domingo, 7 de agosto de 2016

Ficcionario: Gañanistán

No aparece en los atlas geopolíticos y su población flotante no conoce más gobierno que los bajos instintos. Gañanistán es un estado sin dignidades que se instala allá donde alguien que por treinta minutos se siente poderoso alquila el uso de los orificios corporales ajenos. Consumida la carne, recompensada la discreción, el pagador  barrunta que no será difícil vencer otras resistencias.

“Habéis declarado muy bien, vamos a celebrarlo con volquetes de putas”, prometió, según se escucha en una grabación, un cargo público de la Comunidad de Madrid a los agentes que evitaron implicarle ante el juez en una red de corrupción y espionaje a otros dirigentes. Volquetes, putas y políticos compondrían cualquier escena caricaturesca en una película de Torrente. Fuera de la pantalla representan el declive moral novelado por Chirbes, el sórdido descenso de Berlusconi al abandono abusivo en su villa bunga-bunga.

En Gañanistán pasan temporadas, fruto de su notoria incultura, triunfadores inmaduros que remojan su ascenso social en orgías organizadas por WhatsApp. Millonarios, traficantes y mercancía vinculados por un fajo de billetes. Liquidez en unas manos sudorosas, el dinero como frontera que sentencia de qué lado descansa el éxito, dónde corre a refugiarse el fracaso. Quién compra, qué se vende y, lo más importante, cuánto se lleva el intermediario. Negocios impersonales con personas.  

Algo oscuro tiene España que atrae a reputados talentos gañistaníes. A nuestra bien nutrida selección nacional se unen gángsters británicos, mafiosos rusos, asaltapisos de origen balcánico. No tendrán fácil elevar el listón. Juan Antonio Roca, cerebro urbanístico de la Marbella podrida, colgó un Miró en el cuarto de baño para alegrar la vista mientras daba curso, como si fuera otro expediente amañado, al apretón intestinal.   

Encabeza el ubicuo Gañanistán una alianza de pequeñas incivilizaciones a escala personal. De gritos nocturnos, de batallas campales a la puerta de los estadios, de lanzamiento de basura por la ventanilla del coche en marcha. 

La enconada clientela del “por-mis-cojones” a duras penas tolera la contención. Y algunos casos aún se dan. Vicente del Bosque heredó un equipo campeón sin ruido, ganó un Mundial sin ruido, sin ruido revalidó el título de la Eurocopa, fracasó en Brasil sin ruido y el segundo patinazo puso un merecido final a su ciclo. Cuando pretendió por vez primera hacer ruido criticando en público la actitud de Iker Casillas, se encontró a disgusto y prefirió reconciliarse con el portero dos días después. Fue el suyo un intolerable  desafío a los puñales de esa patria gritona que en por desgracia tiende a identificarse con lo peor del fútbol. Desde entonces, el ex seleccionador da y recibe lo mejor que puede disfrutar una persona sometida durante años al examen público: silencio. 

  

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