jueves, 18 de agosto de 2016

Ficcionario: Ochentosaurios

Cabalgamos los 80 sobre aquellas bicicletas irrompibles que lanzábamos cuesta abajo, esquivando las piedras para no salir volando entre carcajadas. Competimos con una rueda pinchada, quedamos  “donde siempre” a medianoche, reímos sin miedo. Aquello era un verano; sírvame todo “con”, o mejor quite sólo las responsabilidades.

Al ritmo del radiocassette, lo llevábamos por turnos, llegamos a creer que la Luna era nuestra y estaba ahí para conquistarla bailando, como Michael Jackson. Mientras él se deslizaba, ingrávido, marcha atrás, entre decenas de zombies, Maradona avanzaba en zigzag ajusticiando a doble velocidad a cada inglés que salía a su paso. Vida-videojuego. "¿Me da monedas para llamar desde la cabina?". Matábamos marcianitos hasta que no sentíamos las piernas, ni siquiera eso iba a detenernos.

Bebimos mezclas imposibles, alcoholes de colores, el gusto pegajoso de la lima. Desayunamos -otro día más- sin habernos acostado, en el enésimo esfuerzo condenado a ser tan baldío como los recuerdos. Comenzaba el furor por las zapatillas de la NBA, fumar estaba de moda y aún no había nacido esta agotadora nostalgia viejuna por la EGB.

El mapamundi se dividía entre el lado oscuro y el nuestro. Viajábamos poco y poco nos importaba aún lo desconocido.  Años también de plomo, de asesinatos con falsas excusas. Los veranos azules de un país en reconversión. La selección española nunca defraudaba: empezaba como favorita y siempre perdía. Pero todavía no estaba mal visto echar la culpa al árbitro o, de nuevo, a la mala suerte. El fin del mundo quedaba tan a desmano que de toda la década apenas recordamos un grito –“¡el milienarismo, el milienarismo!”- en un plató de televisión.   

Un día leímos que aquel Reagan, vaquero de reparto en caducos westerns,  estaba ganando la guerra de las galaxias a la Unión Soviética. No le dimos importancia; tampoco parecía simpático el peinado de la Thatcher. Entre administraciones y carreteras, crecían como billetes verdes los nuevos ricos en la España de Felipe.  Europa era eso que suponíamos la modernidad.

De fiesta en fiesta, preferimos no entender la amargura de Sabina ni la agonía de Antonio Vega. Hasta que bajo la verja del garito se filtró una rendija de luz de los 90. No se trataba de efectos especiales. Había caído el “muro”. Fieles al espíritu de la década, decidimos atrincherarnos hasta agotar las existencias. Hoy los 80 vagan por Internet, perdida toda esperanza de que se reconozca su derecho al olvido.   

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