Messi no tiene discurso. El goleador argentino habla poco y, cuando lo hace, manosea hasta el hartazgo los topicazos del fútbol. “Hicimos un buen partido”, “lo importante es el equipo”, “hay que seguir trabajando”. Ante los micrófonos, el inspirado Lionel se reduce a un jugador vulgar, absolutamente previsible aunque unos minutos antes nos haya maravillado, como el pasado martes, con cuatro goles y media docena de jugadas de ensueño.
Messi no tiene protagonismo. Frente al desmesurado delirio del antaño genial Maradona, el disciplinado Lionel calla. El seleccionador argentino habla y habla, ensombreciendo con torpeza en el banquillo y una verborrea autocomplaciente su antiguo reinado sobre el césped. Argentina sufre porque sufre su selección, plagada de estrellas erráticas. Y la más brillante, el 10 del Barça, el número uno del mundo, baja la cabeza y guarda silencio. Ya se pronunciará en el campo.
Messi no tiene presencia. Pequeño y con flequillo, sobrevive semiescondido entre atletas programados, ídolos engominados e iconos del marketing global. A muchos tíos nos gustaría ser apolíneos y musculados como Cristiano Ronaldo, incluso conocer a fondo las preocupaciones existenciales de Paris Hilton. Pero, en nuestros sueños tribales, preferiríamos compartir la felicidad post-coitum de ese Lionel dichoso que, sentado junto al corner, celebra con una sonrisa pícara su enésima fechoría.
Messi no tiene guión. Da igual. Su talento infantil, protegido por el liderazgo de Guardiola, desborda las costuras de las estrategias defensivas. Por las bandas o por el centro, el lúdico Lionel tiene libertad para romper, disfrutar y contribuir. Regatea y regatea pero nunca agota el balón en sí mismo. Genial y generoso, abre huecos, da pases letales, mejora a su equipo.
Messi no tiene límite. Como buen adicto al juego, no suele perder el tiempo en protestas. Se levanta de las tarascadas, ignora la trifulca y, con cara de pillo, saca la falta a toda velocidad buscando una ventaja decisiva. Siempre está hambriento, no acostumbra a dosificarse, le disgusta que le cambien. Lionel el depredador es un astro que no ha perdido el instinto, que rebaña desde el lugar exacto la pelota perdida.
Messi tiene duende. Baja la cabeza, levanta la vista, traza un endecasílabo diagonal que hechiza la pelota y retuerce los tobillos de los defensas. Y cuando esperamos el último quiebro, clava un contundente estrambote por la escuadra. El mago Lionel no tiene discurso, pero nos deja mudos de asombro, hasta que su golpe final desata una catarata de adjetivos e interjecciones. Y fugazmente sentimos que el mundo, nuestra vida, el fútbol, todo tiene sentido.
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