Nueve días han pasado desde que Marruecos desmanteló por la fuerza el campamento de Agdaym Izik, en las cercanías de El Aiún. Y ni los enfrentamientos, ni los saqueos, ni siquiera las denuncias e intoxicaciones han conseguido acallar el espectral silencio que sepulta la causa saharaui. En medio de una inactividad culposa, apenas se han escuchado en la comunidad internacional palabras equívocas de rechazo genérico a la violencia. Un lamento a media voz, esgrimido desde Madrid hasta Washington, que elude cuidadosamente cualquier condena a Marruecos. Y una realidad evidente: a nadie le interesa otro Estado fallido en el Norte de África.
Este silencio internacional se ha construido sobre una falacia. “Tenemos que conocer los hechos y no las opiniones”, reitera un día tras otro nuestra ministra de Asuntos Exteriores. Desde el desalojo no ha logrado que, precisamente con ese fin, Rabat
haya admitido la presencia en el Sáhara de periodistas españoles. Peor aún, en este tiempo las únicas palabras meridianamente claras han sido los ataques y acusaciones de tergiversación formuladas por los mandatarios marroquíes contra la Prensa de nuestro país. Una visión que Trinidad Jiménez, según repite sin alzar la voz, no comparte. Gracias por la confianza.
Explicaciones vacías también las de Alfredo Pérez Rubalcaba, asegurando que Rabat ofrecerá todos los datos necesarios acerca de la sospechosa muerte en los enfrentamientos de un ciudadano español. Faltaría más. Tras entrevistarse con el ministro marroquí del Interior, el vicepresidente ha aventurado que un reducido grupo de informadores podría ser pronto admitido en visita colectiva y guiada al Sáhara. A buenas horas. Después de la reunión, ambos han comparecido por separado. Discrepar de Cherkaoui en público podía significar, sin duda, un momento incómodo; coincidir con él, un riesgo inasumible.
Sorprendido por la tormenta en el desierto, cercado entre el desencanto de la izquierda y las aceradas críticas de la oposición, el Gobierno se mantiene de perfil, señalando los valiosos intereses que justifican unas relaciones bilaterales sin sobresaltos. Una opción nada ética, poco estética, aparentemente práctica, pero que no incluye ninguna garantía de reciprocidad, como prueba la constante invocación por Marruecos de la soberanía de Ceuta y Melilla.
¿Y los derechos humanos? ¿Y el futuro estatus de la antigua colonia española? ¿Dónde quedan? ¿A quién le importan? Si el ejecutivo de Zapatero no ha sido capaz de respaldar con firmeza a los periodistas españoles, de haber obtenido ya datos concluyentes sobre la muerte de uno de sus ciudadanos, resulta improbable que preste atención a la suerte de los saharauis, olvidados desde hace 35 años. Mohamed VI, confiado en los silencios ajenos, se ha pronunciado. Muchos, también en Madrid, sin dejar de hablar, callan.
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