sorprendió ya licenciado, haciendo la mili en Madrid. Por la tarde, fuera del cuartel, la magia del deporte compensaba durante unas horas las jornadas de aburrimiento patrio. El gran subidón de Cobi tuvo lugar aquel sábado en el que la inspiración de Guardiola y Kiko se intercaló en la pantalla con el poderosísimo ataque que otorgó a Fermín Cacho la medalla de oro de los 1500. Entre todos, nos levantaron varias veces del sillón.
Viví los Juegos de Atlanta 96 en la redacción de Deportes de Canal Plus, que retransmitía parte de las competiciones. Mis primeras prácticas remuneradas como periodista no fueron deslumbrantes. Como becario, dedicaba las madrugadas a minutar las imágenes de disciplinas tan atractivas como la lucha grecorromana o el piragüismo de aguas bravas. Por fortuna, de vez en cuando, tocaba algún partido del “Dream Team”. Daba igual, lo importante era estar allí, formar parte de ese ambiente especial que flota en las redacciones. Como los auténticos deportistas, todos celebramos, otra madrugada más, hasta el amanecer, el final de la fiesta olímpica.
Supongo que nuestra memoria deportiva, al igual que nuestra vida, se va tejiendo sobre momentos singulares. Los más recientes, Phelps, Bolt y el arrogante órdago de los chicos de Gasol a la NBA en las lejanas canchas chinas. Perdimos, pero sentimos que merecimos ganar, y ya no nos pareció suficiente estar allí. Ese día nos pusimos serios, algo menos olímpicos, queríamos más gloria.
Vivo desde hace una década en Madrid, y me duelen, por mis hijos, las derrotas sucesivas de su candidatura. “Yo ya no estaré”, predijo Samaranch al pedir el voto, hace unos meses, a los miembros del COI. Murió el miércoles, a los 89 años, después de una vida dedicada con éxito a convertir el deporte olímpico en una exorbitante fiesta planetaria.
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