domingo, 21 de agosto de 2016

Ficcionario: Religerancia

Empecemos por lo humano. Hace falta ser malnacido para secuestrar en nombre de la religión a un octogenario, obligarle a arrodillarse ante el símbolo de su fe y degollarlo mientras se graba la humillación en vídeo. Hace falta ser malnacido para arrollar con un camión a una multitud indefensa, hace falta ser malnacido para llenar de bombas unos trenes abarrotados de gente. Semejantes carnicerías no acreditan ser un buen musulmán (ni cristiano, pero no es el caso) ni un eficiente yihadista, sino apenas un malnacido.  

Catorce siglos y medio después del nacimiento de Mahoma, más de 700 años después de la última cruzada medieval, algunos iluminados han decidido lanzar a sus hermanos más pobres e ignorantes a una guerra de religiones. Y no, no se trata de un conflicto por creencias; nadie les impide profesar la suya en sus países de origen, ni siquiera en los de acogida. Tampoco asistimos en rigor a una lucha entre civilizaciones pese a que coincida en el tiempo con un desplazamiento masivo de refugiados musulmanes hacia las sociedades laicas de Europa Occidental. 


Aunque no se trate de una guerra de religiones, sí existe un componente religioso. No todos los credos aceptan el mismo grado de inserción en las sociedades secularizadas y multiculturales del siglo XXI. Mientras los movimientos extremistas del cristianismo van quedando relegados a posiciones marginales, el Islam más moderado se muestra incapaz de contener la deriva terrorista de las corrientes radicales. Las disputas sobre el IBI de las propiedades eclesiásticas, el aborto o el concordato, aun siendo simbólicas, representan cuestiones insignificantes junto a la gravedad de los atentados terroristas.   

Y aunque no se trate de una lucha de civilizaciones, también incluye alguno de sus elementos. Frente a unas sociedades que han adoptado la democracia como forma de gobierno y han vivido décadas de prosperidad económica, otras que todavía oscilan entre la teocracia y la dictadura, con una relevante proporción de sus integrantes en niveles de vida cercanos a la pobreza.

Pero todas esas ventajas comparativas de nuestra Europa de raíces cristianas no emanan de la religión. Al contrario, se levantan a partir de un desafío a su supremacía. El espíritu ilustrado del siglo XVIII emancipó a las sociedades occidentales de las creencias, envió a los dioses desde el centro de la escena pública al ámbito de lo privado, diferenció los derechos humanos de las disposiciones divinas, empezó a establecer la primacía de las leyes sobre los mandamientos, de los delitos sobre los pecados. Creó un marco que permite la convivencia, incluso con tensiones, entre la fe y la razón.

Ese tránsito, por contraste, aún no se ha producido de forma mayoritaria y consciente en las sociedades musulmanas. Ese tránsito, del que las primaveras fueron un breve e imparable prólogo, se presenta a la fuerza traumático. Tendrá que doblegar las raíces de la desigualdad social interna. Generará guerras y refugiados, que no son terroristas sino una figura reconocida y reglamentada en el Derecho Internacional.

Nuestras sociedades hacen frente al terrorismo islamista en inferioridad de condiciones, pero cualquier tentación de llamar a la guerra, de suspender la ley, no supone otra cosa que dar marcha atrás, encumbrar valores ya superados, transformarnos en los locos fanáticos que nos atacan.  


Acabemos por lo divino. Las religiones mejoran el espíritu, nos animan a ser más que un trozo de carne y una cuenta corriente, pueden enriquecernos como personas si las elegimos con libertad y las practicamos con respeto a quienes no las comparten. Pero son tremendamente dañinas cuando adquieren la hegemonía pública hasta imponer el orden político y social. Dejemos los dioses pasionales e iracundos para la literatura clásica. Si una mañana ofuscada su dios le pide que mate a alguien, abandone a su dios, rece menos y lea más. Si es usted quien insiste en matar en nombre de su dios, no lo use como excusa. Ofrézcale su vida y suicídese de inmediato. En solitario. Sin dañar a nadie. No faltará quien rece por su salvación. Es humano.    

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