martes, 9 de agosto de 2016

Ficcionario: Hemingrey

Ernest come poco, sólo bebe agua y no caza más que resfriados en primavera. Al concluir la merienda, le toman la tensión -por segunda vez- e intenta completar un crucigrama. Comienza por las horizontales para evitar el vértigo. Lo llena de tachones y termina irritándose. Si nadie le observa, el pasatiempo concluye con un periódico enrollado que aprende a volar desde la ventana y aterriza desmadejado en el jardín. Los latidos se ralentizan, dormitan al fin los fantasmas, la taquicardia da paso a la pausa.  

Suele aparecer entonces esa señora miope con una conversación intrascendente que al principio le fastidiaba y ahora le sirve para ejercitar su personaje. Y él aprovecha para fabular sin disimulo, insertando mujeres y aventuras en la vida insípida de un niño tímido que a base de perseverancia consiguió ser bibliotecario. Se regodea narrando amistades incondicionales para engañar el olvido en vida del jubilado solitario al que sus hijos, siempre tan ocupados, han dejado de visitar. Luego cena en silencio, lee un rato los mismos párrafos, a veces reza no sabe a quién, procura dormir.   
Hace días una conocida de la juventud que se había unido a la conversación le preguntó a quemarropa si no le hubiera gustado ser un escritor famoso "de esos que firman libros y aparecían antes en televisión". Al principio, como si no hubiera oído, Ernest distrajo el enojo con el crucigrama. Treinta segundos más tarde estalló de ira. “No me amargues los míseros momentos que aún puedo disfrutar". Un ejemplar desencuadernado de "Fiesta" sobrevoló la sala de estar donde todos, efectivamente, se dedican a estar sin más, como ausentes. El llanto contenido en voz baja, la enfermera y el sedante. El volumen, más alto de lo normal, de una telenovela. Suave acento venezolano. (Ya no hay programas con escritores). 

Ernest nunca cuenta que él también pensó en suicidarse. Fue al tercer mes en la residencia. Ansiaba un final trágico, con protagonismo y algo de grandeza. Le frenó, cómo sortearlo, el sentido práctico de las personas mayores. ¿Quién iba a conseguirle una escopeta? ¿Cómo iba a aprender a usarla? ¿Y si hacía el ridículo? ¿Qué iba a pensar su familia? ¿Podrían coger el día libre para acudir al entierro?

Ya que no morirá como él, la única vida de Ernest consiste en parecerse, aunque sea un poco, a su escritor favorito. El médico de la residencia dio el enésimo paso hacia la rendición.  Tampoco podrá viajar a Estados Unidos a competir en el concurso de dobles del Nobel, pero hasta eso ha dejado de importarle. Lo lamenta a su manera, coleccionando anuncios. Puenting, carreras de montaña, batallas de paintball. Los recorta con unas tijeritas y los encarta metódicamente entre las hojas vírgenes de una agenda negra que ha titulado “Experiencias”. 

Anoche vivió, triste consuelo, su última expedición a la enfermería para que le extrajeran una espina rebelde del pescado y hoy llega un nuevo sobresalto. Para la función de esta tarde le han pedido "una poesía o un cuento sobre personas mayores". Le da pereza, pero entre tanta grisura quizá pueda arrancar un baile a esa señora. La camarera se acerca complaciente: “¿Desea probar el cochinillo, señor Ernest, o un vasito de vino con gaseosa?” Acostumbrado a tanto "no", rechaza el ofrecimiento con la cabeza. “Podría sentarme mal, sólo quiero verdura hervida”. La aventura está sobrevalorada. 

No hay comentarios: